Nos reunimos con el viejo policía en el abrigado bar de la plaza porticada. La tertuliana mesa, concurrida por amigos, discípulos, agradecidos y un invitado silente, deviene un homenaje espontáneo al jubilado inquieto y comunicador. El viejo policía es hombre hecho a riesgos y afincado en determinaciones, asequible, puntual, exigente y todavía, por esencia, vinculado a principios; su experiencia convence, su ironía instruye. Anciano, sí, y por ello y por aplicación, sabio. Ha sobrepasado la edad renovando su vocación y esa abrumadora franqueza que encumbra y premia a la par que hiere y enemista. A un espectador sentimental confeso, al que a menudo rasgan las paredes del estómago púas de materia incandescente, conforta la espontánea lección del maestro que conoce el anverso y el reverso de lo que trata. Sentados a la mesa, importa y seduce el dejarse llevar por un discurso perlado de ciencia y praxis, enlazados los temas para que mientras quede mecha la llama no se apague. El viej
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