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El pintor del aire. Diego Rodríguez de Silva y Velázquez

Diego Velázquez



Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, sevillano nacido en 1599, es el máximo exponente de la pintura española del siglo XVII y una de las figuras más destacadas en la historia del arte.
    Pintor barroco, los principales rasgos de su estilo son la aplicación del color en pinceladas sueltas, que deben ser vistas a cierta distancia para apreciar las formas, y el tratamiento dado a la iluminación.  La luz no sólo configura los objetos y los personajes sino que da corporeidad al espacio que se interpone entre ellos; motivo por el que se denomina a Velázquez el pintor del aire.

Etapa sevillana
Aprendió en el taller de Francisco Pacheco, autor del libro Arte de la Pintura, donde ingresó a los once años de edad, en 1617 ingresó en el gremio de pintores de Sevilla y en 1618 casó con la hija del maestro, Juana Pacheco, siguiendo la costumbre de transmitir los secretos y fórmulas de taller al hijo o yerno.
    Escribe Francisco Pacheco del joven Diego Velázquez: “Tenía contratado un aldeanillo aprendiz que le servía de modelo en diversas actitudes y posturas, ya llorando, ya riendo, sin perdonar dificultad alguna. E hizo por él muchas cabeza de carbón y realce, en papel azul, y de otros muchos naturales, con que granjeó la certeza en el retratar”.
    Las primeras obras de Velázquez, apodado por aquel entonces el sevillano, reflejan su interés por el tenebrismo y por la imitación del natural, orientación pictórica característica de los primeros tiempos del periodo barroco.

Diego Velázquez: El aguador de Sevilla (h. 1620). Apsley House, Londres.


Obras significativas de esta etapa son: Mujer friendo huevosEl aguador de SevillaJesús en casa de Marta y María, donde se vale de la ventanilla para integrar el tema sagrado en un bodegón, y La adoración de los Magos.  Junto a las escenas cotidianas, costumbristas, aparecen los temas religiosos. En estas telas, sobre todo en la primera y la tercera de las citadas, se aprecia una tentativa para captar tiempos sucesivos y, en consecuencia, dotar a la pintura de dimensión temporal.

Diego Velázquez: Cristo en casa de Marta y María (1618). National Gallery, Londres.


Etapa madrileña
En 1623 Velázquez se estableció en Madrid, la villa y corte. En ella su carrera pictórica camina en paralelo, mal o bien que le pese, con su progresivo asenso palaciego.

Diego Velázquez: El triunfo de Baco o Los Borrachos (1628). Museo Nacional del Prado.


Apartado entonces de la temática popular aunque conservando el estilo de su procedencia sevillana, se dedicó casi exclusivamente a la pintura de retratos, con incursiones en temas religiosos y de la mitología. Entre los retratos destaca. El del rey Felipe IV, el de Doña Antonia de Ipeñarrieta con su hijo don Luis y de su esposo Don Diego del Corral y Arellano; entre las mitologías, El triunfo de Baco o Los Borrachos y La fragua de Vulcano; y en el ámbito espiritual, Cristo crucificado. Los dos últimos pintados en su etapa italiana.

Diego Velázquez: Cristo crucificado (1631). Museo Nacional del Prado.


En 1629, Felipe IV permite que Velázquez marche a Italia para ampliar su formación; viaje que se prolongó hasta fines de 1630, y que fue decisivo en la evolución del artista. Su paleta se hizo más clara y rica, mostrando con menor frecuencia los tonos terrosos; a la vez, empezó a liberar del dibujo al color, disponiendo éste en pinceladas más sueltas que en las primeras obras.

Diego Velázquez: La fragua de Vulcano (1630). Museo Nacional del Prado.


De regreso a España en enero de 1631 da inicio su segunda etapa madrileña en la que pintó diversos retratos de la familia real y de personalidades relevantes de la corte. En ellos, los antaño fondos lisos y monocromos, ofrecen ahora paisajes.

Diego Velázquez: Tentación de Santo Tomás de Aquino (1632). Museo diocesano de Orihuela, Alicante.


Con destino al Salón de los Reinos del Palacio del Buen Retiro de Madrid, hacia 1635 Velázquez pintó una serie de retratos ecuestres entre los que sobresalen el del rey Felipe IV, el de su esposa Isabel de Borbón y el del príncipe Baltasar Carlos; poco después realizó el del Conde-duque de Olivares.

Diego Velázquez: Retrato de Velipe IV de castaño y plata (1631-35). National Gallery, Londres.


Los retratos ecuestres de reyes y reinas estaban destinados a la decoración del Salón de Reinos del nuevo Palacio del Buen Retiro, cuyo ornato pudo dirigir Velázquez haciendo de esa gran pieza un a modo de símbolo de la hegemonía de la dinastía de los Austria.

Diego Velázquez: Retrato ecuestre del príncipe Baltasar Carlos (1634-35). Museo Nacional del Prado.


Para decorar el Pabellón de Caza de El Pardo retrató a varios miembros de la familia real vestidos de cazadores, de pie y acompañados por sus perros; entre estos, Felipe IV de caza El cardenal infante don Fernando de caza.

Diego Velázquez: La costurera (1635-43). National gallery of Art, Washington.


Al margen de los encargos oficiales, retrató algunos personajes deformes o deficientes mentales, como El bufón don Sebastián de Morra, enano del Cardenal-Infante y de Baltasar Carlos a quien vistió de oros y carmines delicados y caracterizó con una expresión de melancólica hondura, El primoEl bufón Calabacillas y El Niño de Vallecas.

Diego Velázquez: El bufón don Sebastián de Morra (1645). Museo Nacional del Prado.


Iniciado en 1634 y concluido al año siguiente, Velázquez pintó La rendición de Breda o cuadro de Las lanzas, una buena muestra de perspectiva aérea. Esta obra manifiesta una profunda meditación compositiva y una cuidadísima realización. La técnica del pintor se acomoda a cada uno de los objetos representados, y es chispeante y trazada a pequeñas pinceladas en plumas y dorados, mate en las pieles de ante, rica y pastosa en las telas, vaga y ligera en los fondos. El cuadro constituye la apoteosis de la pintura de historia y la más palpable demostración del ingenio compositivo e inventivo de un artista a quien se compara con un objetivo fotográfico, a lo que se anticipó en dos siglos.

Diego Velázquez: La rendición de Breda o Las lanzas (1635). Museo Nacional del Prado.


De la técnica y forma de trabajo de Velázquez, a base de pinceladas dispersas y en “manera inacabada” escribe Juan F, de Andrés de Ustarroz: “El primor consiste en pocas pinceladas, obrar mucho, no porque las cosas no cuesten sino que se ejecuten con liberalidad, que el estudio parezca acaso no afectación. Este modo galantísimo hace hoy famoso a Diego Velázquez, pues con sutil destreza en pocos golpes muestra cuánto pude el Arte, el desahogo y la ejecución pronta”.

Últimas obras
Como miembro de la comitiva que iba a recibir a la archiduquesa Mariana de Austria, segunda esposa de Felipe IV, Velázquez emprendió un segundo viaje a Italia en 1648; con el encargo, además, de adquirir obras de arte para las colecciones reales.
    Durante los tres años que permaneció allí pintó La Venus del espejo, el más bello desnudo de la pintura española que es un emblema del Amor vinculado a la imagen de la Belleza que sólo piensa en ella y por eso da la espalda al espectador, retrató al Papa Inocencio X y a Juan de Pareja, discípulo del artista. También Entrada a la gruta en el jardín de la Villa Médicis, obra que por su técnica protoimpresionista ha recibido el sobrenombre de La Tarde; con este óleo, y su gemelo El mediodía, tomados del natural, Velázquez rompe con el paisaje tradicional por medio de un dibujo rápido que se elaboraba luego en el taller.

Diego Velázquez: Venus del espejo (1650). National Gallery, Londres.


Tras insistentes requerimientos del monarca español, Velázquez regresó a Madrid en 1651, y continuó con los retratos de la familia real: Busto de Felipe IV, retrato de la reina Mariana de Austria, del príncipe Felipe Próspero y de las infantas María Teresa y Margarita. Hizo numerosas versiones de estas pinturas, algunas de las cuales permanecieron en Madrid mientras otras fueron mandadas a guisa de obsequio a las cortes europeas. Los personajes, generalmente ambientados en interiores, están captados con gran fidelidad; los lujosos atavíos fueron plasmados con pinceladas inconexas que, al ser sintetizadas en una visión distante, producen el efecto del dibujo de los bordados y del brillo de las joyas y del raso. Con esta técnica Velázquez se anticipó más de 200 años a uno de los aspectos característicos del impresionismo.

Diego Velázquez: Vista del jardín de la Villa Médicis en Roma o La tarde (1634). Museo Nacional del Prado.


Hacia 1656 pintó Las Meninas, obra en la que culmina la evolución de Velázquez. En ella, como en Las Hilanderas, realizada un año después, se presume un alegato a favor de la nobleza de la pintura.
    Las Meninas, que antes se llamó La Familia,  representa una escena casual —una visita inesperada e informal, dentro de lo que cabe en la corte—, un momento espontáneo del propio autor en su estudio trabajando el retrato de los reyes. Las figuras sólo ocupan al mitad inferior de la tela, quedando la otra mitad destinada a captar la atmósfera de la estancia donde se desarrolla la escena Velázquez no recurrió a la fuga de líneas (perspectiva lineal) para dar sensación de profundidad, sino que la consiguió mediante una sucesión de luces y sombras y por medio del desenfoque de los personajes y objetos alejado del espectador; éstos aparecen reducidos a manchas de color, con perfiles imprecisos a causa del aire que se interpone entre ellos y los del primer término.
    Velázquez empleó en Las Meninas la “regla de oro” o “divina proporción” del matemático Luca Pacioli, transformando así la irrupción casual de la infanta Margarita y su séquito en una cuidadosísima composición que permite al espectador apreciar ambas circunstancias: la espontaneidad del hecho plasmado en el lienzo y la elaboración del cuadro donde la seguridad del dibujo queda velada bajo el color y la previa y estudiada disposición compositiva de los elementos.
    En un alarde de destreza, es decir, maestría, la pintura se confunde con la realidad merced al espacio abierto hacia el espectador, que puede creer que al instante siguiente serán sus facciones las reflejas en el espejo en vez de las de los reyes.
    La valoración del aire como medio de dar profundidad a una pintura es la base de la perspectiva aérea, de la que Las Meninas es el cuadro señero.

Diego Velázquez: Las Meninas (1656). Museo Nacional del Prado.


La última de las grandes obras de Velázquez fue Las hilanderas, también llamada La disputa de Palas y Aracne, fechada en 1657, porque esta escena de la mitología aparece al fondo de la composición, ocupando el espacio central y realzada por una potente iluminación. El tapiz se abre con una de aquellas ventanillas que pintaba en su etapa sevillana, y unas damas que contemplan la escena establecen un plano intermedio entre la ficción mitológica del tapiz y la realidad de las hilanderas: identidad entre vida y pintura, otra anticipación de Diego Velázquez.

Diego Velázquez: Las hilanderas o La disputa de Palas y Aracne (1657). Museo Nacional del Prado.

* * *

En 1658, tras haber alcanzado diferentes cargos que prueban la confianza que el monarca había depositado en Velázquez, le fue otorgado al artista el hábito de caballero de Santiago. Dos años después, en 1660, culminados los preparativos para el viaje de Felipe IV a la Isla de los Faisanes para entrevistarse con Luis XIV, en los que intervino activamente, Diego Velázquez falleció.
    Las lecciones de Diego Velázquez fueron recogidas en primera instancia por los dos grandes pintores con los que concluye el Siglo de Oro de la pintura española: Juan Carreño de Miranda y Claudio Coello.
    Quién mejor asimiló la técnica protoimpresionista de Velázquez fue su yerno Juan Bautista del Mazo.


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