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Traza histórica de un monumento a la reconciliación. Santa Cruz del Valle de los Caídos

El sentido del Valle de los Caídos



Antecedentes. Un régimen sin consistencia


Entre el 12 y el 14 de abril de 1931 fue proclamada por sus promotores la II República. En un abrir y cerrar de ojos —entiéndase la metáfora—, España transitó de un régimen a otro sin haber despedido al cesante ni aceptado en pleno o mayoría cabal el entrante; mientras, los españoles bandeaban en el improvisado cambio expectantes en su conjunto, alternando la confusión, el temor, la euforia y el recelo. La supuesta voluntad de un conglomerado de políticos aventurados a lo que sucediera si… o lo que sucediera si…, devino en un Gobierno provisional —que puede definirse, por asimilación, como Gabinete revolucionario— y la toma de posición de las diversas corrientes que lo constituían.

En este Gobierno —o Comité, y los sucesivos— hasta las elecciones generales de 1933, y con la mayor eclosión de virulencia desde 1936 hasta finalizada la Guerra Civil el 1 de abril de 1939, bajo el imperio de las dos adscripciones ideológicas predominantes: la marxista, en progresiva radicalización, y la de la Masonería, continuamente infiltrada en las Instituciones y Organismos del Estado y también en las formaciones políticas, especialmente las republicanas de Cataluña y la socialista, descollaba la hostilidad a la Iglesia católica, a las formas tradicionales de culto religioso y, en general, a los creyentes. Cundía en el gabinete la convicción de que el principal enemigo de sus objetivos, del ‘gran proyecto’ social, era la Iglesia con sus fieles, por lo que había que destruir la raigambre junto con los símbolos, impedir la práctica, la tarea pastoral y cualquier labor vinculada a la Iglesia católica sean cuales fueren los ámbitos sociales y las personas a su cargo.
La Iglesia jerárquica y las organizaciones laicas dependientes de ella, con matices, con evidente reserva y con alguna excepción, asumieron el nuevo régimen. Valga como muestra el editorial de El Debate de 15 de abril de 1931, responsabilidad de Ángel Herrera Oria —doctor en Derecho, periodista, fundador de la Editorial Católica, la Asociación Católica Nacional de Jóvenes Propagandistas de la Fe, el Centro de Estudios Universitarios y el Instituto Social Obrero—, portavoz de la jerarquía eclesiástica que ofrecía colaboración a la República:
“Desde ayer existe la II República española. La República es la forma de gobierno establecida de hecho en nuestra Patria. En consecuencia nuestro deber es acatarla, porque representa la unidad patria, la paz, el orden. No la acatamos pasivamente sino de un modo legal, activo, poniendo cuanto podemos para ayudarla en su cometido.” La política republicana, incentivada desde el inicio por la Masonería, superó las incipientes aunque notorias manifestaciones beligerantes cual la quema de iglesias y conventos, el acoso a sacerdotes, frailes, monjas y devotos, la pérdida irreparable de patrimonio cultural, ya en mayo de 1931, para alcanzar el designio, inequívocamente trazado, de la secularización a la fuerza. En frase conclusiva: “Arrancar a la Iglesia de la sociedad española.”
Tanto como decir que en la República no había lugar para los creyentes, fuera cual fuese su número. Esas personas con sus prácticas e influencia, con su libertad de elección y sus modos de vida, resultaban un impedimento para la ejecución del proyecto progresista-republicano, por lo que era menester aplicar una solución drástica, y a ser posible definitiva, a tamaño problema.

El planteamiento revolucionario y el alzamiento cívico-militar

No hay obediencia a las urnas por parte de los republicanos de izquierda y los socialistas. En octubre de 1934, tras meses de agitación y propaganda, anticipan en menos de dos años la guerra civil. Más asesinatos de civiles y religiosos por el mero hecho de tener algo que ver los primeros con los segundos. Se ha declarado la rebeldía en Cataluña y la revolución en Asturias; una rebeldía cobarde, deslavazada, contra la unidad nacional, y una revolución de corte soviético auspiciada desde fuera que provoca un baño de sangre. No es la primera sangre derramada en España desde la proclamación de la República, pero esta vez fluye con mayor intensidad y pronostica la tragedia.
La derrota de la revolución, y la de la patética rebeldía, no es suficiente. Aquella casta de políticos pendientes de conseguir a toda costa sus paradójicos objetivos —pues las propuestas son dispares, incompatibles, aunque con el denominador común de la persecución religiosa y el desmantelamiento de España como Nación—, hace causa común para vencer en las elecciones generales que serán convocadas a principios de 1936: queda constituido el Frente Popular al dictado, encubierto en esta fase de agrupamiento, de la Komintern (o el Komintern).
Celebradas las elecciones la victoria se la apropia la amalgama de fuerzas políticas configuradas en torno al Frente Popular; lo que es detonante para que la política de la Unión Soviética, orientada y también dirigida por asesores, militares y mercenarios de la órbita del socialismo real, ideología y praxis hegemónicas.
Es el inicio del fin. Abierta y ‘legalmente’ se amenaza y coacciona a quienes enfrenten su derecho a pensar como quieran contra el poder absoluto de la tiranía frentepopulista. Si malos fueron los tiempos pasados, el panorama futuro era, simple y llanamente, de muerte.
La presión acaba por ser excesiva, insoportable. Los españoles quieren vivir, porque nadie quiere morir ni dejarse matar, pero la convivencia es imposible y estalla la guerra.
En realidad son varios los bandos que contienden, son distintos y siempre enfrentados los intereses que se barajan en España y patentes las organizaciones e ideologías que, a corta o larga distancia, pretenden imponer el nuevo orden contra la voluntad histórica de convivencia nacional.
Coincidieron varias guerras civiles en la Guerra Civil. Baste recordar, por lo esclarecedor, la guerra entre facciones socialistas; la guerra entre partidarios de la moderación y los exaltados revolucionarios, la guerra más bien dialéctica, de cruces de órdenes y planificaciones, entre militares de carrera y milicianos ascendidos al Mando de un Ejército sin moral, confuso y fraccionado; la guerra, en definitiva, entre los antiguos aliados electorales y de gobierno que, víctimas de sus insalvables contradicciones y abrumados por los errores, las drásticas influencias, las deserciones, los egoísmos, el latrocinio generalizado, el incivismo, cierta presión de las potencias extranjeras, el avance arrollador de los Nacionales y el cada vez menos reprimible rechazo ciudadano. Unas guerras intestinas tan crueles y determinantes como la Guerra que, teóricamente, todavía enfrentaba a los dos bandos en liza. Pero ya era tarde para arrepentirse de los pasos dados, con millares de crímenes, con el descrédito de una infame gestión y el desmoronamiento de la Nación en el debe.
Así el panorama, la Guerra Civil había terminado semanas antes del 1 de abril de 1939.
Pero la característica de esta guerra trasciende del hecho bélico e, incluso, del control sobre la población civil en la retaguardia. Es tal el encono y la fijación por cumplir rápida y eficientemente un mandato expreso que la represión acaba equiparándose en número al de bajas en los campos de batalla.
Aproximadamente, 165.000 muertos en mil días de guerra registrados en acciones puramente bélicas y 130.000 muertes imputables al odio, al fanatismo, la venganza, la codicia, la ignorancia, la envidia; y en menor medida a la acción de los tribunales de uno y otro signo.
De las 130.000 víctimas de la mutua represión, entre 72.000 y 78.000 son atribuibles al bando republicano o frentepopulista, desde 1931 a 1939 (y el periodo de actividad del maquis que cubre desde 1939 a 1952); y 58.000 al bando nacional, incluidas las 23.000 ejecuciones de posguerra con carácter jurisdiccional.
Las víctimas eclesiásticas de la persecución religiosa de principio a fin de la guerra, incluyendo los sacerdotes, religiosos y seminaristas muertos durante la Revolución de Octubre de 1934, ascienden a una cifra cercana a las 6.800. De las cuales 4.184 pertenecían al clero secular, con doce obispos, un administrador apostólico y los seminaristas; 2.365 eran religiosos y 283 religiosas.

Recomponer la Nación

Finalizada la guerra con la lectura del último parte, el 1 de abril de 1939, da inicio la urgente e imprescindible labor de reconstrucción nacional. Tarea que siendo ingente por la magnitud de la tragedia vivida, no entraña más dificultad que las consabidas dosis de paciencia y comprensión pues entre las gentes de España, en el ánimo del pueblo español, privilegia el deseo de reconciliación, concordia, esfuerzo compartido y destino común.
Han sido dramáticas los años de la II República, proclamada a trasmano, delineada a impulso de obsesión, de vanidad y no pocos antojos, pretendiendo ese desarraigo imposible y la alteración, espuria, cobarde y traidora, de la convivencia entre los españoles. Años terribles que no favorecieron ni a sus impulsores salvo para extender el enfrentamiento, el caos y la destrucción.
La guerra fue inevitable y su resultado, a tenor de la insobornable lección de la Historia, el debido. De la descomposición aportada por la II República emergía, o revivía, la nación española con sus gentes, en su inmensa mayoría, sumadas en la recomposición. Y con los políticos derrotados, distantes de España y de sus otrora aliados, cada cual elaborando planes alternativos para disfrutar del expolio concienzudamente trazado y ejecutado, para mantenerse en el candelero diplomático, al pairo de los acontecimientos, desde una fenecida reivindicación excluyente; también para prolongar sus megalomanías e ínfulas sectarias jugando con aquellos, peones de brega, infiltrados en las España Nacional.
Los españoles quieren vivir en paz, unidos, desvinculados de la anarquía, respondiendo libre y significativamente a sus íntimas aspiraciones que suelen ser sencillas, armoniosas e integradoras.
Tras una época que se quiere olvidar pronto —y a ello se dispone las más de las personas—, el sentimiento de trascendencia, esencial en el pueblo español, vuelve a incorporarse al acervo social y a la conducta individual. Las expresiones de espiritualidad se suceden y se honra la memoria de los caídos que han luchado y muerto por España; también los caídos por Dios los creyentes y todas aquellas gentes que no admiten en sus vidas un laicismo anticlerical.
Son muchas las víctimas de la irracionalidad, han sido demasiados los excesos e insistente, en los años de la II República, el afán por destruir la conciencia religiosa y la nacional. Conviene insistir en estos factores pues son los decisivos, los que han escrito la Historia y los que permiten contarla a quien preste interés.
España debía retomar su senda como Nación mientras el resto de Europa, también el mundo en su compleja totalidad, se debatía en un dilema con la respuesta previsible. Transcurridos exactamente cinco meses del último parte de guerra anunciando el fin de la misma, estallaba otra, la II Guerra Mundial, de la que la nuestra fue antesala y mesa de operaciones. Tiempos difíciles para la reconstrucción material de España, pero siempre hábiles para proceder a la reconciliación de todos los españoles.

Un símbolo accesible y permanente

El 20 de abril de 1939, Francisco Franco, Jefe del Estado, asiste a un Tedeum en el templo castrense de Santa Bárbara, en Madrid, en acción de gracias. Al concluir el acto religioso, Franco, hombre de profunda fe católica, hizo entrega a la Iglesia —representada por el primado de España, cardenal José Gomá— de la Espada de la Victoria, y leyó esta oración:
“Señor, acepta complacido la ofrenda de este pueblo que conmigo, y por Tu nombre, ha vencido con heroísmo a los enemigos de la Verdad, que están ciegos. Señor Dios, en cuyas manos están el derecho y todo el poder, préstame Tu asistencia para conducir a este pueblo a la plena libertad del imperio, para gloria Tuya y de la Iglesia. Señor, que todos los hombres conozcan a Jesús, que es Cristo, Hijo de Dios vivo.”
Francisco Franco tomó la espada que había sido expresamente fabricada para esta ceremonia, y la entregó al primado con ruego de que la recibiese y la custodiase.
Es el gesto simbólico el que destaca en el acto. Franco no se atribuye únicamente a sí mismo la victoria, cual Generalísimo de los Ejércitos Nacionales, sino a la ayuda de Dios, a quien la ofrece. La espada se entrega en depósito con el mandato, humano y bienintencionado, de no tener que volver a usarse para el cometido que le es inherente. Las palabras y el gesto de Franco añadían que España renacía como un Estado católico.
El cardenal Gomá, que así lo entendió, proclama:
“La aceptamos [la espada] alborozado y agradecido para su custodia en nuestra Santa Iglesia catedral primada, a fin de que en el correr de los días y de los siglos, pueda ser admirada como testimonio elocuente de la fe de nuestro católico pueblo, tan dignamente representado por su Caudillo en aquel momento culminante.”
Palabras las pronunciadas por ambas autoridades que fueron puntual y analíticamente recogidas por el embajador alemán Eberhard von Stohrer en los informes que envió a Hitler, quien no supo apreciarlas en toda su dimensión; por otra parte obvia. Daba inicio en España una pugna sorda y cerrada entre dos tendencias, y la Iglesia católica contaba con recursos suficientes para impedir al nacionalsocialismo que impusiera su influencia.
Los vencedores de la Guerra Civil habían comprendido que no sólo era cuestión de garantizar una convivencia ciudadana que posibilitara en la mayor medida posible la identificación de los españoles con el régimen nacido de la victoria, ni siquiera de devolver la libertad de culto a quienes quisieran practicarlo con el respeto activo de los no creyentes, sino que es la religión católica —la Iglesia católica— tan propia y arraigada en los españoles, la que conseguirá diluir miedos, rencores y odios, promoviendo la paz y una verdadera reconciliación nacional.
Como la reconciliación es primordial para todos los fines, aun por encima de la satisfacción de las necesidades materiales, tan urgentes e imprescindibles, tan difíciles de solventar en una posguerra civil tan cercada de guerra mundial, las autoridades nacionales dividen sus esfuerzos en ambas orientaciones.
* * *
Los símbolos son tan importantes para una persona como para la sociedad que la integra. A vueltas con los símbolos y con el desempeño de la reconciliación nacional y de la honra a los caídos, singularmente en una guerra civil, la idea de erigir un Monumento de características únicas en un paraje asimismo original y próximo a la capital de España y a otros monumentos, símbolos, patrimonio de todos los españoles, surge en Franco ya en el año 1937; cuando sólo la fe en la victoria —por defender la causa justa—, más que la evolución de las operaciones militares, la hace imaginable en muchos de los combatientes y no combatientes. La idea que no va a abandonar ni modificar en su postulado básico es la de levantar un monumento con el que “honrar a los muertos cuanto ellos nos honraron”.
Es de Francisco Franco la idea del Monumento, de él la elección del lugar donde debía erigirse —una finca en las estribaciones de la Sierra de Guadarrama, conocida por el nombre de Cuelgamuros, en el término municipal de San Lorenzo de El Escorial— y, posteriormente, la supervisión constante de las obras y no pocas opiniones y sugerencias a los arquitectos y artistas. En ese sentido, cabe señalar que el Valle de los Caídos es una concepción de Francisco Franco de Cripta a Cruz, de símbolo a fe y de reunión a reconciliación.
El lugar que eligió Franco en primera instancia, se denomina Risco de la Nava. La primavera de 1939, acompañado del general Moscardó, héroe del Alcázar de Toledo, Franco le comunica su intención de construir una Cripta que albergue a los caídos en la contienda bajo una gran Cruz, símbolo de redención y fraternidad. Contemplando los alrededores desde una cresta, Franco decidió que el escenario idóneo era el que los lugareños llamaban Altar Mayor; sin embargo, recorrido adelante, un paraje de singular atractivo cambió la decisión y la hizo definitiva; era el llamado valle de Cuelgamuros con el macizo Risco de la Nava como emblema.
Aunque en los primeros momentos de la posguerra, cuando los rescoldos pasionales lejos de apagarse reciben el viento de la revancha y la memoria es tan reciente y vívida que aplacarla cuesta una enormidad, los muertos a honrar son los que dispone el Decreto-Ley del 1 de abril de 1940: “Se alcen Basílica, Monasterio y Cuartel de Juventudes, en la finca situada en las vertientes de la Sierra de Guadarrama (El Escorial), conocida por Cuelga-muros (antaño Cuelga-mulos), para perpetuar la memoria de los caídos en nuestra gloriosa Cruzada”. Al cabo de los años, y aún sin concluir las obras ni estar inaugurado el Monumento, la disposición oficial se reafirma. El Decreto-Ley de 23 de agosto de 1957, establece la Fundación y las condiciones del Valle insistiendo en la idea inicial de dar sepultura a cuantos cayeron en la Cruzada sin distinción del campo en el que combatieron, con tal de que fueran de nacionalidad española y de religión católica, por lo que se trataba de enterrarles en sagrado. Los gobiernos civiles informaron oficialmente a todos los ayuntamientos para que trasladaran a sus vecinos que quien deseara enterrar a los suyos en el Valle de los Caídos pudiera hacerlo, a condición del expreso consentimiento de los familiares. En 1958 llegaron los primeros restos mortales para su inhumación en la Cripta de la Basílica.
* * *
La obra del Monumento se inicia rápidamente tras la publicación del Decreto. Los directores de la misma, el arquitecto Pedro Muguruza Otaño, primero, sustituido en 1950 debido a grave enfermedad por su colega Diego Méndez González, y el escultor Juan de Ávalos, dirigen a obreros y artesanos que habitan en los municipios de los alrededores; de donde también se extrae la piedra de cantería.
En los trabajos de construcción se admitieron reclusos, comunes y políticos, en número limitado y bajo estrictas condiciones. La magnitud y peligrosidad de la tarea constructiva obligaban a tomar precauciones y a ser exigentes en la contratación. Los reclusos solicitantes de traslado al Valle lo hicieron voluntariamente y con el propósito de redimir pena; no eran forzados ni habían sido condenados en tal condición.
Fue el jesuita Julián Pereda el impulsor de la redención de penas por el trabajo, asignando también un sueldo al penado. Franco acogió esta propuesta, formulada antes de la guerra, y promulgó un Decreto que otorgaba la redención de pena y un sueldo a los que escogiesen trabajar. Esta medida no sólo se aplico en las obras del Valle, pero en él tuvo su peculiaridad: la supresión de dos a seis días de condena por cada uno de trabajo; la percepción de un salario diario de siete pesetas (más de lo que cobraba un becario y poco menos que lo destinado a un profesor universitario); el alojamiento con la familia en casas construidas en el Valle y colegio para los hijos. La admisión fue discrecional, dado que la vigilancia al aire libre y en tan gran extensión de terreno era insuficiente para los medios humanos al cargo, y sólo los reclusos con mejor comportamiento obtuvieron plaza.
Las condiciones económicas de los presos políticos eran idénticas a las de los trabajadores libres. Cobraban el mismo salario, aunque a los reclusos se les retenía las tres cuartas partes de la paga que era ingresada en la Caja Postal de Ahorros para entregarla a sus mujeres e hijos, si los tenían, o retornarla a sus legítimos destinatarios cuando recuperaban la libertad. Además, y al igual que el resto de empleados, cobraban los ‘puntos’ por cargas familiares, las horas extraordinarias y estaban asegurados.
En los casi 19 años que duraron las obras del Monumento trabajaron en él 2.643 obreros, de los cuales únicamente 243 tenían el carácter de reclusos acogidos a la redención de penas. Los fallecidos a consecuencia de la complejidad y riesgo de las obras fueron 14 a lo largo de la década y media de construcción, correspondiéndose la mayor parte de las víctimas, si no la totalidad, a obreros libres que, por razón de la especialización de las tareas, eran los que abundaban entre los trabajadores.
Los primeros presos llegan en las postrimerías de 1942, dos años y medio después de comenzadas las obras; al terminar el año 1950 ya no queda ninguno recluso porque todos habían redimido sus penas y, consecuentemente, estaban en libertad. Desde esa libertad, muchos de ellos optaron por seguir en el Valle como personal contratado.
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El coste total de la obra, publicado en 1961 por el Interventor General de la Administración del Estado y del Consejo de las Obras Estado, ascendió a: 1.159.505.687,73 pesetas; sin que en las obras se invirtiera dinero del Erario Nacional.
El Decreto-Ley de 29 de agosto de 1957 explicita que: “A fin de que la erección del magno Monumento no represente una carga para la Hacienda Pública, sus obras han sido costeadas con una parte del importe de la suscripción nacional abierta durante la guerra y, por lo tanto, con la aportación voluntaria de todos los españoles que contribuyeron a ella.”
Esta recaudación voluntaria por suscripción fue de 235.450.374,05 pesetas. La cantidad que completa la cifra global de gasto se consigue a través de los recursos netos de los sorteos extraordinarios de la Lotería Nacional celebrados anualmente el 5 de mayo, destinados hasta entonces a la construcción de la Ciudad Universitaria de Madrid; y con los millares de donativos particulares de toda procedencia.
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La solemne inauguración del Valle de los Caídos aconteció el 1 de abril de 1959, con la asistencia del Jefe del Estado, Francisco Franco. Concluida la obra material, ingente y precisa, había llegado el momento de abrir al público la visita al conjunto armonioso de naturaleza y arte, y que desde su atractivo y espiritualidad, el deseo de concordia y unión entre todos los españoles tuviera efecto para siempre.
Del discurso pronunciado por Francisco Franco son los siguientes párrafos:
“Nuestra guerra no fue, evidentemente, una contienda civil más, sino una verdadera Cruzada, como la calificó entonces nuestro Pontífice reinante; la gran epopeya de una nueva y para nosotros más trascendente independencia. Jamás se dieron en nuestra Patria en menos tiempo más y mayores ejemplos de heroísmo y de santidad, sin una debilidad, sin una apostasía, sin un renunciamiento. Habría que descender a las persecuciones romanas contra los cristianos para encontrar algo parecido.”
“La Naturaleza parecía habernos reservado este magnífico escenario de la Sierra, con la belleza de sus duros e ingentes peñascos, como la reciedumbre de nuestro carácter; con sus laderas ásperas dulcificadas por la ascensión penosa del arbolado, como ese trabajo que la Naturaleza nos impone; y con sus cielos puros, que sólo parecían esperar los brazos de la Cruz y el sonar de las campanas para componer el maravilloso conjunto.”
“Mucho fue lo que a España costó aquella gloriosa epopeya de nuestra Liberación para que pueda ser olvidad. La anti-España fue vencida y derrotada, pero no está muerta. Periódicamente la vemos levantar la cabeza en el exterior y en su soberbia y ceguera pretender envenenar y avivar de nuevo la innata curiosidad y el afán de novedades de la juventud. Por ello es necesario cerrar el cuadro contra el desvío de los malos educadores de la juventud.”
“La principal virtualidad de nuestra Cruzada de Liberación fue el habernos devuelto a nuestro ser, que España se haya encontrado de nuevo a sí misma, que nuestras generaciones se sintieran capaces de emular lo que otras generaciones pudieran haber hecho.”
“Nuestra victoria no fue una victoria parcial, sino una victoria total y para todos. No se administró a favor de un grupo ni de una clase, sino en el de toda la Nación. Fue una victoria de la unidad del pueblo español, confirmada al correr de estos veinte años.”
“Hoy, que hemos visto la suerte que corrieron en Europa tantas naciones, algunas católicas como nosotros, de nuestra misma civilización, y que contra su voluntad cayeron bajo la esclavitud comunista, podemos comprender mejor la trascendencia de nuestro Movimiento político y el valor que tiene la permanencia de nuestros ideales y de nuestra paz interna.”

En 1960, el Papa Juan XXIII, declara Basílica la Iglesia de la Santa Cruz; proclamando:
En este monte sobre el que se eleva el signo de la redención humana ha sido excavada una inmensa cripta, de modo que en sus entrañas se abre amplísimo templo, donde se ofrecen sacrificios expiatorios y continuos sufragios por los caídos de la Guerra Civil de España. Y allí acabados los padecimientos, terminados los trabajos, y aplacadas las luchas, duermen juntos el sueño de la paz, a la vez que se ruega sin cesar por toda la Nación Española.
* * *
El Valle de los Caídos adquiere su máximo sentido en la reconciliación.
La Basílica cobija en la Cripta los restos identificados de aproximadamente 35.000 caídos en la Guerra Civil, en los frentes y en las retaguardias; la mayoría de los cuales, por datos y testimonios directos, pertenecen al bando republicano-frentepopulista.
En la parte anterior y posterior del Altar Mayor se hallan las tumbas de José Antonio Primo de Rivera y Francisco Franco, respectivamente.
Es prácticamente imposible que lleguen a conocerse las identidades que faltan hasta alcanzar la elevada cifra de restos allí guardados, alrededor de 100.000, procedentes la mayor parte de las fosas comunes abiertas en los diversos campos de batalla.
Dejemos que los muertos, nuestros muertos en definitiva, descansen en paz y puedan ser honrados generación tras generación porque eso significará que continuamos, voluntaria y sentimentalmente, unidos en la gran Nación que es España.

Responso

Dormid en paz, muertos queridos.
Dormid en gloria, hermanos muertos de las dos Españas.
En paz y en gloria bajo ese Cristo muerto,
que sobre todos abre sus manos crucificadas.
¡Gracias, muertos hermanos de las dos Españas!
Ramón Cué, S.J.

Santa Cruz del Valle de los Caídos: vista anterior.


Santa Cruz del Valle de los Caídos: vista posterior.



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