Ir al contenido principal

La plaza de soberanía de Orán. Campaña de 1732-1733

Reconquista y defensa de la plaza de Orán

José Carrillo de Albornoz y Montiel, Álvaro José de Navia-Osorio y Vigil de la Rúa y Antonio Arias del Castillo y Veintimiglia

Años 1732 y 1733 en la costa de Berbería



Crónica de Vicente Bacallar y Sanna, marqués de San Felipe.

* * *

Año 1732
Se aparejó una gran flota armada destinada contra las costas de Berbería, con el propósito de recuperar la plaza de Orán ocupada por los argelinos en 1708, a causa de la Guerra de Sucesión. No ocurrió lo mismo con Ceuta o Melilla, que conservaron su pertenencia a España.
La preparación de la armada y la táctica anfibia de transporte y desembarco se llevó en estricto sigilo, para impedir acciones como la pasada de Johan Willem Ripperdá, asesor de Felipe V, embajador y ministro universal de pésimo servicio a España, traidor a la corona española, a su fe y a sus posesiones, siendo destituido de sus cargos y desposeído de prebendas, encarcelado y huido, poniéndose al servicio del sultán de Marruecos en 1731; la prudencia benefició a la empresa que culminó exitosa.
La autoridad española hizo sacar del Banco de Génova dos millones de pesos, allí depositados para uso de la corte de España. De este dinero hizo enviar Felipe V al infante Don Carlos medio millón, y lo restante se despachó a Alicante, donde debían reunirse las naves y tropas para esta misteriosa expedición.
Pasaron de seiscientas las naves ordenadas para expugnar la plaza de Orán.
Fabricáronse en Barcelona dos puentes volantes, para transportar dentro y fuera de los navíos la artillería sin embarazo de otras embarcaciones. Nombróse por capitán general del ejército al conde de Montemar (José Carrillo de Albornoz y Montiel, título concedido por los Reyes en 1734, dos años después de los sucesos referidos en esta crónica, al vencer este general a los alemanes en la batalla de Bitonto y del que el autor hace libre uso pese a la diferencia en las fechas), a quien se le destinó un cuerpo de veintiséis mil cuatrocientos hombres, sin contar una compañía de escopeteros de tarifa; otra compañía de guías, compuesta de treinta hombres, todos naturales de Orán, con su capitán don Cristóbal Galiano y su teniente don José del Pino; con una más de voluntarios del reino de Murcia, compuesta de cincuenta hombres y gran número de aventureros entre los cuales se contaron más de treinta titulados y oficiales de distinción.
Todo el aparato de este armamento se ejecutó con suma presteza.
La artillería destinada para esta expedición fueron ciento y diez cañones de varios calibres; sesenta morteros, con gran cantidad de pertrechos de guerra; víveres, municiones abundantes, no habiéndose escaseado cosa alguna.
Luego que llegó a África la rama del formidable armamento de España, la regencia de Argel se preparó inmediatamente a la defensa, solicitando para su república socorros del Gran Señor [el sultán de Turquía], bajo cuya protección está; y del rey de Marruecos para Orán, cuya plaza, aunque entonces gobernada por un rey particular, sin embargo, la amparaba este príncipe, y también aquella regencia, por estar en los confines de uno y otro Estado. Ésta reforzó con un grueso destacamento su guarnición, y aquél ejecutó lo mismo en sus ciudades marítimas, con especialidad Tetuán y Salé, ordenando a la mayor parte de su caballería recorriese la costa para impedir cualesquier desembarco.
En España se divulgó por cosa cierta que el mismo rey de Marruecos había resuelto de ir personalmente al sitio de Ceuta, para prevenir las ideas de los españoles, según el consejo que le sugirió Ripperdá. De haber optado por esta acción, la empresa española en Orán hubiera quedado desbaratada, pero sea que desconfiase el moro de las promesas del renegado o que conociese la imposibilidad de conseguir el objetivo, lo dilató hasta ver hacia donde se dirigían las armas católicas. A este tiempo llegó a la corte de Sevilla la noticia de que una galera mandada por don Miguel Regio había apresado, tras un reñido combate, a un navío argelino que corseaba entre las costas del Rosellón y Cataluña, llevando dieciséis cañones y diez pedreros.
Este asunto estimuló el embarco, y estando ya las escuadras prontas para hacerse a la vela, declaró el rey católico sus intenciones en un edicto que se remitió de Sevilla al Consejo Real de Castilla a fin de que se publicase; lo que se ejecutó en Madrid a mediados de junio, momento en que la armada se hizo a la vela (Real Decreto n.º X)
De Alicante partió la armada el día 15 de junio, bajo las órdenes del teniente general don Francisco Cornejo, y la custodia de doce navíos de guerra, siete galeras, dos bombardas para echar bombas y gran número de jabeques o galeotas armadas, observando la orden siguiente: la vanguardia se componía de cuatro navíos, el San Felipe, como capitana, a cuyo bordo estaba el referido Francisco Cornejo, el San Diego, el Galicia y el Santiago a cuyo bordo estaba el segundo jefe de la flota, don Blas de Lezo. En el centro iba el grueso de la armada, según el orden señalado a cada embarcación, y los navíos Hércules y Júpiter cerraban la retaguardia, marchando con éstos las siete galeras a fin de recoger cualquier nave que llegara a extraviarse. Pero aunque el viento se mostrase favorable al salir del puerto, después se mudó contrario, por lo que fue preciso volver a la costa de España manteniéndose toda la armada por espacio de cinco días en el cabo de Palos. De allí despachó el conde de Montemar una galeota con un ingeniero y una compañía de granaderos para reconocer la posición de los moros y el paraje donde se debía efectuar el desembarco; cuya averiguación hecha, y reconocido en sumo silencio, volvió a dar cuenta de todo al general, quien dispuso aprovecharse luego de la propicia ocasión que le ofrecía el descuido de los bárbaros.
Serenados los temporales, prosiguió la flota su rumbó para Orán, cuya plaza divisó en breve. Como importaba disfrazar la idea, el general comandante de la armada hizo señal a los navíos de guerra Conquistador y Andalucía para que con las naves de transporte que escoltaban diesen fondo en la cala de Arcés, distante de Orán siete leguas hacia Levante. Ejecutada así esta disposición y advertida por los moros, creyeron éstos que por esa parte se dirigía el desembarco, mientras el resto de la armada continuaba la derrota en el orden ya referido, costeando aquella ría a tiro de cañón pasando delante de Orán y sus castillos., teniendo cada nave desplegado el pabellón de su nación. Advirtieron hasta tres cuerpos de tropa, que podían constar de diez o doce mil hombres, y habiendo sobrevenido una nueva borrasca se hizo el desembarco imposible hasta el 29 de junio.
El desembarco se ejecutó en el paraje llamado de las Aguadas (favorecido del fuego de los navíos y galeras), distante legua y media hacia el Poniente del castillo de Mazalquivir. Dispusiéronse quinientas lanchas en línea defendidas por los navíos de guerra y galeras, que se pusieron a los costados bajo el mando de los capitanes de alto bordo don Juan Navarro, el conde de Bena y don Francisco Liaño. El desembarco de las tropas fue encomendado a los tenientes generales marqueses de Villadarias (Antonio Arias del Castillo y Veintimiglia) y Santa Cruz de Marcenado (Álvaro José de Navia-Osorio y Vigil de la Rúa), los condes de Marcillac y Suveguen, con los mariscales de campo condes de Maceda y Cecil, marqués de la Mina y don Alejandro de La Motte. Habiendo reconocido el general conde de Montemar que en la playa no había moros que pudiesen impedir el desembarco, aunque se dejaron ver algunos pelotones de ellos, pero de poca consideración para el caso, mandó que sin detención alguna se efectuase el total desembarco.
Tres mil hombres, la mayor parte granaderos, le dieron principio, formándose sobre una línea, y cubiertos por delante y los costados con los caballos de frisa. Consecutivamente fue desembarcando el resto de la tropa, y conforme lo ejecutaba se iba extendiendo y avanzando la línea, con cuyo motivo dispuso el general un cuadrilongo en que quedaban reparadas las alas como el frente con los caballos de frisa, y se adelantaron con unos ciento y cincuenta pasos. Entonces se presentaron algunas partidas de moros, y aunque d lejos, con el continuo fuego no dejaron de molestar a los cristianos. Para contener a los infieles s destacaron del frente de los batallones algunos piquetes de a quince hombres con sargentos, que lograron ahuyentarlos, pero poco después, habiendo bajado a la llanura, como dos mil moros a caballo y algunos a pie, se pusieron a tiro de fusil de los piquetes avanzados sobre una pequeña elevación a la derecha del ejército. Mas jugando oportunamente su artillería el navío Castilla, como asimismo las galeras, se retiraron a mayor distancia, a lo que no poco contribuyó el haberse llevado una bala su estandarte principal, de cuyo movimiento se aprovechó el conde de Montemar para concluir el desembarco y marchar tierra adentro, no obstante el no haber descansado la tropa, guiada ésta por el teniente general marqués de Gracia-Real.
Viendo la morisma inútil su esfuerzo para impedir a los españoles el tomar tierra en África, solicitó con la mayor parte de su tropa hacerse fuerte junto a una fuente de agua dulce, la única en aquellos parajes; y de haber conseguido el intento, sin duda hubiera logrado la victoria más completa y borrara la omisión en que anduvo de no embarazar el desembarco, que le era tan fácil con la gente que tenía. Mas advirtiendo el capitán general la idea bien fundada de los bárbaros, destacó luego dieciséis compañías de granaderos y cuatrocientos caballos, aquéllas a la orden del mariscal de campo don Lucas Patiño y éstos a la del marqués de la Mina, para cortarles la retirada y ocupar al tiempo un puesto elevado y ventajoso que cubría la derecha del ejército. Y aunque la casualidad de hallarse cerca una tropa del regimiento del príncipe, que acababa de desembarcar, no permitió fuesen cortados los moros, porque los cargó, los dos referidos destacamentos con tal intrepidez hacia la fuente, no obstante el peligro que había de acercarse a ella, que lograron hacer retirar con precipitación a los infieles.
Habiendo mandado el conde de Montemar se formase un reducto entre las márgenes del mar y la falda de la montaña llamada del Santo, a fin de asegurarla comunicación con la flota y cubrir el desembarco de los víveres y pertrechos, esperó a los enemigos, que se dejaron ver en gran número, coronando todas las montañas circunvecinas. Mientras esto se ejecutaba, los escopeteros trabaron una escaramuza con algunos moros, los cuales, reforzándose, cargaron a los cristianos y los obligaron a retirar por falta de munición.
El conde de Marcillac, que cubría con tropas aquella obra, advirtiendo lo que sucedía destacó al capitán don Manuel Aparicio con cincuenta dragones para detener a los bárbaros, pero tuvo la desgracia de perder la vida. Esta impensada acción se encendió de tal suerte que considerando el conde de Montemar que cuando se vuelve la espalda a los moros cobran mayor brío, se vio obligado a sostener la pelea, a cuyo fin dio orden para que todo el ejército se pusiera en movimiento. El terreno era impracticable para cualquier acción; sin embargo, dispuso el general que se atacara a los infieles por la izquierda, y que al mismo tiempo el centro y la derecha subiesen por el frente, que era una cuesta suave, y por donde bajaban los moros.
El ejército moro pasaba de veinte mil hombres, sin contar los dos mil turcos de la guarnición de Mazarquivir (Mazalquivir), que no pudieron volver a entrar en esta fortaleza por haber ocupado los cristianos la montaña del Santo, a pesar del continuo fuego e ímpetu de los enemigos, al subir la escabrosa cuesta, y en donde el conde de Marcillac hizo prodigios de valor. No pudiendo este general subir la montaña a caballo, ni permitirle tampoco lo recio de su cuerpo ni sus achaques subirla a pie, hizo que le llevasen cuatro granaderos walones en hombros, y distribuyendo dinero a los de este cuerpo, que estaban bajo su mando, para animarlos, contribuyó infinitamente al éxito de aquel día, manteniendo la pelea con tesón por espacio de tres horas.
Siguiendo los granaderos el empeño mandados por el referido conde, y sostenidos de cuatro batallones de guardias walones, a cargo del marqués de Villadarias, con otra tropa que iba de resguardo, fueron desalojando a los moros hasta echarlos de lo alto del barranco, y de allí de montaña en montaña, mientras don Alejandro de La Motte, con otro cuerpo de granaderos, ocupó la del Santo, que domina el castillo de Mazarquivir. Todo esto sucedió con la mayor felicidad, no obstante la gran resistencia de los bárbaros y la ventaja del puesto que ocupaban a modo de anfiteatro. El resto del ejército, sumamente fatigado por la falta de víveres y agua, no pudo seguir a los enemigos y se mantuvo en el paraje llamado de los Galápagos, que había ganado.
Esta gloriosa función costó poco a los españoles, pues se asegura no pasaron de treinta los muertos y de ciento y cincuenta los heridos. La pérdida de los infieles no se pudo saber por su regular costumbre de llevarse los muertos, cuya superstición suele serles funesta, porque a veces sucede que pierden la vida por salvar los cadáveres.
Don Alejandro de La Motte se mantenía en la montaña del Santo, dominante a Mazarquivir, y viéndose noventa turcos que le presidiaban sin esperanza de socorro, le entregaron por capitulación y pasaron a Mostagan, cuyo feliz suceso hizo juzgar lograrían los cristianos la misma victoria con los demás castillos de Orán.
Esta opinión no estaba mal fundada; pues aunque había tropas suficientes para defenderlos, la consternación general que se apoderó de sus ánimos al ver pasar tan grande armamento delante de los muros de Orán, con cada nave tremolando su pabellón, hizo creer que toda la Cristiandad se había congregado para su perdición; con cuyo motivo, sin aguardar a los españoles, cada uno de los habitadores pensó en libertar sus efectos. La noche que precedió a la rendición de Mazarquivir hubo una falsa alarma, motivada por algunos soldados que, disparando sus fusiles, mataron a un oficial, y quedaron algunos heridos. A la mañana siguiente, habiéndose reconocido no haber vestigio de moros y sabido por un doméstico del cónsul de Francia en Orán que todas las tropas infieles, con el Bey a su frente, se habían retirado la noche antecedente con lo más precioso de sus alhajas, abandonando la ciudad y sus fortines, destacó el general conde de Montemar una partida de soldados para informarse de la veracidad del aviso mientras se dispuso la tropa para seguirla.
Puesta en marcha, se encaminó hacia aquella plaza que encontró desierta, como también el palacio del Bey, donde se halló gran parte de sus muebles que su precipitada fuga no le permitió llevarse. Los almacenes de la ciudad estaban llenos de víveres y de municione; encontráronse en ella y sus castillos ciento treinta y ocho piezas de artillería, ochenta y siete de bronce y las demás de hierro; siete morteros; provisiones y municiones en abundancia; bajo el fuerte de San Felipe seis piezas de campaña y en el puerto una gruesa galeota con cinco bergantines. Después de esta conquista, toda la armada española vino a dar fondo en el golfo de Orán y en el puerto de Mazarquivir.
Así volvió a recuperar la Corona de España esta importante plaza, circundada de buenos muros, y defendida por cinco fortines o castillos situados sobre las inmediatas eminencias, entre los cuales se considera inexpugnable el de Santa Cruz por estar situado sobre peña viva, la cual no permite batirle ni minarle. Con la ventaja de esta conquista se añadía la de poner un freno a la desvergüenza de los africanos, cuyas frecuentes correrías infestaban los mares y playas de las costas de España en sumo perjuicio de su comercio y habitadores.
Arrepentidos y avergonzados por la derrota, los moros no omitieron tentativa para recuperar Orán. Para ello promovieron tentativas con arrojo, cerca de la fortaleza, atacando los destacamentos que iban a cubrir el forraje.
Para detener esta estrategia de acoso, el conde de Montemar envió un fuerte destacamento con propósito disuasorio. El duque de San Blas, que se hallaba allí como mariscal de logis, a fin de hacer mudar las grandes guardias, con su pequeño destacamento se echó sobre los moros que huyeron con precipitación; y pareciendo al duque fuese en ellos cobardía, los siguió con tesón y para su desgracia fue a dar en una emboscada de dos mil bárbaros que le hicieron retroceder hasta meterle en el campo. Costóle la vida su sobrada osadía y con él murieron también el brigadier Van der Cruysen, tres coroneles, quince oficiales subalternos y cien hombres, y muchos quedaron esclavos.
Sentido de este adverso suceso, resolvió una generosa venganza el conde de Montemar, atacando a los moros donde se les encontrase. El día 21 de julio mandó saliesen tres destacamentos a la orden del mariscal de campo conde de Cecile y del brigadier don Felipe Ramírez, compuestos de mil infantes e igual número de caballos. Habiendo reconocido ambos oficiales una tropa fuerte de infieles sobre una colina la acometieron, pero volviendo éstos las espaldas no fue posible alcanzarlos y se ocuparon las circunvecinas alturas, reduciéndose todo el hecho de aquel día a ligeras escaramuzas sin que hubiese más heridos por parte de los cristianos que el capitán de guardias walonas Santygnon.
Dos días después destacó el capitán general cuatro mil infantes y mil caballos a las órdenes del marqués de Villadarias al paraje llamado Pozos de Pedro Pérez; mandó igualmente que las galeras fuesen hacia Mostagan con intención de echar de esta ciudad al Bey de Orán, que con buen número de negros se mantenía en ella enviando continuamente desde allí partidas para inquietar al ejército español. Llamábase este Bey Mustafá, algunos dicen Hacén, tenía ochenta años, y era el mismo que había tomado a los españoles la plaza de Orán en el año de 1708. Llamábanle los cristianos Bigotillos porque tenía grandes bigotes.
El proyecto del conde de Montemar, bien concertado y era muy del caso, no pudo efectuarse por no haber llegado la escuadra que debía contribuir al logro de la empresa, a motivo de los vientos contrarios que duraron por espacio de algunos días, y el marqués de Villadarias se vio obligado a volver al campo. En este tiempo llegó la orden para que el ejército se restituyese a España. Obedeciendo el mandato, el general providenció inmediatamente la custodia de Orán, sus fortalezas y Mazarquivir, dejando en ellas de presidio dieciséis batallones que formaban un cuerpo de ocho mil hombres, y un regimiento de caballería.
El día primero de agosto se hizo a la vela toda la flota con viento favorable y en breve llegó a la costa de España, desembarcando la tropa en los diferentes puertos de la Monarquía según su destino. El conde de Montemar llegó el 13 de agosto a Sevilla, donde la recepción fue correspondiente al tamaño del servicio que acababa de hacer a la Patria, y para manifestarle públicamente cuán satisfechas estaban Sus Majestades Católicas de su conducta le honraron con el collar del Toisón, igualmente que a don José Patiño como promotor de esta empresa. Nombróse por gobernador de Orán y sus dependencias al marqués de Santa Cruz, hombre de relevantes prendas y circunstancias, así en lo militar como en lo político y en las letras.
Poco antes que partiese la flota de Orán, llegó a Ceuta huyendo de los moros un cierto Jacobo Vandenbos (quizá Van der Bosch), familiar del duque de Ripperdá, y teniéndole el gobernador por espía le mandó arrestar. Después de haberle examinado dio cuenta a la corte y en respuesta tuvo la orden para que lo remitiese con una buena escolta a Sevilla, donde llegó el 29 de julio. Allí declaró más de lo que se quería saber, pro esto no impidió se quedase mucho tiempo preso, diciendo que el duque de Ripperdá estaba para marchar con treinta y seis mil hombres y un tren considerable de artillería para formar el sitio de Ceuta, prometiendo al rey de Marruecos o Mequínez ponerle en posesión de ella dentro de seis meses, y si no que perdería la cabeza. Luego, sin perder tiempo se dieron órdenes al gobernador de Ceuta para que invigilase más que nunca a la defensa de la plaza, y se declaró a Ripperdá por traidor despojándole de sus dignidades y título.
Animados los infieles con el regreso de la flota a España resolvieron tentar alguna vigorosa empresa contra sus enemigos, y a fines de agosto el rey Mustafá (o Bigotillos), el cual, no obstante su edad avanzada, conservaba el mayor vigor, compareció al frente de doce mil hombres con intención de sorprender el castillo de San Andrés, persuadido que esta conquista podía facilitarle la recuperación de Orán. En efecto, embistió con gran furia al mencionado castillo, pero su gobernador hizo un fuego tan a tiempo y tan cruel con su artillería, y la guarnición con su fusilería, que obligó al Bey a tomar la fuga con sus bárbaros, dejándose más de dos mil muertos. No pudiendo los moros llevarse los cadáveres ni enterrarlos por el horror y confusión de la huida hicieron alto a cierta distancia, y levantando bandera blanca enviaron a un arráez rogando a los españoles dieran sepultura a sus muertos: lo que ya estaba prevenido por el recelo de que se inficionase el aire.
Cuanto confesó el referido Jacobo Vandenbos en Sevilla se halló verdadero; pues con efecto, ansioso el rey de Marruecos de la conquista de Ceuta juntó un ejército de treinta mil hombres, la mayor parte negros, y dio el mando a cierto Alí Den, bajá, su confidente (renegado y apóstata de cierta religión que excusamos nombrar), recomendando la dirección del sitio a Ripperdá, el cual ardía en el deseo de señalar el principio de su valimiento con alguna acción ruidosa. Sabido por el gobernador de Ceuta, don Antonio Manso, que el ejército enemigo venía acercándose, pensó seriamente a su defensa y teniendo noticias ciertas por los moros de paz que la vanguardia de los infieles estaba muy distante del grueso de su tropa, y que no pasaba su número de cinco a seis mil hombres, inclusos setecientos caballos, juntó a la hora misma un Consejo de guerra en el cual expuso cuanto había sabido de los bárbaros y que el mejor expediente, a su parecer, era hacer una vigorosa salida para sorprender aquel destacamento antes que se reforzase con el remanente de su ejército.
Aprobada la proposición del gobernador se resolvió ejecutar el proyecto al alba del día siguiente, que fue el 17 de octubre, y arreglado el orden del ataque se estableció en que había de hacerse con cuatro columnas, cada una por su lado, compuestas de doce compañías de granaderos, y de seis piquetes, el todo mandado respectivamente por los coroneles conde de Mahoni, don José Masones, don Juan Pingarrón y don Basilio de Gante, bajo la conducta del brigadier don José Aramburu. El cuerpo que debía formar y ejecutar esta expedición constaba de cinco mil hombres, sin contar quinientos presidiarios, a los cuales el gobernador concedió un perdón general para animarlos a la empresa. Dispuesto así, salieron los referidos destacamentos al amanecer y llegaron con tal celeridad al campo enemigo que los infieles se vieron a un tiempo atacados y batidos, y en tanta confusión que no supieron lo que se hacían. Sin embargo, volviendo sobre sí y cobrando ánimo en aquel extremo, intentaron defender sus trincheras con la mayor desesperación, perdiendo la vida todos los que no quisieron abandonarlas; porque conforme crecía la resistencia en los moros se esforzaban los cristianos a conseguir una señalada victoria.
Animados, pues, éstos de tan noble ardor, juzgaron los jefes no se debía contener en los límites del terreno señalado; y mandando siguiesen la derrota llegaron hasta el Serrallo, paraje distante una legua de Ceuta. El general Alí-Den, que allí se hallaba acampado, salió en camisa de su cama para entregarse a la fuga, y uniéndose con la confusión en que estaba ya su infantería, ésta quedó enteramente deshecha, tomando la una parte el camino de Tetuán y la otra el de Tánger. Esta gente, toda bisoña y levantada de prisa, sólo pensó, viéndose acometida con tanto valor, en huir, y los menos ágiles, apoderados del terror, se dejaban sacrificar sin defenderse y aun sin moverse. A la verdad, la caballería hizo mayor defensa pero la pagó con horrenda mortandad que ejecutó en ella el incesante fuego de la fusilería de los cristianos; y por último siguió a los demás fugitivos abandonando el campo de batalla. La artillería, que los infieles dejaron, consistía únicamente en dos piezas de bronce de grueso calibre y de un mortero. Careciéndose de lo necesario para conducirlos a Ceuta se clavaron echándolos en un barranco; su campo fue saqueado, sus trincheras quemadas y se restituyeron los españoles a la plaza llevándose cuatro banderas y entre ellas la del bajá. Condujéronse igualmente gran número de esclavos, ricos vestidos, muchas armas, caballos, hermosos arneses y dinero. Según el cálculo que después se hizo quedaron más de tres mil moros muertos en esta acción, y de los cristianos sólo cuatro oficiales subalternos y catorce soldados, pero fue mayor el número de los heridos que llegó hasta ciento cincuenta.
Algunos navíos armados protegieron oportunamente el ataque; pues por la parte de la marina, el fuego que hicieron contribuyó mucho a la confusión de los bárbaros. Un coronel dinamarqués, llamado el conde de Wedel, cuya curiosidad llevó a Ceuta, manifestó en aquel día con admiración de todos su espíritu, valor y conducta, y entre los aventureros el conde de Aranda, a quien el Rey Católico remuneró su valor confiriéndole el regimiento de Mallorca. Reparase en una carta de un mercader inglés establecido en Tetuán (la que se halló en los papeles del bajá Alí Den que se tomaron), que éste pedía se pagasen las municiones de guerra suministradas a los moros por sus correspondientes de Inglaterra. ¿Quién puede mirar sin horror una conducta tan reprensible? ¿Cómo, sin atender a que estos son enemigos comunes de los cristianos, ni a la alianza, que por el Tratado de Sevilla concedía tan grandes ventajas a los súbditos de la Gran Bretaña, prestasen éstos fuerzas contra un monarca que acababa de hacerles tantas mercedes? ¿Cuál es el gobierno en el mundo que no reprimiría semejante abuso? Fatalidad, que no sucede sino en los países democráticos, cuyos vasallos, en desprecio de la autoridad soberana, no buscan más que su interés personal.
Casi al mismo tiempo que las tropas del rey de Marruecos habían intentado la sorpresa de Ceuta, las de la regencia de Argel emprendieron la de Orán, pero con éxito igualmente infeliz. El día 11 del propio mes de octubre una partida de argelinos pretendió apoderarse por asalto del castillo de Santa Cruz, adonde había sólo cien hombres de guarnición; un sargento, con algunos soldados en un puesto avanzado, quedaron sacrificados a sus manos; pero advirtiendo en Orán el suceso acudió con oportunidad un cuerpo de quinientos voluntarios el cual, echándose sobre los infieles, favorecidos del fuego de la artillería de los circunvecinos castillos, logró derrotarlos con pérdida considerable de su parte. Para precaverse en delante de semejante sorpresa, mandó el marqués de Santa Cruz, su gobernador, se construyese un trincherón entre este castillo y el de San Gregorio para conservar la comunicación y que las tropas hiciesen frecuentes salidas sobre los enemigos, con lo que no escarmentados éstos se consiguió destruir gran número de ellos.
Pocos días antes de esta acción acaeció otra con motivo de atacar los moros el referido castillo. El caso fue introducir un socorro dentro, bajo el comando del caballero Wogan, que lo logró con valor, pero al retirarse fue herido y le sucedió en el mando el teniente coronel marqués de Turbilli, que no se portó menos, pues aunque se vio acometido de los enemigos con un furor bárbaro y que por una orden mal entendida se puso la tropa en confusión, retirándose parte de ella bajo la artillería del castillo y la otra al fortín llamado Alberton, sin embargo el capitán Wiltz, del regimiento de dragones de Belgia, conteniendo a los moros con sólo treinta hombres, aunque la mayor parte quedó sacrificada pudo hacer su retirada en buena orden, finalizando gloriosa la desgracia.
No obstante al resistencia que en todas ocasiones encontraban, parece que su empeño para restaurar esta plaza crecía con la dificultad, y en el gobernador marqués de Santa Cruz motivos para solicitar de Su Majestad nuevos socorros, que se aprontaron con celeridad en Barcelona y otros puertos. Presentáronse el día 3 de noviembre delante de Orán nueve navíos argelinos, uno de setenta cañones, cuatro de cuarenta hasta cincuenta, y los restantes de treinta hasta treinta y seis. Favorecidos del viento, después de haber bordeado algunos días entraron todos en el puerto de Orán, no obstante el continuo fuego de las fortalezas; pero con el aviso de que un convoy preparado en Barcelona estaba poco distante resolvieron hacerse al mar. Con efecto, bien instruidos los moros o por los ingleses o por sus piratas, el expresado convoy salió el día 10 de noviembre de las costas de España, y consistía en seis navíos de guerra a cargo del conde de Bene, con diferentes embarcaciones de transporte, al que se unieron dos naves maltesas. La tropa que llevaban era cuatro batallones y ochocientos granaderos, el regimiento de infantería de Aragón y nueve compañías del de Ultonia. Con viento favorable en dos días llegaron con facilidad a Orán, con cuyo arribo quedó reforzada la guarnición de otra tanta gente como la que tenía.
Entretanto que llegaba este tan deseado socorro, los moros estrechaban fuertemente los castillos de Santa Cruz y de San Felipe, a los cuales dieron varios asaltos pero siempre fueron rechazados, y nunca escarmentados, conociendo que al fin sería preciso rendirlos. El gobernador, que comprendía muy bien el peligro y la bien fundada esperanza de los bárbaros que con un ejército formidable tenían casi cercada la plaza por todos lados, resolvió en fuerza de la urgencia y de las órdenes que no concedían espera hacer una salida para castigar su orgullo, a cuyo fin tuvo un gran Consejo de guerra en el cual propuso ejecutarla inmediatamente, señalándose el día 21 de noviembre.
Después de bien presidiados los castillos y ordenando todo lo necesario para cualquier acontecimiento, dispuso el marqués de Santa Cruz fuese la salida de ocho mil hombres y que se formase la tropa entre el castillo de San Felipe y el de San Andrés. Antes de ejecutar el ataque se mandó al brigadier marqués de Valdecañas que con un destacamento acometiese a los enemigos por la derecha, y al marqués de Tay con otro por la izquierda con el fin de divertir sus fuerzas. Lo restante de la tropa formó un cuadro compuesto de seis batallones, dejando otro en medio con cuatro cañones de campaña para acudir donde la necesidad lo pidiera. En esta disposición se marchó al enemigo, el cual empezó a hacer fuego por su derecha; pero viéndose también acometido por su izquierda desamparó sus trincheras, retirándose hasta tiro de fusil en cuyo sitio mantuvo algún tiempo el empeño. Los españoles combatieron allí con indecible valor, y también con suerte indecisa, por muchas horas; pero al fin, batidos los mahometanos, abandonaron su puesto poniéndose en fuga. Los cristianos fueron marchando en su alcance tres cuartos de legua, formados en cuadro, haciendo horrorosa carnicería en ellos, y allí se apoderaron de cuatro piezas de cañón.
Habiéndose retirado los moros a una pequeña elevación, teniendo por delante un barranco, destacaron de este sitio su caballería para contener y cargar a los españoles, mientras su infantería rehecha se disponía a lo mismo, y ambas acometiendo a un tiempo con ímpetu a los cristianos que se hallaban desordenados con motivo de la precipitada huida del enemigo, se introdujo confusión en ellos volviendo la espalda sin formación alguna; de cuyo movimiento irregular se prevalieron los infieles arrojándose con furor sobre los españoles los cuales hubieran sin duda perecido todos a no haber acudido el gobernador marqués de Santa Cruz con lo restante de la guarnición (que se mantenía en armas) para desembarazarlos del peligro, como en efecto lo logró. Pero fue con el doloroso precio de perder su vida en lo fuerte de la acción, por el honor de las armas católicas y satisfacer la ambición de sus émulos; asimismo pereció en ella el coronel don José Pinel, perdiendo la libertad el marqués de Valdecañas con otros muchos oficiales de distinción.
Al tiempo de esta batalla aún no estaba desembarcada toda la gente que de España iba de refuerzo por la contrariedad de los vientos que habían sobrevenido, y haciéndolo en la misma mañana don Guillermo de Lascy, con cuatrocientos hombres del regimiento de Ultonia y el primer batallón del de Aragón, con su coronel don Manuel de Sada, teniendo noticia de lo que pasaba en el campo determinaron pasar al socorro; y desde la orilla del mar, dejando los soldados sus mochilas, se encaminaron al campo de batalla.
Después de legua y media de marcha y apenas formados, se encontraron con mil y quinientos caballos de los moros los cuales, queriendo cortar la retirada al ejército cristiano, los cargaron antes que pudiesen juntarse con los suyos, cuya idea, si la hubiesen podido conseguir los infieles se tenía por sin remedio la perdición de Orán. Pero estas tropas nuevamente desembarcadas, inflamadas de un celo verdaderamente heroico, hicieron tres descargas tan a propósito y tan consecutivas que lograron derrotar al frente de aquel escuadrón y después, unidos con otros cuerpos, pudieron no sólo detener el ímpetu de los demás bárbaros sino que los ahuyentaron. Rehechos los españoles en este paraje y a poca distancia de donde sucedió el desorden, se volvieron a formar e hicieron una retirada ordenada para ocupar las trincheras que los moros habían construido y abandonado contra el castillo de San Felipe.
No podemos dar una relación muy circunstanciada de esta batalla, porque nadie ignora el modo de pelear del moro, siempre en continuo movimiento; nunca combate a pie firme ni con orden; sábese que carga con extraordinaria aceleración a su enemigo, que huye de la propia manera y se rehace sin trabajo, con que no se puede juzgar de la ventaja que se tiene sobre ellos sino por su inacción.
Dos días después del ataque se presentaron otra vez intrépidos delante de Orán, nada al parecer amedrentados de la pérdida que habían padecido en la precedente acción, pero una segunda salida los deshizo enteramente. Intentaron los infieles este nuevo ataque persuadidos a que la muerte del gobernador hubiese disminuido el ánimo de la guarnición de manera que no se atreviese a oponerse a su esfuerzo; mas quedaron aturdidos al verse atacados con tanto valor y no menos furia que antes por el destacamento que salió de la plaza, bajo el mando del coronel conde de Berheaven, el que los puso en la más consternada fuga, y persiguiéndolos hizo una horrenda matanza. A esto se siguió el entrar en su campo, destruyendo sus trabajos, quemando sus barracas y clavando su artillería que se echó en un barranco delante del castillo de Santa Cruz.
Lograda así la destrucción de esta canalla, la tropa española se retiró triunfante a la plaza.
Es cierto que el Rey Católico consiguió en estas dos salidas infinita gloria, pero fue con la sensible pérdida de muchos valerosos oficiales y en particular de su general, sin contar ochocientos hombres muertos en el campo de batalla y mayor número de heridos y prisioneros. Perdieron los bárbaros sin comparación mucha más gente, pues se asegura que el número de sus muertos pasase de diez mil, perdiendo a más de esto su artillería y gran parte de sus municiones. Túvose por cierta la voz que se esparció de que el bey Mustafá con dos parientes suyos habían quedado heridos mortalmente; pero la verdad es que desde aquel día abandonaron los moros el sitio de Orán, retirándose detrás de sus montañas, de forma que los españoles pudieron atender con seguridad a reparar las brechas hechas por los infieles en el fuerte de Santa Cruz. Apenas supieron las tropas del rey de Marruecos la victoria que habían conseguido los españoles en Orán cuando abandonaron también sus tentativas sobre Ceuta, retirándose de las cercanías de ella.
En atención a tantas ventajas como las tropas católicas obtuvieron en África, ordenó el Rey se ejecutase en todas las iglesias de España acciones de gracia, y para significar lo mucho que estimaba al marqués de Santa Cruz, quiso piadosamente remunerar su mérito con beneficios a su Casa. Corrieron voces de que el expresado marqués había quedado esclavo, y su Majestad mandó inmediatamente se rescatase a costa de su Real Erario; pero habiéndose sabido que su muerte era cierta, la marquesa su mujer, que estaba preñada, salió luego de Orán para Sevilla en donde logró de la clemencia real una pensión de tres mil escudos, una encomienda para su primogénito, una compañía de caballos para el segundo y otra de infantería para el tercero, con seguridades de que se les tendría presentes en adelante según fuesen creciendo en edad.
Nombróse al teniente general marqués de Villadarias para sustituir al difunto en el gobierno de la plaza de Orán (cuyo empleo había ejercido hasta entonces don Bartolomé Ladrón como mariscal de campo más antiguo), adonde se enviaron nuevos refuerzos para la conservación de esta conquista.

* * *

Año 1733
Conforme iba creciendo la discordia entre las cortes de Viena y Versalles, crecía la buena unión entre ésta y la de España, la cual aún se mantenía en Sevilla con las agradables noticias que cada día recibía de la felicidad de sus armas en África.
Había detenido el invierno a los infieles para no causar mayor molestia a los españoles, aunque varias veces inquietados en sus puestos avanzados; y según las derrotas del precedente año, parecían haberse aquietado sobre la pérdida de su dominio. Mas no fue así; reforzada aquella canalla con algún refuerzo del Gran Señor [sultán de Turquía], volvió en la primavera a dejarse ver delante de los muros de Orán, con ánimo de hacer los últimos esfuerzos para apoderarse de esta plaza.
Prevenidos de municiones y artillería, se presentaron el 19 de abril hasta diez mil infantes y dos mil caballos para embestir los fuertes de San Felipe y de San Fernando, que acababa de hacer construir el marqués de Villadarias, su gobernador. Descubierto el intento de los infieles por dos compañías de granaderos que se hallaban apostadas sobre el barranco situado junto a la montaña de la Maceta, para cubrir los trabajadores, hicieron su descarga y después se retiraron por la muchedumbre que cargó sobre ellos. Avisada la guarnición de su peligro, mandó el marqués de Villadarias saliesen dieciocho compañías de granaderos y dirigiesen su marcha hacia los referidos castillos de San Felipe y de San Fernando, en donde encontraron los infieles que ya se habían apoderado de los puestos avanzados de estas fortalezas y plantadas sus banderas en ellos. Allí se trabó una escaramuza bastantemente viva, en que los moros fueron echados y precisados a repasar el barranco.
La celeridad con que abandonaron éstos sus puestos y el desorden en que parecían estar, infundió ánimo en los cristianos para perseguirlos; pero admirados los bárbaros de la desigualdad de fuerzas, dispusieron hacer un movimiento estudiado, haciendo desfilar su gente por derecha e izquierda desde el centro, a fin de girar a su enemigo, al cual atacó por los flancos y por el frente con tal ímpetu, que no pudiendo los cristianos sostener su esfuerzo, se retiraron a guarecerse en los castillos.
Hallábase el gobernador en el puesto avanzado del de San Fernando con siete compañías de granaderos, para observar lo que pasaba y acudir a donde la urgencia lo pidiese. Habiendo conocido el intento de los moros, ordenó que las siete compañías se reuniesen con las diez que se retiraban y juntas atacasen a los bárbaros, a fin de desconcertar sus medidas, mientras disponía otras favorables a su idea. Con efecto, detenido el ardor de los infieles con este improviso ataque y forzando romper aquel cuerpo, se fortificó en este paraje con el remanente de su tropa esparcida para combatir de nuevo a los españoles.
Conocía muy bien el marqués de Villadarias que sus fuerzas no le permitían el pelear en campo raso; se sirvió, pues, de la astucia de que había experimentado ya su beneficio, y fue ésta mandar a las diecisiete compañías retrocediesen con buena orden hasta meterse debajo del cañón de los fuertes de San Felipe y de San Fernando, lo que ejecutaron con felicidad, no obstante el continuo fuego de los enemigos.
Viendo los moros que los españoles por su retirada no podían competir con su número dieron en el lazo, pues avanzando con intrepidez llegaron a plantar sus banderas en las obras exteriores de los referidos castillos, sin que la tropa cristiana hiciese ademán de oponerse a sus tentativas por haber recibido orden de no disparar. Dispuesto todo para asaltar uno de los fuertes, que aún no estaba en estado de defensa, se pusieron los infieles en movimiento con su acostumbrada algazara para ejecutar su proyecto, pero bien provista la artillería de ambos castillos y cargada de metralla, fueron recibidos de un modo no esperado, a que correspondió la fusilería, que hizo en ellos increíble destrozo. Escarmentados los bárbaros, abandonaron el empeño dejando más de mil y quinientos muertos y mayor número de heridos. Pareciéndole al comandante general lograr más completa victoria si en la confusión de su retirada los atacase, dio orden para que un cuerpo de caballería que estaba apostado cerca del castillo de San Andrés los acometiese con ánimo de empeñar nueva acción. Pero los moros, cuyo brío había cedido al de los españoles, no pensaron más que en retirarse a su campo, con lo que viendo el marqués de Villadarias frustrada su idea, se volvió a la plaza sin haber excedido la pérdida de los cristianos de doscientos entre muertos y heridos.
Había mandado el rey católico, a instancias del referido marqués, fuese una escuadra de seis navíos de línea, bajo el mando del teniente general don Blas de Lezo, para que corseasen los de Berbería hasta Malta, donde reforzó su escuadra con dos naves de la religión de San Juan. Allí se tuvo noticia cierta de que en breve debía llegar a Argel la flota de los infieles, compuesta de siete navíos de esta Regencia y dos sultanas que el gran señor la había concedido, con un socorro de seis mil turcos. Unidas las escuadras de España y Malta ambos jefes resolvieron hacerse a la vela hacia Levante en busca de los bárbaros, pues ya habían salido de los Dardanelos. Pero su solicitud fue infructuosa, habiendo sabido que cuatro de los navíos argelinos naufragaron cerca de Mosionisi en una furiosa tempestad que los sorprendió el día 30 de marzo debajo del cañón de la fortaleza de Methelino, y que una sultana del porte de setenta y cinco cañones había perecido igualmente al salir del puerto de Foglieri; con que de esta escuadra en que fundaban los argelinos grandes esperanzas no quedaron sino cuatro naves, y éstas tan destruidas por la borrasca que era preciso se volviesen a construir casi de nuevo para hacerse a la mar. No obstante, las escuadras española y maltesa prosiguieron su curso los dos meses de abril y mayo.
Viendo los argelinos que en lugar de aminorar aumentaban los armamentos de los españoles, sospecharon que aquellas fuerzas y otros preparativos que a la sazón se hacían en los puertos de España se destinasen contra su república, lo que les obligó a renovar sus instancias al Gran Señor que les concedió otro socorro de tropas y de municiones. El capitán Pachá Giasum Goggia tuvo orden con doce sultanas y la que escapó del naufragio, juntamente con siete galeras turcas, de convoyar este refuerzo, que llegó a Argel por el mes de julio; después de lo cual se restituyó a Constantinopla. Aunque el bailío veneciano tuviese seguridades de parte del gran visir de que la Puerta [Turquía] no hacía aquella expedición con idea de molestar en manera alguna a los vasallos de la República [Venecia], sin embargo, las islas sujetas a los venecianos, especialmente la de Zanta, concibieron gran temor al ver pasar semejante armamento; pero aún fue mayor la sospecha del gran maestre de malta, quien desde luego se persuadió se dirigía este armamento de los turcos contra su isla, cuyo recelo le obligó a despachar embajadas a diversos príncipes pidiéndoles socorro; mas éste fue inútil por haber vuelto el capitán Pachá a Constantinopla sin hacer la menor tentativa en su tránsito.
Mientras navegaba el almirante turco hacia Argel, sucedió otro choque entre los españoles y los moros en Orán. No habían cesado éstos, desde el 19 de abril, de hacer frecuentes correrías en el territorio de la plaza, apresando al ganado que pastaba en los contornos de las fortalezas y echándose sobre las partidas avanzadas en que siempre quedaban algunos sacrificados a su furor. El día 10 de junio se juntaron en mayor número que de costumbre con el designio de hacer los últimos esfuerzos para apoderarse de la plaza de Orán, a cuyas inmediaciones se acercaron. Reconociendo, vigilante, la intención de los bárbaros, el comandante general destacó diez compañías de granaderos, con buen número de voluntarios, para que fuesen a oponerse a su empresa y aun el atacarlos si la ocasión se ofrecía propicia. Mandó igualmente que otro destacamento de granaderos y dragones ejecutase lo mismo por el otro lado. Lo demás de la infantería española tomó al propio tiempo las armas, pero sin llevar banderas, y se formó en dos líneas, cuya derecha apoyaba al fuerte de San Fernando.
Tomadas todas las medidas que parecieron conducentes a los designios del marqués de Villadarias y presentándose favorable el ataque, se dio la señal para acometer, que fue el disparo de un cañonazo del castillo de San Felipe. Los granaderos y los voluntarios que se hallaban los más cercanos a los bárbaros dieron principio a la acción con una descarga cerrada y no infructuosa, pues retrocedieron los moros hasta una pequeña elevación que tenían a espaldas. En este paraje fueron atacados de nuevo por toda la tropa española, cogiéndolos de frente y costados, a cuyo esfuerzo cedieron otra vez, huyendo hasta la montaña de la Meceta. Los cristianos, siempre en su alcance, se apoderaron de diversas alturas, desde donde hacían fuego continuo, lo que obligó a los infieles a estrecharse, y allí reunidos, con indecible presteza hicieron cara a los españoles,, echándose con un furor bárbaro sobre ellos. Esta inopinada resistencia, aunque les costó muchas vidas, motivó a que los granaderos y dragones abandonasen varias colinas de que se habían apoderado, para retirarse hacia el fuerte de San Fernando después de haber mantenido con tesón y disputado el terreno por tiempo considerable.
Bien ordenados los infieles contra su regular costumbre y cerradas sus filas, marcharon en derechura al referido fuerte lisonjeándose de que se apoderarían de él tanto más fácilmente cuanto discurrían haber causado destrozo grande en los cristianos. La cautela del comandante general en no dejar a la tropa llevar sus banderas no pudo ser sino para alucinar a los moros, los cuales no juzgan de la fuerza de sus enemigos más que por el número de ellos. En esta persuasión se avanzaron intrépidos delante del mencionado castillo, cuya artillería, cargada de metralla, y la fusilería de una parte de la tropa, que se había retirado a él, causó tanto estrago en ellos cuanto su proximidad y sus filas cerradas dieron lugar a que ningún tiro disparase en vano. Escarmentada la inutilidad de sus esfuerzos, volvieron la espalda con una aceleración difícil de expresar, y la confusión aumentó el horror de la carnicería, excusando a los españoles de ir a su alcance. Su pérdida en esta empresa, según se supo después, llegó a más de tres mil hombres, y la de los cristianos cerca de mil entre muertos y heridos, no obstante el haber sabido los infieles manejar en aquella ocasión con bastante destreza su artillería y fusilería.
De esta acción de los españoles con los moros pudo decirse fue la última que causó alguna inquietud a la plaza de Orán, pues aunque volvieron varias veces delante de ella, sus hazañas se redujeron a piraterías y a robos, así de hombres como de ganados, dejando en lo demás construir pacíficamente los castillos y otros pequeños fuertes. Cansados del tiránico gobierno de su país su pusieron bajo la protección del Rey Católico y pasaron a avecindarse en esa ciudad con sus familias y ganados. Se consintió en que tuviesen el libre ejercicio de su religión, y se ha reconocido en muchas ocasiones que Su Majestad [Felipe V el animoso] no tenía mejores súbditos. Por tanto, se han formado algunas compañías bajo de la denominación de moros de paz, con sus oficiales, que sirven útilmente y con la mayor fidelidad de exploradores a los españoles, manteniendo a la ciudad de Orán abundantemente provista de carnes que van a buscar tierra adentro.


Artículos complementarios

    Blas de Lezo

    Antonio de Oquendo


Entradas populares de este blog

Las tres vías místicas. San Juan de la Cruz

Siglo de Oro: La mística de san Juan de la Cruz Juan de Yepes y Álvarez, religioso y poeta español, nacido en Fontiveros, provincia de Ávila, el año 1542, estudió con los jesuitas, trabajó como camillero en el hospital de Medina del Campo, e ingresó a los diecinueve años como novicio en el colegio de los carmelitas con el nombre de fray Juan de Santo Matía. Prosiguió sus estudios en Salamanca y en 1567 fue ordenado sacerdote. Regresó entonces a Medina del Campo, donde conoció a santa Teresa de Jesús, quien acababa de fundar el primer convento reformado de la orden carmelita y que tanto le había de influir en el futuro. San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús Imagen de stj500.com Juan de la Cruz se hallaba animado de los mismos deseos reformadores de la santa, y había conseguido el permiso de sus superiores para mantenerse en la vieja y austera devoción de su orden.; desde ese momento tomó el nombre de fray Juan de la Cruz y comenzó la reforma del Carmelo masculin

Antropología de la esperanza. Pedro Laín Entralgo

Médico, antropólogo, filósofo y ensayista, Pedro Laín Entralgo, nacido en la turolense localidad de Urrea de Gaén el año 1908, estudió medicina y química y fue profesor de Historia de la Medicina en la Universidad Complutense hasta 1978, año en que se jubiló de la docencia presencial, fundador de las revistas  Cuadernos Hispanoamericanos ,  Archivos Iberoamericanos de Historia de la Medicina  y  Asclepio  y miembro y presidente de la Real Academia Española, de la de Medicina y de la de Historia. Ha publicado numerosos trabajos de investigación en el campo médico, por ejemplo  Medicina e Historia , de 1941;  Estudios de historia de la medicina y antropología médica , de 1943;  Mysterium doloris: Hacia una teología cristiana de la enfermedad , de 1955;  La relación médico-enfermo: historia y teoría , de 1964,  El médico y el enfermo , de 1969;  Ciencia y vida , de 1970;  La medicina actual , de 1973; y  Ciencia, técnica y medicina , de 1986. Ha estudiado y trabajado cuestiones propias de