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Los espacios abiertos


La sensación de haber vivido algo semejante, pero en otro lugar que no guarda parecido. La imagen llena la escena, y una imagen complementaria acude rauda a identificar el momento, la situación, el estado de ánimo. Entre una imagen y la otra median varios capítulos de la propia historia, algunos forzadamente archivados y con pocas probabilidades de adquirir esa relevancia que un día tuvieron. En cambio, el resto, un tanto adornados en su ubicación deferente, surge con brío conquistador más que con estilo académico, de refrendo o corrección o analogía. Atropello jovial de los elegidos, taciturno reencuentro con los postergados.
En un espacio abierto las coincidencias escasean, a diferencia de lo que sucede en un espacio cerrado; más aún si el espacio cerrado es fácilmente identificable y conserva la huella de los asiduos visitantes. Los espacios abiertos, sin embargo, fraternizan en grado óptimo con las casualidades; con las casualidades impredecibles, con las casualidades sin causa impulsora; con esas casualidades que disciernen sin concesión alguna al figurante del protagonista.
Sea cual sea el motivo o la disposición sensorial, de repente apreciamos, percibimos, distinguimos, en el orden que se prefiera, lo que sin ocultarse ni ayer ni hoy no convocaba nuestra atención. Lo digo por experiencia. En las postrimerías de un atardecer de cielo cárdeno, de nubes desgajadas de un idílico lienzo, me di cuenta que aquel hombre sentado en el banco de madera junto a la única farola con la pantalla de cristal entera de la plazuela era la misma persona que veía cada día, un poco antes o bastante después de la hora descrita. Al día siguiente aprecié en la escena, además de los elementos ya habituales: el hombre, la única farola con la pantalla de cristal entera, el banco de madera y la plazuela, aprecié, como digo, la luz blancuzca emitida por la única farola en funcionamiento, iluminando apenas las viviendas circundantes y la silueta de un hombre indiferente a su observación.
Aguijado por la indócil picadura de la curiosidad, las jornadas sucesivas me entretuve en averiguar la razón última de comportamiento tan inusual, personándome con discreta mirada y desde diferentes ángulos (los que permite la zona) sin decidirme, quizá imbuido de vergüenza propia y ajena por introducirme en un espacio acotado, convenido entre los elementos constantes desde el crepúsculo al alba. No fui capaz de satisfacer mi ansia curiosa con una simple pregunta, o dos, o a partir de una conversación afable de cinco minutos, de quince o más ociosos minutos.
Al despuntar la mañana, cada mañana, traspasada la iluminación de la farola al Sol, el hombre cargaba su íntima encomienda y desaparecía por calle conocida hasta la reincorporación, camino a la inversa, cuando el Sol traspasa el cometido iluminador a la farola de bombilla y pantalla conservadas.
(De la obra Piezas sueltas)

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