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Brigada de Investigación Criminal (1): Las intuiciones


Nos reunimos con el viejo policía en el abrigado bar de la plaza porticada. La tertuliana mesa, concurrida por amigos, discípulos, agradecidos y un invitado silente, deviene un homenaje espontáneo al jubilado inquieto y comunicador. El viejo policía es hombre hecho a riesgos y afincado en determinaciones, asequible, puntual, exigente y todavía, por esencia, vinculado a principios; su experiencia convence, su ironía instruye. Anciano, sí, y por ello y por aplicación, sabio. Ha sobrepasado la edad renovando su vocación y esa abrumadora franqueza que encumbra y premia a la par que hiere y enemista.
A un espectador sentimental confeso, al que a menudo rasgan las paredes del estómago púas de materia incandescente, conforta la espontánea lección del maestro que conoce el anverso y el reverso de lo que trata. Sentados a la mesa, importa y seduce el dejarse llevar por un discurso perlado de ciencia y praxis, enlazados los temas para que mientras quede mecha la llama no se apague.
El viejo policía acude a su cátedra abierta a instancia de parte, si el clima y los naturales achaques no se oponen. A ratos, según lectura de las dentelladas impresas o escucha de los zarpazos teledifundidos, recuerda con inteligente serenidad que piensa estirar su longeva existencia hasta enmarcar entre parietales el certificado de defunción de sujetos delincuentes y conceptos políticamente amnistiados a la abominable moda. No cabe transigencia o tolerancia con esos actos criminales numerosos, inconcebibles y sostenidos, histórica y documentalmente probados, condenables por definición y jamás exonerados de responsabilidad y culpa por víctimas y ciudadanos, ni por la buena gente que cree en la Justicia como garantía máxima de libertad; declara con acerado tono y la mirada fija en el convencimiento.
La vehemencia del viejo policía viene avalada por un pasado de servicio público sin más acotaciones ni acentos, del que justamente hace gala y que no difiere de este presente didáctico con clientela entregada. Nada peor que el vaivén institucionalizado, sinónimo de mediocridad y conchabanza, nada más peligroso que los vendidos a la envidia y a la molicie, proclama escudriñando a la audiencia; pues de ellos derivan la suma de males que aquejan a la cándida sociedad. Hay que redoblar el empeño, quemarse las pestañas, hincar los codos, despellejarse las rodillas… dejarse la piel que no la vida para resolver el caso. Y, por supuesto, sin sujeción ni vasallaje a un poder transitorio, diferenciando taxativamente al delincuente común del asalariado criminal y del terrorista.
En la ilustradora Galería del Hampa, a la que nos conduce su memoria, cuelgan los avisos de la criminalidad común: topistas, butroneros, carteristas, timadores, bolsilleros, mecheras, descuideros, trileros; con sus alias y actividad delictiva condensada. Algunos fueron asiduos a la detención y al calabozo, veteranos del interrogatorio y la reprobación social por su improcedente conducta, la rueda de reconocimiento, la sala de justicia, la reiteración de sentencias condenatorias y la acumulación de quejas, denuncias, delitos y faltas. Algunos, bien cierto es, eran como de la familia; como unos parientes en tercer grado que visitan la capital para conocer in situ las posibilidades de medro, para infiltrarse en el tráfago como unos más hacia donde muchos, tantear las ofertas del mercado comparando y eligiendo, llevarse unos recuerdos siempre apetecibles y, a la postre, vencida la jornada, saludar a los guardias recalando en la comisaría.
“Te tienen muy calado”. “Es que no escarmientas”. “Qué ha sido esta vez”.
“Mala suerte tengo”. “Me han empujado a hacerlo”. “Usted sabe que no haría daño a una mosca”.
El viejo policía añora el carácter incruento de aquel ratero, su controlada ambición, la estacionalidad de las fechorías, sus ejercitados dedos para el hurto; su colaboración con la Policía una vez desmontado el negocio de sustracción y reventa, y en la localización y neutralización de elementos execrables como los atracadores, violadores, secuestradores, traficantes y los activistas mercenarios.
Los falsarios, los granujas, los ventajistas locuaces, no solían tirar de arma blanca o de fuego y apenas se resistían a la autoridad cuando eran pillados fruto de la investigación, la sorpresa o el chivatazo. Como de la familia, recuerda; incluso se felicitaban las Pascuas. En Navidad, de guardia en la comisaría, el viejo policía conciliaba la prevención, la reprimenda y la sanción con la disposición benevolente y el ágape, reuniendo en la dependencia refectorio ocasional para los funcionarios y allegados, en mesa añadida, a los detenidos en los calabozos. Una disertación concina y general del anfitrión a los postres, con el brindis buenos deseos y armonía; hoy es hoy, mañana Dios dirá.
Al viejo policía le enseñaron —y aprendió— que “nuestros actos son el resultado de una tendencia, que a su vez es el producto de sentimientos y de representaciones, la causa de las anomalías y morbosidades de la conducta debe buscarse en esos factores internos y externos, es decir, en el estado de la sensibilidad y la afectividad, de la percepción y la inteligencia, del impulso y la voluntad. Y el acto delictuoso, lo mismo que los demás actos, siempre es el resultado de esos mismos procesos, más o menos bien caracterizados”.
El viejo policía se aconsejaba del instinto y recurría al olfato para pesquisar. Aunque para distinguirse de los sabuesos cánidos, honorables compañeros de tarea, a tales virtudes profesionales se las denominaba ojo policial u ojo judicial, que era “esa singular o particular aptitud de algunos funcionarios, técnicos y expertos de la Administración de Justicia, jueces, policías, médicos y abogados, principalmente, y también alguna que otra vez periodistas encargados de la sección de sucesos o de las crónicas de los Tribunales, para la averiguación rápida y certera, a primera vista, de los delitos, y para la persecución, el descubrimiento y la detención de los delincuentes”.
Así era entonces. Se hablaba también corrientemente de un exquisito y sagaz olfato de las mismas características, “como expresión de una sobresaliente capacidad para descubrir o entender con acierto lo que está disimulado, encubierto, oculto. De los que lo poseen, se dice que saben husmear entre los acusados el olor del culpable”. Quiérase o no la coincidencia con los colegas caninos es obvia.
Estas expresiones traducen la intuición, o sea “la percepción misteriosa, clara, íntima, instantánea de una verdad, de una idea, de un hecho, tal como si se tuviera a la vista. Tal intuición no sería más que el notable desarrollo de algo así como una facultad de adivinación, de un don de presentimiento, de profecía a veces, de una especial disposición para ver algo o mucho donde otros ven poco o nada”.
Los intuitivos —como el viejo policía al que rendimos homenaje— son personas que saben ver, a veces con extrañeza e impetuosidad, a través de pequeños e incontables matices de percepción, de datos captados desde la brumosa periferia de la conciencia, y entre un mar de menudos elementos, que son invisibles, mental y aun físicamente invisibles para los que no aciertan a verlos, reconocerlos, comprenderlos, a valorarlos y clasificarlos con claridad y verosimilitud. “De esta guisa, mediante las inexplicables y aun ilógicas reacciones de la intuición, se realizan importantes descubrimientos y se obtienen indefinibles aciertos”.
Y lo anterior —que ha de ser consustancial con el ejercicio de una vocación—, no se contrapone ni compite con los recursos científicos y técnicos en estas aplicaciones judiciales y policiales. “La investigación judicial y policial no puede prescindir de utilizar las conquistas del ingenio humano en la más prometeica transformación de toda la historia”. La intervención del hombre de ciencia en las pesquisas policiales no es un acto de intrusismo; el campo de la investigación policial también es terreno abonado para el científico mediante una intervención coordinada, específica y diligente que allane la indagación; sin mediatizarla. “Un complemento ha de ser para esa agudeza sensorial sui generis del policía a pie de suceso”.
Sentencia el viejo policía que no se debe prescindir de ninguna ayuda o facultad cuando se trata de responsabilidades sobre la vida y los bienes ajenos que obligan a contar con todo y a estar en todo.
“La actuación sin sistema, a la diabla —modo adverbial familiar con que se expresa lo mal que se ha hecho o se hace una cosa por falta de esmero o de método—, puede dar a veces, en esta como en otras cosas, buenos resultados infundiendo un cierto sentido de propia seguridad en las actuaciones”. Con más frecuencia de la debida y por motivos no siempre encomiables, el exceso de disciplina mental —vulgo rigidez ordenancista— no permite ver ni pensar con claridad, embota el cerebro, precipita en la rutina; provocando resultados indeseables básicamente para la sociedad a la que se representa y protege. “Hay policías, jueces, médicos legistas y forenses, abogados y periodistas también, a quienes les basta dirigir una mirada al lugar del suceso o al sospechoso para cerciorarse de los móviles del hecho, para convencerse de que están ante el verdadero delincuente e incluso para descubrir la clase de infracción y hasta el delito mismo que ha cometido; anticipando la vía ordinaria que, de no mediar espurias injerencias, examina cuidadosamente al encartado e indaga los hechos y las circunstancias del caso de forma minuciosa y exhaustiva”.
Constata el veterano en la inacabada guerra contra el crimen como no hubo ni hay ni habrá buen policía sin vocación, intuición y afán de servicio público. “Estos intuitivos expertos y sus modus faciendi y operandi diríase que notan signos y recogen detalles desapercibidos a los demás y al percibirlos, al advertirlos los relacionan con la información pertinente acumulada en una vida de experiencia”. Que no engaña ni falsea. “Hay infinidad de elementos valiosísimos sobre la conducta y los hábitos de las personas que no pueden aprenderse únicamente en los libros o en el laboratorio sino en el trato directo, fuente inagotable de sensaciones, sentimientos y conocimientos de primer orden que se adquieren y aprenden individualmente potenciando las humanas facultades”.
Citado por Albert Szent-Gyorgy (premio Nobel de Medicina (fisiología) en 1937): Investigar es ver lo que todos han visto, pero pensar lo que los demás no han pensado.

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