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Año 1917: Los trasfondos doctrinales y el propósito revolucionario


El año 1917 fue para Europa, sacudida por una onda revolucionaria que tardaría más de setenta en extinguirse, un año decisivo. Lo fue también para España. Las fuerzas sociales y políticas hasta entonces inconexas, inician su articulación; este año se descubre bruscamente la total inadecuación de las estructuras monárquicas para encauzar y coronar ese conjunto de nuevas fuerzas históricas.
    En España se gesta el devenir revolucionario en 1916, con el acuerdo de acción conjunta que la UGT socialista y la CNT anarquista concluido a mediados de dicho año. El 20 de noviembre ambas organizaciones suscribieron un pacto de alianza traducido el 18 de diciembre en un compromiso de convocatoria de huelga general.
    Esta huelga general tuvo lugar pero sin conseguir el efecto pretendido. El conde de Romanones, presidente del Consejo de Ministros, no aceptó las imposiciones de los huelguistas.
En el mes de abril de 1917 las primeras planas de los periódicos daban cuenta de las sangrientas batallas de la Gran Guerra que se desarrollaban en Champagne y, en Rusia, de la abdicación del Zar Nicolás II, sustituido por un Gobierno provisional. En España el Marqués de Alhucemas, Manuel García Prieto, sustituía el 19 de abril al conde de Romanones al frente de un Gobierno liberal que se caracterizaría por su brevedad. El descontento por la elevación de precios en el consumo  ‘las subsistencias’ también se extendía. Algunas empresas industriales se beneficiaban de la guerra, pero la población en general, asalariados y rentistas, se quejaba amargamente.
    En el verano de 1917 la descomposición interna del régimen español llegó a su punto álgido, hasta el extremo de que ya no parecía posible que pudiera sobrevivir. No escapaba a los ojos de Eduardo Dato los términos en que a partir de este momento, 1917, iba a desarrollarse la tensión de las fuerzas sociales y políticas que dividían a la Nación, y que llegaría, andando el tiempo, al definitivo trance de 1936: un nuevo horizonte revolucionario, radicalizado por el ejemplo bolchevique, de una parte; de otra, el Ejército como garantía del orden antiguo. Repercusión, ciertamente, de lo que estaba sucediendo en Europa, pero efecto, también, de condicionantes internos.
En la crisis de 1917 el Ejército desempeñó un papel desencadenante. El ambiente que se respiraba en los cuarteles estaba enrarecido. Antonio Cánovas del Castillo había conseguido cerrar el ciclo de los ‘pronunciamientos’, pero no el de la influencia de los militares sobre la política. En los cuarteles no se dudaba que la culpa del desastre del 98 correspondía a los civiles y en especial a los partidos. Frente a los ‘políticos’, normalmente corruptos, egoístas y mezquinos, los mandos militares se consideraban a sí mismos como los puros, llamados a indicar el camino recto. Puros, y maltratados: también entre ellos se aludía a la “cuestión de las subsistencias”, circunloquio de que se servirían los militares junteros para aludir a la escasez de los emolumentos.
    Esta inclinación al intervencionismo militar no era un fenómeno singular español. La Primera Guerra Mundial la conocida como Gran Guerra estuvo acompañada y seguida en muchas partes por golpes militares que se presentaban como verdaderas “dictaduras de emergencia”. La demanda de una dictadura era corriente y se conectaba con la propuesta de Joaquín Costa acerca del “cirujano de hierro”; el título carecía de las significaciones negativas que posteriormente se le atribuyeron. Columna vertebral, brazo armado de la Patria, al Ejército correspondía salvarla en ocasiones de peligro.
La revolución española de 1917, abortada, fue un fenómeno muy complejo que ha atraído poderosamente la atención de los historiadores. Debe ponerse en relación con la neutralidad observada por el Gobierno español en la guerra, la cual, desde muy distintos sectores de opinión, fue criticada como debilidad manifiesta. No era taxativamente cierto. Pero resulta en todo caso significativo que mientras en las capitales europeas había gestos de entusiasmo al conocerse la beligerancia, en Barcelona se presenció una onda de pánico, como si fuera a producirse una invasión inmediata. En agosto de 1914, al producirse la ruptura de hostilidades, el marqués de Lema, ministro de Estado, fue a despachar con Eduardo Dato, presidente a la sazón del Gobierno, que le hizo un lacónico comentario: “De nuestra actitud no es necesario hablar”. Se asumió la neutralidad como algo inevitable: los canales por donde discurrían las grandes decisiones en la Europa de 1914 quedaban fuera del alcance de los españoles, e intervenir como simples lacayos de otros resultaba una verdadera estupidez. Existe, por tanto, una notable diferencia entre la neutralidad pasiva de 1914-1918 y la que se plantearía después de 1940, cuando había que maniobrar peligrosamente para evitar los escollos de una presión intervencionista unilateral.
Que la neutralidad fue una buena política, no puede negarse, ni tampoco que el rey Alfonso XIII alcanzó gran reputación por su conducta humanitaria. Sin embargo, los políticos de aquella hora se mostraron excesivamente obsesionados por esa conciencia de pasividad. “Somos neutrales porque no podemos ser otra cosa”, dijo Cambó; y Unamuno añadió que se trataba de una “vergüenza inevitable”. Aunque los rendimientos de algunas industrias y de los fletes marítimos subieron, el volumen de importaciones y exportaciones experimentó una caída vertical.
    Por otra parte, la neutralidad no significó indiferencia de los españoles en relación con la contienda.: aliadófilos y germanófilos organizaron frenéticas campañas en las mesas de los cafés. También, en términos generales, puede decirse que los conservadores simpatizaban con Alemania y sus aliados las ‘potencias centrales’ apreciando en aquéllos autoridad y disciplina que juzgaban deseables. Por opuesta razón, la incipiente izquierda española se situó a favor de la Entente, aceptando los argumentos de la propaganda que la presentaba ya como defensora de los principios democráticos. La posición geográfica colocaba a la Península en un ámbito que la rodeaba absolutamente por los aliados y dentro del área de la libra, de modo que sus opciones también estaban reducidas y amparadas por esta causa.
    Alfonso XIII puede considerarse como uno de los pocos españoles que permanecieron íntimamente neutrales: tenía que conservar el equilibrio entre su esposa británica, Victoria Eugenia, y su madre austriaca, María Cristina de Habsburgo. Tomó ocasión de la guerra para un noble comportamiento personal, en auxilio de las víctimas, ayuda a heridos, intercambio de prisioneros y protección a los judíos que estuvieron a punto de ser expulsados de Palestina por las autoridades turcas. Tuvo la agradecida consideración de ambos bandos, pero no parece que esto aumentara la estima de grupos políticos, irritados precisamente por la neutralidad.
    Madrid se convirtió en estos años bélicos en nido de espías: baste recordar que aquí veló sus armas el que sería más tarde jefe de la Abwehr (Servicio  o Ministerio de Defensa) y amigo de España en circunstancias harto difíciles Wilhelm Canaris. La guerra fue fructífera para la minería asturiana, la siderurgia vizcaína, los textiles catalanes,  y, sobre todo, los fletes de las compañías navieras; se pudo dar salida a mercancía almacenada desde mucho tiempo antes. Todo ello significaba dinero pudo cerrarse el presupuesto español de los años 1916 y 1917 con superávit pero ninguna mejora en la competitividad: la calidad resulta indiferente en épocas de penuria en los mercados mundiales. Es cierto que había que soportar también riesgos muy graves España perdió 300.000 toneladas de barcos a causa de los torpedos alemanes pero las ganancias los compensaban. Más de seis millones de toneladas de carbón, el doble de la producción de 1930, fueron extraídas de minas que en circunstancias normales ni siquiera se habrían explotado. Jornadas extraordinarias bien pagadas permitieron a ciertos obreros acceder a lujos hasta entonces desconocidos. No hubo suficiente conciencia de que era transitorio, ni se produjo ahorro para la inversión.
    La euforia de ciertos sectores reducidos contrastaba con ese generalizado malestar consecuencia de la elevación de los precios. Pesaba una amenaza: cuando, por disminución de la demanda exterior los suministros norteamericanos impondrían un cambio precisamente en 1917, se redujesen las horas extraordinarias, muchos obreros, devueltos a condiciones anteriores, que no eran nada buenas, se sentirían defraudados por los empresarios, como si a éstos sólo correspondiera la culpa. Los funcionarios civiles y militares, sometidos a sueldos que variaban muy lentamente, ni siquiera conocieron la euforia de los años buenos.
    Catolicismo y laicismo estaban comenzando por entonces su batalla. Al principio se trataba sólo de roces entre intelectuales, sin gran penetración en los sectores de opinión, pero poco a poco las posturas de aquéllos, a menudo muy mal entendidas, se infiltraron en el tejido social. Desde 1917 comenzarían a poner en tela de juicio incluso el sistema institucional. Gran parte del laicismo español proviene de la influencia francesa, pero el krausismo había dejado una herencia práctica anticlerical que aspiraba a suprimir la enseñanza religiosa en las escuelas y a secularizar la sociedad. La “Institución Libre de Enseñanza” concretó estas aspiraciones en forma práctica mediante la influencia sobre el Gobierno y la fundación de organismos destinados a ser modelo de otros: la Junta de Ampliación de Estudios, la Escuela Superior del Magisterio, el Instituto-Escuela y la Residencia de Estudiantes, fundada el 6 de mayo de 1910 en un local del número 14 de la calle Fortuny. Su primer director fue Alberto Jiménez Frau.
En 1916 un decreto firmado por el  Papa San Pío X a propuesta de la Sagrada Congregación para los Estudios, señaló los 24 puntos de la doctrina tomista que la Iglesia reconocía como fundamentales. Se recogía de este modo con carácter obligatorio el resultado de la elaboración del neotomismo. En España trabajaron entonces tres grandes comentaristas y adaptadores: el P. Alonso Getino, Santiago Ramírez y Ángel Amor Ruibal, el más original de todos. En la misma generación que alcanza hasta la Guerra Civil y más allá (Getino muere en 1946, Ramírez en 1967) aparece don Juan Zaragüeta (1883.1974), alumno del cardenal Mercier, cuya obra se caracteriza por su profundidad. Pero el pensamiento católico no alcanzaba en los medios de comunicación la fama y el elogio que suscitaban los pensadores laicos.
    Por la Residencia de Estudiantes, trasladada luego a la calle Pinar, pasaron, entre otros, Eugenio d’Ors, José Ortega y Gasset, Juan Ramón Jiménez, Salvador Dalí, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Ramón Pérez de Ayala, Gregorio Marañón y Manuel García Morente, cuya conversión, al filo de la guerra, resultaría muy significativa. El ‘espíritu’ de la residencia, fuertemente combatido en los primeros años del Régimen de Franco, apareció en el manifiesto del 17 de febrero de 1912 que solicitaba la supresión del catecismo en la enseñanza y la derivación de ésta al laicismo. Firmaban en el mismo, entre otros, Santiago Ramón y Cajal, Ortega y Gasset, Giner de los Ríos, García Morente, Cossío y Julián Besteiro. Era una demostración de cómo el ‘espíritu’ estaba penetrando en el nuevo socialismo.
    Miguel de Unamuno, lo mismo que Ramiro de Maeztu,  se había dejado influir por el existencialismo del Kierkegaard y por el pesimismo radical de Nietzsche; pero desde esta postura inicial evolucionaron, el primero hacia un individualismo radical y el segundo hacia el catolicismo. En ambos el componente religioso resultaba imprescindible. Unamuno perteneció al PSOE dos años; lo abandonó en 1897 porque le parecía una “enorme barbaridad que para ser socialista haya que abrazar el materialismo”; su drama íntimo consistía en una pugna cerrada entre su yo enfrentado a la muerte y lo absoluto. Su preocupación religiosa le llevaría a una posición singular, a menudo contradictoria. Otro de los dramas de la cercana España de 1936: adherido al Alzamiento, Unamuno sufriría vejámenes y amenazas, que no cambiaron su opinión; tuvo además un entierro falangista.
    En la fase obrera de la revolución de 1917 apareció, como una figura muy destacada, Julián Besteiro; a través de él surgía el puente entre la intelectualidad de la Residencia, a la que Unamuno manifestó siempre gran afecto, y el Partido Socialista.

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Las circunstancias que envolvían a España en el invierno de 1916 a 1917 eran muy complejas. Los movimientos de izquierda enarbolaban la bandera del encarecimiento de los artículos de consumo como ariete constante contra el Gobierno. Los socialistas, tanto de la UGT como los del PSOE, solían relacionar este asunto de la carestía con el de la guerra de Marruecos, lo que hería los sentimientos de los militares que derramaban su sangre y su esfuerzo en el Protectorado, combatiendo además contra una política gubernamental  de indefinición, de medios de comunicación dispares en el apoyo y objetividad informadora y aquellos militares ‘junteros’ (despectivo o apelativo a su adscripción a una Junta Militar), destinados o con plaza estable en la Península, que veían con desagrado los ascensos por méritos en campaña. Todo ello propiciaba un caldo de cultivo para el antisocialismo en buena parte del Ejército. La política, no obstante pruebas de honestidad y buenas intenciones, era incapaz de resolver un conflicto en auge.
    El desarrollo de las revueltas de 1917 se ajustó a un modelo clásico: comenzaron siendo protesta de un estamento militar que se consideraba privilegiado, pasando en breve a sectores políticos, desembocando, como podía aventurarse, en acciones violentas en la calle; que a su vez generaron una represión que concluyó con ellas. La singularidad de un proceso tan enmarcado en los modelos clásicos cabe situarla, pues digamos que la hubo, en que cada una de las fases pudo desarrollarse aisladamente sin que se produjera colaboración entre los tres sectores implicados: militar, político-parlamentario y obrero. Visto en perspectiva, no es exagerado indicar que la auténtica víctima resultó ser la Corona, como cúspide de un sistema que todos repudiaban sin que cuajara un movimiento de adhesión requerido para reforzarla en su papel de árbitro; por otra parte indispensable y ampliamente admitido sin exteriorizarlo.
De ahí que este año de 1917 sellara definitivamente el destino de la Restauración. Valga como ejemplo que el 27 de mayo, en un mitin en la plaza de Toros de Madrid, Miguel de Unamuno y Melquíades Álvarez, personajes públicos no extremistas aunque sí reivindicativos de sus aspiraciones y conocimientos, al protestar por la neutralidad que impedía tomar parte en la Gran Guerra, luchando a favor de la democracia, aludieron a la posibilidad de colocarse contra el Monarca.


Un breve apunte, a modo de ilustración, de la situación en el Ejército; en síntesis, la pugna entre militares con destino en África y los peninsulares. Nunca faltaron jefes y oficiales que solicitasen destino en el Protectorado español del Norte de África; algunos incluso recurrían a influencias para conseguirlo. Por lo que el Ministerio de la Guerra no tuvo que recurrir a envíos forzosos ni a turnos que hubiesen repartido equitativamente honores y cargas, sacrificios y méritos. Luego, paradójicamente, se creó un problema serio. Los ‘africanos’ propendían a considerarse a sí mismos como activos y valerosos, contemplando a los demás como si su actitud se circunscribiera a la comodidad, a la rutina y la burocracia. En opinión de los “peninsulares” se estaba creando una especie de privilegiado escalafón artificial: camaradas que salieran de la misma promoción estaban colocándose dos y hasta tres grados por encima de lo correspondiente a su edad. Con esto se sentían perjudicados pues los ascensos eran copados por quienes alegaban, con razón, méritos de guerra
    A mediados de este año, Eduardo Dato recibió el encargo de formar nuevo Gobierno y de paso buscar una solución ecléctica al conflicto entre militares, de las que no contentan a nadie aunque sean estén pensadas para satisfacer mínimamente a todos. La solución o arreglo o apaño más o menos afortunado, consistió en legalizar las Juntas de Defensa pero convirtiéndolas en órgano de asesoramiento y consulta del Ministerio de la Guerra (decreto de 12 de junio de 1917). Una solución de compromiso y apaciguamiento.
El rey y su Gobierno habían cedido a las presiones, a qué negarlo o maquillarlo. Se revelaba la debilidad que aquejaba a las estructuras de poder de la Monarquía. Seguramente, el intento parlamentario constituyente  junto a los anuncios de huelga sonando inminentes, aconsejaron al Monarca y sus colaboradores a buscar un acercamiento al Ejército pagando el precio demandado por los coroneles. Eduardo Dato necesitaba al Ejército como fuerza represiva para lo que se avecinaba, y actuó en consecuencia.
    Andrés Saborit, sindicalista, que formaría parte del comité de huelga general, comentó tiempo después la desigualdad que supuso el que a los obreros no se aplicasen medidas de clemencia como las que beneficiaban a los militares. Replicaba Eduardo Dato a esta queja que, pese a intemperancias y excentricidades de algún juntero (Benito Márquez, concretamente), no se había producido por parte de las Juntas de Defensa ningún acto de violencia ni de rebeldía, mientras que en los huelguistas se castigaban delitos ordinarios cometidos en ocasión de la huelga.
    El peligro de pronunciamiento quedaba disipado con el pragmatismo de Dato. El 15 de junio de 1917, la Junta Superior, en nombre de todas las demás, declaró enfáticamente negando que los militares tuvieran intención de mezclarse en cuestiones políticas. Cuando los organizadores de la  Asamblea parlamentaria tomaron contacto con los junteros hallaron la más absoluta repulsa. Asustaba en el seno del estamento militar que se formasen comisiones revolucionarias entre los suboficiales y clases de tropa. Aunque no sintiesen afecto por Dato y su partido, estaban obligados a apoyarle.
Hay acuerdo general entre los historiadores en admitir, como ya hiciera el conde de Romanones, que en 1917, al destruirse las posibilidades de un Gobierno estable, primero liberal, luego conservador, llegó a su final el procedimiento del turno o ‘turnismo’. A partir de entonces y aprobado el ensayo por el Rey, se propiciarían los gobiernos “de concentración”. Pero antes de que aflorara la crisis, bien en discursos bien en artículos de prensa, se hicieron continuas referencias a la necesidad de modificar o sustituir la Constitución. O sea, lo que fallaba según la opinión pública no era el “turno” sino el sistema mismo de la Restauración. Flotaba en el ambiente la palabra cambio. Francisco Cambó, jefe de la Lliga (formación política de derecha) y uno de los políticos catalanes más clarividentes, harto pragmático también, explicitó lo siguiente: “Hay dos maneras de provocar la anarquía, una pedir lo imposible, otra retrasar lo inevitable”. Por inevitable hay que entender el cambio en el ordenamiento constitucional.
    Sabino Arana, el ideólogo y muñidor del nacionalismo vasco, permaneció un tiempo considerable en Barcelona, a la busca de inspiración y mimbres para aspectos de su propio movimiento. A su vez, Cambó recorrió el norte de España tomando contacto con las zonas donde más fuerte era el sentimiento regional. Pretendía Cambó modificar el centralismo liberal por una descentralización autonomista, como la industria catalana reclamaba. Tanto Arana como Cambó abrigaban sentimientos muy conservadores, anteponiendo esta convicción a otros considerandos que posteriormente han alcanzado un nivel público inmerecido. Francisco Cambó prestaría su colaboración al bando nacional durante la Guerra Civil de 1936.
    Suspendidas las sesiones parlamentarias e instaurada la censura de prensa de la guerra europea, las garantías constitucionales se encontraban muy aminoradas. La opinión pública subrayaba la falsedad de los turnos. Antonio Maura y Cambó, figuras que atraían por la vivacidad de sus propuestas, reclamaban que se permitiera a las ‘fuerzas vivas’ de la nación manifestarse y acceder al poder. Los bloques liberal y conservador se fraccionaban. Maura no ocultaba su oposición a Dato. Un grupo escindido del partido liberal dirigido por Melquíades Álvarez, presentándose como ‘reformista’, abrigaba la esperanza de alcanzar un acuerdo con socialistas y republicanos de izquierda.
    El 1 de junio de 1917 Cambó pidió a Dato que reabriera las Cortes; en caso de una negativa le anunciaba que los parlamentarios estaban decididos a reunirse por su cuenta. La coincidencia de los diversos grupos, reformistas, regionalistas, socialistas, republicanos, etc., era muy frágil. En el caso de la Lliga sus referencias a una España grande y ‘real’ implicaban el reconocimiento de autonomías regionales como en el manifiesto de Prat de la Riba del 15 de junio de este año se mencionaban. Los socialistas y republicanos de izquierda iban más lejos: provocar, mediante una huelga general la caída de Alfonso XIII, formándose un Gobierno provisional que convocase Cortes constituyentes. Un programa que se ejecutaría catorce años después. Los sindicatos CNT y UGT parecían estar de acuerdo en la huelga general y en su carácter revolucionario, pero los cenetistas querían sustituir al Ejército por milicias populares e implantar un sindicalismo totalitario. Otro programa que se haría práctico el 20 de julio de 1936.

El Ejército custodia la circulación de los tranvías.

El 5 de julio de 1917, no habiéndose registrado intención gubernamental para reanudar las sesiones de Cortes, Ramón de Abadal i Viñals, senador por Cataluña, reunió a los diputados catalanes en un salón del Ayuntamiento de Barcelona para deliberar sobre los medios que debían ser empleados para superar el paréntesis que significaba la suspensión indefinida de las Cortes. Como se abstuvieron de concurrir los senadores y diputados que se consideraban estrictamente fieles a la Monarquía, la reunión significó un mal augurio para la Corona, que estaba siendo objeto de debate. El resultado de la primera reunión de Barcelona, además de celebrar una segunda en el mismo lugar pero invitando a los parlamentarios de toda España, fue un manifiesto. Se solicitaba la inmediata convocatoria de elecciones para Cortes dotadas de poder constituyente, a fin de que pudieran proceder a la reforma de la estructura del Estado. Un régimen de autonomías.
Era la primera vez que desde sectores distintos del republicanismo federalista, se solicitaba una modificación sustancial en la estructura del reino, cambiando de hecho el modelo creado por Felipe V. Antonio Maura que había defendido proyectos descentralizadores, negó su colaboración por fidelidad a la dinastía y arrastró a una amplia mayoría. La reunión del 19 de julio, iniciada en el Círculo de Bellas Artes y concluida en el restaurante Casino, estuvo compuesta por 13 senadores y 55 diputados. Alfonso XIII, que tenía motivos para suponer que tras la maniobra hubiese intrigas extranjeras orientadas a convertir a España en país beligerante a favor de los aliados, trató de llegar a un acuerdo con Cambó para la formación de un gobierno que podía ser de salvación. Los dirigentes de la Lliga estaban probablemente inclinados a  aceptar la sugerencia, porque veían crecer la marea revolucionaria que les afectaba en cuanto burgueses, pero los conservadores se mostraron llenos de prejuicios, en especial respecto al argumento de la “personalidad de Cataluña”, cuando lo que se pretendía desde esa región era el mantenimiento de sus privilegios comerciales y económicos. En muchos periódicos de Madrid se desató una dura campaña contra los intereses catalanes.

* * *

Los asambleístas del 5 de julio, en Barcelona, no consiguieron sus objetivos; ni los próximos ni los que podríamos definir como remotos. Tampoco surtió efecto la propuesta de Melquíades Álvarez queriendo convalidar la soberanía nacional propugnada por Cánovas por la de soberanía popular. La revuelta política no pudo, por tanto, vincularse a la gestada en la calle marcadamente obrera.
Conviene ahora, antes de proseguir el relato cronológico de los hechos, volver la mirada unos meses atrás. El panorama nacional, analizado sumariamente, muestra al Gobierno Romanones efectivo desde el 9 de diciembre de 1915 desarrollando una política vacilante y desafortunada en materia de orden público. Romanones como presidente y Ruiz Jiménez como ministro de la Gobernación, en ningún momento favorecieron a la Policía con las medidas adecuadas para el ejercicio de su cometido. Del 12 al 23 de mayo tuvo lugar en Madrid el II Congreso de la Unión General de Trabajadores, alcanzando el acuerdo de promover una huelga general en toda España; adherida la Confederación Nacional del Trabajo, se buscaba protestar contra el Gobierno por incumplir las promesas respecto al abaratamiento de los transportes, la realización de obras públicas o la supresión de gastos improductivos como la guerra de Marruecos.
    Con posterioridad se produjo el paro de los Altos Hornos, en Bilbao, y la huelga general de ferrocarriles del 13 al 21 de julio, que obligó a la militarización de los ferroviarios. El 18 de diciembre estalló la huelga general de 24 horas en todo el territorio nacional, declarada por las organizaciones y sociedades obreras con la colaboración de las de carácter anarcosindicalista, invocando como pretexto el encarecimiento de las subsistencias.
    Estos conflictos esbozaban un ensayo general para acciones futuras, de trascendencia mayor. Hacía unas semanas, en noviembre, sucedió algo que pasó inadvertido para la mayoría de la sociedad española: entró en España Lev Davidovich Bronstein, de 38 años, expulsado de Francia por las autoridades galas, y detenido por personal del Cuerpo de Vigilancia que lo ingresó en la cárcel modelo de Madrid el día 9, en espera de la resolución que se adoptase con respecto a él. Permaneció en prisión hasta el 12, en que se acordó cursar su expulsión de España, embarcando en Cádiz dirección a La Habana tras el envío de un telegrama de despedida a sus amigos marxistas de Madrid, dirigido a Daniel Anguiano. Este extranjero expulsado de España conseguiría al cabo notoria celebridad histórica bajo el nombre de Leon Trotsky; veinticuatro años después moriría asesinado en Méjico por el comunista español Ramón Mercader del Río.
Nace 1917. Las batallas en los diversos frentes europeos son cada vez más violentas. En el frente ruso ha estallado la revolución; el ejército ha secundado la rebeldía de los miembros de la Duma, que obligan el 15 de marzo a abdicar a Nicolás II a favor de su hermano el gran duque Miguel Alexandrowich, sostenido por débil y efímero gobierno presidido por el Príncipe de Low. El zar y la familia real son de hecho prisioneros de los revolucionarios. Estos acontecimientos repercuten en la opinión pública española, despertando el temor de que se repita la revolución al estilo ruso. La política española sufre alteraciones girando en torno a un eje que no parece firme. Del 18 al 20 de abril forma Gobierno por tercera vez Manuel García Prieto, marqués de Alhucemas; la cartera de Gobernación es para Julio Burell. Este ejecutivo se mantiene hasta el 11 de junio, fecha en la que es sustituido por el que preside Eduardo Dato e Iradier, quien nombra como ministro de la Gobernación a José Sánchez Guerra.
Retomemos el hilo de la narración histórica. Se estaba gestando en la calle una revuelta obrera con visos de revolución, tomado el modelo de Rusia. El movimiento de huelga se desencadenó de una manera irregular, anárquica, violento, pero irrefrenable incluso para sus promotores que acusaron en su seno tal desbordamiento. Para el Gobierno Dato, también para el Rey, los resultados de ese movimiento pueden valorarse objetivamente como favorables, pues permitió apoyar el argumento de que existía un verdadero peligro de subversión social muy peligrosa. La agitación, como ha quedado escrito, se venía gestando desde la primavera del año anterior, y eclosionó o hizo crisis a través del sector ferroviario cuando, en Valencia, la Compañía del Ferrocarril del Norte rompió unas prolongadas negociaciones sostenidas para la revisión salarial despidiendo a 35 obreros distinguidos como actores y dirigentes de aquella precedente agitación. Desde el 10 de agosto el paro se endureció, extendiéndose a otros sectores. Las agresiones de los revoltosos a los escasos trenes que circulan conducidos por soldados del Regimiento de Ferrocarriles son numerosas y exceden de las previsiones de sus organizadores, nuevamente. No pudo impedir el Ejército y sus fuerzas auxiliares la comisión de atentados y otras clases de violencia contra personas y bienes.
    Así lo demostró el criminal atentado cometido el día 13, a tres kilómetros de Bilbao: la vía férrea se hallaba custodiada por miñones en dicho punto cuando fueron atacados por un grupo de huelguistas, previamente apoyados por unas quinientas mujeres que se tumbaron sobre las vías; a la vez, un grupo de agitadores afín al anterior levantó los rieles para descarrillar el tren correo a su paso por el puente de la Peña; cayeron por el terraplén la máquina, el ténder y dos vagones causando la acción terrorista cinco muertos: un niño, una mujer y tres hombres, más dieciocho heridos.
    Por aquel entonces, recogidos los precedentes, un comité de huelga en el que participaban Andrés Saborit, Daniel Anguiano, Francisco Largo Caballero y Julián Besteiro, decidió convocar la huelga general a partir del 13 de agosto, sincronizado el llamamiento por los titulares de un artículo publicado en primera página de El Socialista. Besteiro hablaba de otorgar a los sindicatos poder para aceptar o rechazar la futura Constitución, y poder también para sustituir al Ejército regular por milicias populares. En los manifiestos que se elaboraron en el Congreso socialista figuraba, además, una demanda para suprimir las corridas de toros.
Para desencadenar la revolución, los socialistas llegaron a un acuerdo con los anarquistas que se tradujo en la delimitación en tres sectores para llevar a cabo las acciones estipuladas. Mientras Paulino (Pablo) Iglesias, fundador del Partido Socialista, se responsabilizaría de Madrid, Castilla y Vizcaya, con la colaboración de Largo Caballero, Besteiro, Cabello, Cordero y Saborit; el republicano Alejandro Lerroux se ocuparía de Cataluña, Andalucía, Valencia y Aragón, contando con la ayuda de Pestaña, Seguí, Buenacasa, Garbó, Marcelino Domínguez, Anguiano y los republicanos valencianos; el republicano Melquíades Álvarez (posteriormente asesinado por el Frente Popular en la cárcel Modelo madrileña) dirigiría la actuación revolucionaria en Asturias (donde más se prolongó la lucha) y León, respaldado Llaneza, Teodomiro Menéndez y Quintanilla. El Partido Socialista era el eje organizador del movimiento revolucionario que pondría fin al sistema constitucional para encaminarse a la dictadura del proletariado, según las directrices marxistas.
    España se enfrentaba por primera vez con una huelga revolucionaria en la que las reivindicaciones salariales y la solidaridad con los obreros despedidos quedaban en segundo plano o más allá, rebasada la excusa. Tres meses antes de que se produjera el gran colapso leninista en Rusia, el socialismo español se presentaba a sí mismo como instrumento revolucionario para la modificación de la estructura del Estado. La huelga revolucionaria buscaba provocar el caos en toda España, paralizándola y aterrorizándola, dejando a las ciudades sin pan ni luz eléctrica, ni gas, carbón u otros combustibles impidiendo las comunicaciones. La huelga arrastró un total de 70 muertos, más de la mitad en Barcelona. El movimiento revolucionario ofreció repercusiones diferenciadas de acuerdo a los escenarios en que se manifestó; por ejemplo: muy duro, general y breve en Cataluña (13 a 18 de agosto); prolongado, confuso e inconexo en Asturias. Cuando la huelga terminó con éxito para el Gobierno, sin concesiones, cada uno de los bandos enfrentados publicó su versión, abultando cuantas noticias resultaban desfavorables al enemigo y ocultando lo que podía perjudicarle.
    El recuerdo de la revolución en Rusia estuvo presente en el gobierno Dato, por temor de reproducir en España sucesos que pusieran en riesgo las instituciones. Desde 1905, en que tuvo lugar el famoso “domingo sangriento”, en Rusia, las manifestaciones populares que se desarrollaban ante el Palacio de Invierno que derivaron en graves revueltas llevaban en cabeza mujeres y niños, parapetos de los promotores de los disturbios cuales los revolucionarios varones. Ya en Madrid, en la manifestación que inesperadamente para el Gobierno surgió de la glorieta de Cuatro Caminos para dirigirse por la calle de Bravo Murillo hacia el centro de la capital, a las cuatro y media de la tarde del 14 de agosto, figuraba una numerosa vanguardia ofensiva femenina e infantil cumpliendo las consignas de los organizadores; mujeres y niños como coraza para los agitadores y revolucionarios amparados en ella para atacar a las tropas que había movilizado la declaración del estado de guerra el día 13. Terminada la cruenta lucha en pocas horas, sumida la población en desconcierto nacido del desengaño, el temor y la tristeza, con víctimas repartidas entre ambas facciones contendientes, el Gobierno ordenó a las brigadas de Servicios Especiales y de Investigación Criminal la busca y captura del evadido comité revolucionario, lo que ocurrió a las ocho de la noche: el Comité del movimiento revolucionario fue capturado en su totalidad con enorme sorpresa y nula reacción por parte de sus integrantes, en uno de los pisos donde solían reunirse sito en la madrileña calle Desengaño, número 12.
El relato periodístico (diario ABC, 16-8-1917), extractado, es como sigue:
“En la habitación contigua al comedor los agentes policiales encontraron a Francisco Largo Caballero vicepresidente de la Unión General de Trabajadores escondido entre dos colchones de una cama; debajo de esta, a Andrés Saborit Colomer vicesecretario del comité nacional del Partido Socialista; a Julián Besteiro vicepresidente del comité nacional del Partido Socialista detrás de un armario; envuelto en una cortina a Daniel Anguiano Mangado vicesecretario de la Unión General de Trabajadores; Virginia González presidenta de la Agrupación Femenino-Socialista fue hallada en la cocina, detrás de una tinaja: cuando la Policía iba a detenerla se abalanzó a una ventana y arrojó por ella varios documentos. Entre los papeles encontrados en la casa figuraban itinerarios de las cuencas mineras, puntos donde hay talleres ferroviarios, claves y una proclama con instrucciones completísimas a los revoltosos. En la proclama se lee: “Las mujeres y los niños son muy útiles en las revoluciones; tienen una temeridad extraordinaria y les agita un furor de destrucción que hay que dejar expansionar”. Además, en las instrucciones se dan fórmulas para fabricar explosivos y medidas para levantar barricadas e interceptar las principales vías de una población”.
    La documentación ocupada en el lugar indicado, condujo al descubrimiento en la madrileña calle del Oso número 11 de una lista con 900 nombres de implicados en el movimiento revolucionario.
En Barcelona acaudillaron el movimiento subversivo Samblancat, Pestaña, Lerroux y Marcelino Domingo, quien figuraba como futuro “ministro de Instrucción Pública”, siendo este cargo el que efectivamente ocupó en el Gobierno provisional formado el 14 de abril de 1931 al ser proclamada la II República española. El comité detenido en la calle del Desengaño, sometido a consejo de guerra, fue condenado a graves penas de privación de libertad; pero una campaña pidiendo la amnistía primero y su elección posterior a diputados a Cortes les abrió en seguida las puertas de la prisión, retornando de nuevo a sus maniobras y actuaciones en la política cuantos lo compusieron.
    El Gobierno de Eduardo Dato, sofocada la incipiente revolución, detenidos sus cabecillas y de nuevo imperando las actitudes cívicas en la calle, quiso premiar especialmente el heroísmo y sacrificio de los tranviarios que no secundaron la huelga y resistieron a todo tipo de coacciones y violencias de sus compañeros huelguistas, siendo el ministro de la Gobernación Sánchez Guerra el encargado de patentizar la gratitud oficial. Por su parte, el ministro de la Guerra, Fernando Primo de Rivera y Sobremonte, concedió a los conductores, cobradores e inspectores de la Sociedad de Tranvías que reunieron esas condiciones la Cruz de Plata del Mérito Militar con distintivo blanco. En una alocución en el salón Canalejas del Ministerio de la Gobernación, su titular pronunció un vibrante discurso ante todos los condecorados (en extracto, diario ABC, 18-8-1917):
“¡Revolucionarios! ¡Revolución! Revolución, ¿con qué finalidad?, ¿con qué programa? Yo no lo conozco; a menos que hayamos de hacer el acto de justicia de tomar como programa, ya que el árbol se conoce por sus frutos, aquel vil descarrilamiento de Bilbao, los atentados con cartuchos de dinamita de Lugo y Villena, el asesinato cobarde del guardia de orden público Ors, en Barcelona; la muerte dada traidoramente y a mansalva al desgraciado capitán Fernández Pablos, en Barcelona; el asesinato cobarde perpetrado por un grupo de revolucionarios que descerrajaron un tiro en la cara de un Guardia Civil, en Yecla; la colaboración de los penados o los actos de vileza, tan contrarios a la hidalguía del pueblo español, de tomar como vanguardia y escudo de sus fechorías a las mujeres y a los niños… Esos no pueden ser revolucionarios, y españoles mucho menos…”

Reza la placa conmemorativa: Bilbao y su provincia al Regimiento de Garellano n.º 43 que contribuyó al restablecimiento del orden en Vizcaya en agosto de 1917


La huelga de 1917 es, hasta en sus protagonistas, precedente de los acontecimientos de 1934 y 1936. El movimiento revolucionario de este año 1917 coleó durante meses en clandestinas reuniones que no parecían dispuestas a emerger; pero en Asturias, considerada la región en su conjunto para mejor ilustración de lo que se expone, el rescoldo de los acontecimientos perduró en la superficie manifestándose en capítulos encadenados a las circunstancias. Cuando todo parecía controlado, dada por finalizada la huelga y su repercusión revolucionaria, estalló la violencia entre los empresarios mineros y los responsables de la agitación. La secuela de odios dejada en Asturias entre los enfrentados no se superaba y ello acarreó un empobrecimiento social de todo tipo: hasta finales de 1918, más de un año después de aquella fracasada experiencia revolucionaria, no se consiguió una producción normalizada en las minas; para entonces las demandas de los beligerantes en la guerra europea habían cesado, a causa del armisticio, como se notaba también la caída de las exportaciones en otros sectores. Políticos y periodistas de la izquierda trazaron un siniestro cuadro de torturas y ejecuciones que no llegó a existir; por su parte los de la derecha destacaron con negros trazos las crueldades de los revolucionarios, callando todo lo demás. Así, multiplicando cada bando las acusaciones recíprocas y atizando con ellas los motivos de enemistad, se creó una atmósfera irrespirable de la que nació la leyenda de la Asturias peligrosa, violenta y roja, muy diferente de cómo era en realidad; lo que demostraron las urnas en las elecciones de ese año 1918, volcándose los votos asturianos a favor de los candidatos conservadores. Esta leyenda tuvo un gran peso en los posteriores acontecimientos de 1934 y 1936.

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