Leónidas Bermejo estaba perdidamente enamorado de Davinia Friseis. Ella fue su primer amor, precoz erotomanía; ella era su única y verdadera pasión. Davinia Friseis se dejaba querer por el libresco galán, y actuaba según ardorosa petición secreteada a la celosía. Atrás el calendario, cuando en él despuntaba el celo y la jovial desinhibición en ella, la venusta Davinia le propuso sonrojarse a dúo en la enramada. Amatorio escenario de fascinante simbología. Pero a Leónidas Bermejo lo que le apetecía, atraía y gustaba era mirarla, separado del objeto de culto adorarla y perderse en el arcano de la efigie. Lo que más motivaba a Leónidas Bermejo era admirar la sensualidad de Davinia cuando ella, pendiente del examen, repasaba la lección y memorizaba articulando frases mudas. Leónidas Bermejo no pasaba del postigo, le daba gozo a la libido a cambio de unos regalitos, detalles de caballero, que abonaban el numen de la graduanda. Davinia Friseis ponía empeño en aproba
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