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Memoria recobrada (1931-1939) XII


Recordemos aquello que fue y por qué sucedió. Esta entrega es la primera de un resumen comentado del testimonio documental de Félix Schlayer, titulado originalmente Diplomat im roten Madrid (Diplomático en el Madrid Rojo), publicada en español con el título Matanzas en el Madrid republicano, cónsul y encargado de Negocios de Noruega en la capital de España al inicio de la guerra civil y hasta mediados de 1937.

Introducción

En la España sojuzgada por el Frente Popular —que imponía a sangre y fuego la revolución bolchevique, la asignada a los proletarios del mundo, cantados parias de la Tierra, bajo supervisión de una aureolada nomenclatura, pero en realidad dirigida contra lo que no respondiera al estricto, obediente, servil e inamovible dibujo humano y social establecido por la autoridad soviética, la omnímoda cabeza rectora y el impío devastador puño de hierro—, gobernada por los representantes de las formaciones políticas y sindicales, la consigna era señalar, perseguir, acometer y eliminar al declarado enemigo, ya fuera interno o externo, cuanto antes y por medios de eficacia probada.
“Hacia el final de la entrevista le pregunté a La Pasionaria cómo se imaginaba que las dos mitades de España, separadas entre sí por un odio tan abismal, pudieran vivir otra vez como un solo pueblo y soportarse mutuamente. Entonces estalló todo su apasionamiento y me dijo: ¡Es simplemente imposible! ¡No cabe más solución que la de que una mitad de España extermine a la otra!”
Los disturbios, las algaradas, y la implantación de medidas coactivas, nacidas el año 1931, aun siendo tan criminales como las posteriores, adquirieron carácter sistemático y proporciones de catástrofe humanitaria a partir del verano de 1936, con especial incidencia en Madrid, la capital de España, Barcelona, la segunda ciudad y principal urbe del Mediterráneo, sin olvidar a Valencia, luego sede del Gobierno de la república del Frente Popular, aquella Sevilla que se denominó la roja del 31 al 36 y a su compás Málaga, y la Asturias que mostró el camino revolucionario en 1934, año en que debiera fijarse el inicio de la guerra civil.
* * *

Félix Schlayer Gratwhol, nacido el 20 de noviembre de 1873, encargado de negocios y cónsul de Noruega en Madrid durante el primer año de la contienda, es un héroe olvidado; o peor, proscrito por la influyente historiografía izquierdista, tendenciosamente empeñado en mitigar si no excusar, ocultar o empañar con edulcorados filtros las responsabilidades del Frente Popular auspiciado y dotado por la Unión Soviética a través de sus agentes introducidos en las esferas de mando.
    Félix Schlayer dejó escrita la memoria de aquella época en su libro Diplomat im roten Madrid (Diplomático en el Madrid Rojo), titulado en la traducción española de 2005, publicada por Ediciones Áltera, Matanzas en el Madrid republicano. Relato estremecedor de lo que fue la vida bajo el terror organizado, consentido y amparado, donde se prodigaron con insania y barbarie las persecuciones, los asesinatos masivos y las torturas de las checas en el Madrid republicano del Frente Popular entre julio de 1936 y julio de 1937.
    Gracias a su acción humanitaria, firme y valiente, novecientas personas sobrevivieron a la persecución y asedio cobijados en la legación noruega de la capital de España; más un número indeterminado de personas que pudieron beneficiarse de sus gestiones individuales o conjuntas con el cuerpo diplomático acreditado en Madrid que destinó energía y voluntad a salvar a los inocentes acosados.
    Falleció el 25 de noviembre de 1950 en Torrelodones, donde está enterrado, tras volver a su querida España finalizada la guerra civil. En 1946 se le había distinguido con el ingreso en la Orden Civil de Beneficencia.
José Manuel de Ezpeleta, miembro de la Hermandad de Nuestra Señora de los Mártires de Paracuellos de Jarama, prologa la edición en español del mencionado documento Matanzas en el Madrid republicano (Ediciones Áltera, 2005) para recordarnos que el ejercicio del derecho de asilo protagonizado por el cuerpo diplomático para acoger a nacionales y, sobre todo, españoles en peligro de muerte, es antecedente de una consecuencia terrorífica.
    El testimonio clamoroso de la obra de Schlayer, por lo que se le cita reiteradamente desde hace décadas es el descubrimiento y revelación de las matanzas en las calles de Madrid, sus alrededores cada vez más distantes del centro urbano de la capital, y en Torrejón de Ardoz, Aravaca, el túnel de Usera, Cobeña, Arganda y Paracuellos de Jarama.
    El registro fidedigno y diario de los sucesos que narra Schlayer abarca el periodo de agosto de 1936 a julio de 1937, fecha en la que acompañado de su esposa tuvo que abandonar España.
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Escribe Félix Schlayer:

Concluida la Guerra Mundial [la primera guerra mundial], los negocios fáciles [de los países neutrales como España con los beligerantes] pronto se disiparon con la misma celeridad con que habían aparecido; pero se mantuvo vivo su aliciente. En este clima de posguerra, Lenin profetizó que España sería el siguiente país europeo en llevar a cabo una nueva revolución bolchevique [que posteriormente fracasaría en Alemania] Así fue como, con propaganda y dinero soviéticos, nació el Partido Comunista, el cual dio muestras desde el principio de su eficacia organizativa. Antes de la Guerra Civil [española] este partido no dejaba de ser una facción reducida, de poco arraigo y escasa afiliación entre unos españoles más dados a la anarquía que al comunismo [harto visible en Aragón, Cataluña y el litoral mediterráneo, donde superaban a las organizaciones socialistas]; pero con el estallido de la lucha, las células comunistas pronto iban a cobrar un protagonismo extraordinario que marcará la pauta.
    El ansia de novedad, la falta de experiencia política y la pereza intelectual condujeron al ensayo republicano [de 1931] en el instante en que se desencadenaba un cierto caos en España [también propiciado por los monárquicos, que cedieron al empuje republicano pese a ser minoritario y ampliamente derrotado en las urnas]. La burguesía española acogió el cambio con esperanzas y hasta con cierto entusiasmo [vistos los cabecillas de la proclamación republicana]. Tomaban el poder los políticos de siempre, aderezados con ciertas dotes intelectuales y proclives a las teorizaciones: Niceto Alcalá Zamora, Miguel Maura, Manuel Azaña y Santiago Casares Quiroga entre otros, carentes todos ellos de un programa político realista, titubeantes y fracasados a la vista de una clase media decepcionada y empobrecida, acabaron claudicando ante el empuje socialista. De este modo degeneró en tragedia el intento de instaurar una democracia burguesa.

El gobierno del Frente Popular
Alcanzado el poder político por el Frente Popular en las elecciones de 1936 (proceso electoral que no se contempla en este artículo), el programa de actuación fue inmediato e inequívoco.
“El primer acto del gobierno del Frente Popular fue el derrocamiento de Alcalá Zamora, el primer causante de tan inesperado triunfo, y en su lugar sentado Azaña, más cómodo a los socialistas.”
“La mayoría del pueblo español de orientación derechista se vio en seguida abocada a un dilema: o se dejaba aniquilar por las turbas incontroladas o se lanzaba a la lucha.”
“El Frente Popular estaba integrado por los partidos radicales burgueses de Diego Martínez Barrio, Unión Republicana, y Manuel Azaña, Izquierda Republicana; el Partido Socialista Obrero Español, el Partido Comunista de España, el Partido Sindicalista y la Federación Anarquista Ibérica; y las organizaciones sindicales socialista, UGT, y anarquista, CNT.”
El objetivo de la cúpula soviética era adjudicarse el control absoluto sobre todas las organizaciones políticas, o en su defecto eliminar a las molestas; política de aniquilación así mismo aplicada a las personas desafectas con la imposición comunista.
    Los comunistas penetraron en el socialismo por la vía más asequible, apoderándose de las juventudes socialistas y desde ellas minar a sus mayores para que resignaran la jefatura al nuevo orden comunista.

Crueldades
El origen y la difusión de los comportamientos que conducen al exterminio del contrario, negándole la defensa y su condición de persona, son varios, inscritos en unas circunstancias determinadas, y potenciados para la consecución de un fin.
“Aisladamente considerado, el español, salvo contadas excepciones, y si se le sabe llevar, es una persona noble y digna, incluso de bondadoso corazón. Los españoles [menos cultivados] tienden a guiarse no tanto por la razón adiestrada como por lo pasional [dados a seguir la inspiración o la corazonada más que la regla]. Según el caso son compasivos y crueles, les pierde el sentido de la vergüenza o el parecer ridículos. Por temor a que se rían de uno, y como autodefensa, el español llegado el caso extremo se manifiesta con un egotismo exagerado al límite aparentando superioridad y desprecio por la frontera entre el bien y el mal. [Inoculado ese veneno] son capaces de cualquier atrocidad. Así es como al principio se cometieron graves delitos contra el prójimo, también en la zona nacional. Pero en ésta se reprimían tales brotes de bestial salvajismo y, una vez pasado el desorden inicial, no sólo se restableció la disciplina legal sino que se ajustaron las cuentas a los transgresores, aunque fueran miembros de las organizaciones ‘blancas’. Yo mismo asistí en Salamanca a un juicio, en un Tribunal de Guerra, en el que condenaron a muerte a ocho falangistas de un pueblo por crímenes que habían cometido en las primeras semanas contra otros habitantes del lugar. En cambio, en la zona dominada por los ‘rojos’, estos crímenes, producto de la ferocidad de las masas, iban en aumento semana tras semana, hasta convertirse en una espantosa orgía de pillaje y de muerte, no sólo en Madrid, sino en todas las ciudades y pueblos de dicha zona. Aquí se trataba del asesinato organizado; ya no era sólo el odio del pueblo, sino algo que respondía a una metodología rusa: era el producto de una ‘animalización’. De lo que se trataba era de adueñarse de lo que fuera a cambio de nada; y si era menester matar, se mataba.”
    Lo que desde siempre ha dominado políticamente en la amplia masa del pueblo español ha sido el sentimiento y nunca la razón. Pero en conflictos anteriores su fanatismo se apoyaba en bases idealistas. El indomable apasionamiento del pueblo español, que a Napoleón le tocó experimentar, se nutría de odio al extranjero y de orgullo nacional; en las guerras carlistas, el fanatismo religioso tronaba contra el liberalismo. Esta vez, sin embargo, debido a la influencia de la progresiva materialización de las masas populares, como consecuencia de las teorías socialista y comunista, los motivos de fondo son principalmente de orden económico y la meta con la que se especula es disfrutar de la vida con el mínimo esfuerzo.”

El estallido de la guerra impone el caos y la ley del más violento
A partir del 18 de julio de 1936 los desplazamientos desde Madrid capital a los alrededores u otros puntos a mayor distancia, así como los trayectos a la inversa, sufrieron restricciones, vigilancias e impedimentos; además de ofrecer a la vista el resultado de las acciones criminales protagonizadas por grupos autónomos, también organizados y de marcada identidad política, social o sindical.
    El celo revolucionario, y el afán de control, dominio e imposición sobre los semejantes, afectos o no a la misma causa genérica, la república frentepopulista, provocaba constantes revisiones de papeles, vehículos y personas en las calles y carreteras. El exceso de la horda a duras penas consentía en permitir la circulación a un coche y sus ocupantes amparados por la condición diplomática.
    Y una vez el automóvil en Madrid, si venía de fuera, los guardianes del nuevo orden y la nueva seguridad se cebaban con los pocos coches transitando hacia sus destinos; en el caso de Félix Schlayer, camino de la embajada de Noruega. Amenazas orales y conatos de disparo acompañaron al diplomático hasta su residencia oficial en la primera jornada con un Madrid atemorizado y reprimido, vacío de gente y eco de fuego artillero y fusilería.
“Fue en el Cuartel de la Montaña donde por vez primera comenzaron los asesinatos en los que participaban personas que hasta entonces nunca hubieran pensado en tal cosa. En aquel hecho se reveló ya la falta total de autoridad estatal. El populacho que entró tras la rendición dominaba la situación, disparaba o perdonaba la vida a su antojo.”
    El Gobierno, que se supone presidía la vida española, optó por la insensatez, quizá también atenazado por el miedo a las represalias de una masa fanatizada y sedienta de poder, dividida en varias siglas aunque coincidente en intenciones; entregó las armas que comunistas, sindicalistas y anarquistas exigían para adueñarse de las calles y, paulatinamente, de los centros y resortes de la autoridad. Una autoridad que perdió el Gobierno y conquistó la fuerza callejera.
“Además de los cuarteles se saquearon todas las armerías, y el mismo día [el 19 de julio] se abrieron las puertas de las cárceles a los presos comunes, proclamados “hermanos”, y dejado sitio para los disidentes políticos [y a cualquiera que se opusiera al imperio de la barbarie en ascenso, y las sempiternas envidia y codicia].
    Empezaron a quemar iglesias y conventos y a echar de allí a sus moradores. Empezó el terror, pero los hombres, jóvenes y adultos, que se paseaban con sus armas se consideraban a sí mismos guardianes de un determinado orden al estilo de una especie de ‘policía política’.”
“Por entonces empezó la era de la soberanía del pueblo, con lo cual éste fue descubriendo lentamente los fabulosos derechos que se había adjudicado. Sus maestros fueron todos los delincuentes comunes a los que se les había regalado la libertad.”
    La pistola, la escopeta y la cuadrilla, añadido al terror que obsequiaban a su paso o a su olor, eran el salvoconducto para los oportunistas del robo, la violencia contra las personas y la usurpación de cargos y funciones, a quienes nada importaba la ley positiva o la autoridad electa por los comicios: la democracia había fenecido, si alguna vez hubo Estado de Derecho y garantías procesales también, y en su lugar, tomado el relevo de la noche a la mañana, sin más protocolo que la voluntad de los cabecillas y aquellos más avispados y menos escrupulosos que el prójimo, advenía una suerte de comités populares que ordenaban, exigían, perseguían, capturaban y juzgaban según el ideario de los artífices.
    A sangre y fuego ocuparon plaza de mando las patrullas de “depuración y limpieza”, afanadas en los paseos y las sacas.
“En mi carretera yacían ahora todas las mañanas [desde la del 18 de julio de 1936], en posturas terroríficas y con los rostros horriblemente desfigurados, dos, cuatro, seis personas juntas o desperdigadas.”
    La violencia arbitraria campaba a sus anchas dentro y fuera de Madrid [y en otras muchas localidades de España de las que no fue testigo Schlayer, aunque noticia tuvo], sin que por entonces, y pese a las denuncias, la supuesta autoridad gubernativa obrara para impedirla y detener a los culpables. En absoluto, más bien al contrario, bajo excusas de todo tipo y la inefable burocracia.
“En todo el extrarradio de Madrid lo más natural era la búsqueda y recogida de los asesinados en la madrugada. La carretera de La Coruña, principalmente a su paso por la Casa de Campo, en breve se convirtió en escenario de asesinatos a gran escala. Allí se habían abierto zanjas en las que todas las noches los sedicentes milicianos, gente del pueblo armada o delincuentes, arrastraban a personas arbitrariamente sacadas de sus hogares: los juzgaba un ‘tribunal’ compuesto por media docena de malhechores, entre los que también había mujeres, e inmediatamente se les fusilaba. Se aprovechaban estas ocasiones para registrar a fondo los hogares y sacar de ellos, ‘para el pueblo’, cuanto encontraban de valor. Semejante robo organizado, agravado por el asesinato [cuestión de no dejar testigos de las acciones], alcanzó a las pocas semanas tal nivel de escándalo que, una noche, se juntaron unos cuantos guardias veteranos y mataron, también a tiros, al propio ‘tribunal’. A continuación, el Gobierno mandó cerrar la Casa de Campo, pero, aparte de esto, no emprendió acción alguna para poner coto a los demás crímenes.
    A unos diez kilómetros de Madrid, a un lado de mi carretera [la de La Coruña] y a unos trescientos metros de distancia de la misma, estaba el cementerio del pueblo de Aravaca. Durante algún tiempo fue éste el lugar de cita preferido por esos verdugos. Allí fueron aniquilados y enterrados en pocas semanas de trescientos a cuatrocientos seres humanos, hasta que se llenó aquello y ya no quedaba sitio.”

La invención del “paseo”
En Madrid habían quedado incautados por las organizaciones destinadas al robo y al asesinato, que surgían como setas al calor de los éxitos y la impunidad, la mayoría de los automóviles que podían circular; el resto de vehículos con ese permiso quedaron supeditados a las necesidades del Gobierno.
“Atracar las viviendas y llevarse a sus moradores eran cosas que siempre se hacían utilizando automóviles, ya que el ‘punto final’ de las ‘relaciones’ de tal modo iniciadas se encontraba fuera de la ciudad. Así es como surgió en España la expresión ‘dar el paseo’, que equivalía a asesinar.”
    Schlayer fue testigo directo de paseos, viendo como eran sacados de un vehículo dos jóvenes que conducidos fuera del alcance de la protesta recibieron una descarga de escopetas a la esquina de la tapia del cementerio, y signos inequívocos de asesinatos en las carreteras y los campos vecinos a la capital, y asimismo aglomeraciones de gente a las puertas de los cementerios donde, en su interior, se habían cometido los crímenes. Las localidades de Vallecas y Vicálvaro, inspeccionadas por el diplomático, no tardaron en ser de las primeras en llenar la capacidad de entierros.
“Hombres, mujeres y niños peregrinaban cada mañana, sobre todo en el propio Madrid, a los lugares, concretos y conocidos, donde se perpetraban los asesinatos nocturnos y contemplaban con interés y con toda clase de comentarios el ‘botín’ de la cacería.”
    El desfile de coches fúnebres (vehículos mortuorios) cada mañana, muy temprano, cargados con los cadáveres que yacían dispersos en el término municipal en dirección al depósito, pretendía hurtar a la vista de los ‘incautos’ y de los ‘no adictos’ la consumación de los paseos y la exaltación de la barbarie.
“Sin embargo, esto no era sino una parte de la matanza global de la noche recién transcurrida, ya que la mayor parte de los ‘paseo’ terminaban en los pueblos de los alrededores de Madrid y en las cunetas. Por ello los datos numéricos de Madrid propiamente dichos son inevitablemente inexactos, ya que únicamente se basan en el número de muertos registrados en la capital.”
    Entre finales de julio de 1936 y mediados de diciembre del mismo año, se practicaron a diario en Madrid de cien a trescientos ‘paseos’, siendo de todo punto imposible calcular los asesinados en cada uno de ellos, conducidos en cada vehículo.
“Prefiero no describir en qué circunstancias tan horrendas, con qué bestialidad y en medio de qué tormentos físicos y psíquicos se practicaron muchos de los asesinatos. Hay que tener en cuenta que se trataba, en su gran mayoría, de personas que no habían participado en absoluto en el levantamiento contra el gobierno llamado legítimo, y que tampoco se habían manifestado lo más mínimo en forma activa en contra de los ‘trabajadores’.”

Los tribunales populares y las checas
Con el cierre de la Casa de Campo, las partidas criminales como La  Escuadrilla del AmanecerLos Linces de la República o La Brigada de Servicios Especiales, por citar tres de las destacadas y fieramente activas, tuvieron que ajustar sus procedimientos sumarios y expeditivos. Para ello se idearon los ‘tribunales populares’, constituidos por los representantes de las organizaciones y comités revolucionarios, que juzgaban y sentenciaban arbitrariamente a las personas que llegaban ante tales jueces previa denuncia o delación de los afiliados, el requisito indispensable y único, in intervención gubernamental ni de órgano jurisdiccional alguno; aunque aquél y éstos, al cabo, tuvieran noticia del funcionamiento represor de la justicia así concebida y así administrada.
“Toda clase de organizaciones de ‘trabajadores’ habían montado sus propias cáceles y ‘tribunales’ privados, los cuales juzgaban y asesinaban según su antojo a quien les venía en gana En cualquier lugar se juntaban una docena de jóvenes desaprensivos e iban a sacar de sus casas, de noche o incluso de día, a hombres y mujeres a quienes seguidamente sentenciaban a muerte. No dejaban, naturalmente [motivo de las sacas] de registrar la vivienda en busca de objetos de valor. La falta de fiabilidad política de los visitados quedaba probada tan pronto como la requisa encontraba oro, plata, joyas o dinero; si había oposición por parte de los propietarios o desvalijados se operaba sin miramientos matando a los osados.
    Tal era el concepto del derecho ante el cual el gobierno de Giral, que todavía era burgués y radical, no mostraba escrúpulo alguno, tolerando toda aquella anarquía. Dicho Gobierno no hizo el menor esfuerzo por poner coto a las actividades criminales que realizaban los presuntos comités políticos y demás organizaciones de todos los matices. No sólo dicho gobierno no tomó en consideración los hechos, sino que, impasible, tampoco hizo nada respecto a otros actos, aún peores, que efectuaban individuos por su cuenta, tanto en las ciudades como en el campo.”
    La codicia y la envidia campaban a sus anchas. Los bajos instintos, lo peor de la condición humana, se hizo patente, manifiesta y dueña del panorama social. Afloró, caudalosa e turbulenta, la venganza por haber nacido; si pobre o miserable, por eso; si rico y fatuo, por eso; si deforme o atravesado, por eso; si bien parecido y agraciado, por eso.
“Un juez amigo mío tuvo que ir una mañana temprano a las praderas del Manzanares para levantar el cadáver de alguien que allí yacía. Se trataba de un hombre joven, con un cartel en el pecho que decía: ‘Este hace el número 156 de los míos’. Desgraciadamente, sólo en algunos casos excepcionales se daba cuenta al juzgado, porque jueces tan valientes como este, que se atreviera a efectuar detenciones de cómplices y encubridores [desaparecidos los autores como por ensalmo] había pocos. Por ello eran también muy pocos los que salían con vida una vez que caían en una checa.”
    Las checas servían de represión contra las personas seleccionadas y tapadera de los captores a un tiempo. Estos lugares siniestros, concebidos para infundir terror y anular la voluntad de los detenidos, escapaban del control gubernativo bien por aceptación bien por cobarde anuencia, y sus organizadores y mantenedores, uno y lo mismo, disponían de manga ancha para ejercitarse en su tarea usurpadora de personas y bienes.
“Los órganos de la policía estatal colaboraban con estas checas si les resultaba conveniente. Un bandido de veintiocho años, llamado Agapito García Atadell, miembro del partido socialista, estaba al frente de una brigada de la policía del Estado por medio de la cual no sólo cometía los más inauditos desvalijamientos sino que, en cientos de casos [documentados] entregaba a las víctimas de los mismos no a la Policía sino a las checas más sanguinarias [básicamente la sita en Fomento, 9, denominada checa de Fomento, por él dirigida]. [Este bandido criminal salió a escape de Madrid cuando las tronas cambiaban en su contra]. Huyó a Francia para proteger su botín de las apetencias de sus secuaces, pero el destino quiso que, cuando se trasladaba en un barco hacia América [para poner la mayor cantidad de distancia entre él y sus perseguidores] con toda su expoliación, fuera capturado en aguas de Canarias `por los ‘nacionales’. Pagó sus crímenes con la muerte, en Sevilla, ajusticiado por garrote vil.”

El furor sanguinario crece
La práctica del paseo, detención ilegal, arbitraria, más asesinato, generaba muertes y gusto por la muerte. Madrid, como capital del Estado y de la provincia, núcleo urbano con mayor número de habitantes, era el foco principal y exportador de cadáveres a los pueblos, descampados, tierras de labor, cementerios y carreteras alrededor. Pero la influencia en el paisaje desbordó la mera contemplación. Pronto el comportamiento criminal fue imitado en las poblaciones limítrofes, y no tanto, a Madrid.
“El furor sanguinario llegó a prender entonces en nuestro, por lo demás, tan pacífico nido montañero [en las estribaciones de la sierra de Guadarrama]. Junto a la casita solitaria de un peón caminero, al otro lado del río Guadarrama, en la carretera directa de Madrid a El Escorial, yacían cada mañana cadáveres de hombres y mujeres traídos de Madrid y muertos a tiros. La distancia con la capital era de treinta kilómetros. El peón caminero, que allí vivía con su familia, no pudo más y se fue con ella a otro pueblo. En cuanto a la inhumación de dichas personas, se efectuaba en cualquier parte del monte bajo cuando el olor a muerto molestaba.”
    Como el Gobierno carecía de voluntad, y también de valor si el ánimo de algunos era impedirlo, suficientes para enfrentarse a la bestialidad de las masas, y el previo llamamiento, vía propaganda incendiaria, condicionaba un hipotético cambio de estrategia (para ocultar en lo posible a la opinión pública internacional el genocidio frentepopulista), cual reguero de pólvora se extendió la “justiciera” mentalidad aniquiladora de gentes rurales infiltradas por el veneno ideológico de partidos políticos, sindicatos y agrupaciones anarquistas y comunistas.
“Estos pueblerinos empezaron a  tomarle gusto a la caza del hombre. Tales son los inevitables frutos de la educación bolchevique.”
    Las viviendas pertenecientes a personas cuya significación política no se asemejaba a la de los nuevos mandantes fueron saqueadas, pero si en ellas se encontraban sus propietarios o allegados o gentes de guarda, a unos los trasladaban a Madrid para encarcelarlos y a otros, directamente, los asesinaban y arrojaban detrás de tapias, muros y taludes. Igual sucedía con aquellas personas ‘acusadas’ de prácticas católicas o por ser señaladas como de orden, de derechas.
“No había nadie a quien esta pobre gente pudiera recurrir para recibir protección o consuelo. El alcalde [la primera autoridad] era, en general, uno de los peores compadres del pueblo.”
    Tampoco cabía el consuelo de avisar a la Guardia Civil puesto que el benemérito Cuerpo había sido desnaturalizado, en nombre y funciones, Guardia Nacional, y sus integrantes captados entre lo más significado del bolchevismo, con lo que recurrir a su protección equivalía a una sentencia de arresto en checas o muerte en la tierra natal.

Desarraigos forzosos
El avance de las tropas nacionales propiciaba un éxodo organizado para impedir que los que quisieran pudiesen incorporarse a ellas.
“A nuestro pueblo [Torrelodones] llegaban casi a diario, en agosto y septiembre [de 1936], multitud de gentes a quienes los rojos obligaban a abandonar sus pueblos de lo alto de la Sierra [de Guadarrama], en cuantos éstos se veían amenazados por el avance nacional. Llegaban con apenas lo puesto, desposeídos de la mayor parte de sus pertenecías, y a pie. Al cabo de los días, con la creciente afluencia de nuevos desplazados, eran conducidos hasta el lejano y desconocido Mediterráneo.”
    Hubo quienes se resistieron al abandono de sus casas, animales, enseres y tierras; era cuanto tenían y a cuanto se aferraban con independencia del credo o la ideología. A éstos se les practicó a modo de ejemplo una técnica ya iniciada en Madrid a finales de julio.
“Invitaban a las víctimas [los elegidos para el desvalijamiento, detención y asesinato] a que se escaparan [una vez bajados de los vehículos o a partir de la puerta de sus domicilios] para salvarse; a continuación las herían con disparos sueltos, y a l caer las mataban a bocajarro.”

El ejercicio de la revolución
El avance de los nacionales (o blancos) incrementaba las ansias revolucionarias que ya cimentaba una guerra civil, con diferentes vertientes, al margen de la Guerra Civil que se libraba en los frentes de batalla.
“Se temía con más horror una rabiosa revolución bolchevique más que a la guerra; y a la revolución, mucho más que a la guerra, se dedicaron en aquellas semanas [agosto y septiembre de 1936] tanto el gobierno como las organizaciones políticas.”
    La acción represiva, fundamentada en la determinación por alcanzar el más alto grado de poder, antes de dar el salto al poder total, único, pretendido por los comunistas guiados por los asesores soviéticos, verdaderos dueños de la situación en la capital de España, por los que el deslavazado gobierno, salvo el ministro de Estado, Julio Álvarez del Vayo, intrínsecamente comunista y al servicio genuflexo del imperio soviético, sentía pánico cerval.
“Entretanto se iban llenando las cárceles con millares de mujeres y hombres de los mejores niveles de la sociedad, y, sobre todo, se practicaba con gran celo la ‘requisa’ de casas y bienes. Al respecto se produjo una competición entre el Gobierno del Estado y las organizaciones revolucionarias (dichas de trabajadores), para ver quién le ponía primero el cartelito rojo a las casas o a las puertas de los pisos en donde había un botín que requisar.”
    Se dieron casos de requisas en que sobre el mismo bien intervenido aparecían dos etiquetas, la anarquista y la del gobierno, o alguna más incluso. Si se dejaba que los moradores cuyos bienes se habían incautado siguieran en la vivienda era para cobrarles un ‘alquiler’ mensual. Alquiler que exigía uno o reclamaban dos o más de los apropiadores; y si no se pagaba procedía el desahucio y la desaparición de los titulares.
“Esto da idea de la anarquía que dominaba entre aquellos desaforados. Toda la retórica roja de la revolución a  favor del pueblo salió bien pronto a la luz: el fin era apropiarse de los bienes ajenos, para mal utilizar la propiedad que ellos mismos tanto denostaban.”
    Envidia y codicia como catalizadores de la revolución.


Continúa en las entregas números XLIII, XLIV y XLV

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