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Las luminarias del iluminado


—He de cambiar el mundo —decidió un día; y al siguiente empezó a pactar alianzas con quienes, bajo su inspirada guía, pensaba válidos para conseguir tamaña empresa cuanto antes.
En eso llegamos al momento presente.

I
Los pasos del iluminado suenan huecos como la voz que cuando habla nada con inteligencia dice. Aun así, a solas y en cadenciosa marcha por los pasillos que conducen a la sala de reuniones, este personaje evanescente de andar rígido pregunta a la sombra que le cubre: ¿Verdad que mi carisma sobrepasa las fronteras?
“Y los continentes y hasta los espacios sidéreos”, responde con sibilina fruición la sombra parlante, afilada, ominosa, consejera dilecta del primario consultor.
Recorre el sinuoso trayecto de los pasos perdidos agasajado por el vicio solitario de la vacua verborrea, recreándose en victorias imaginarias dispensadas de batalla. El personaje desfila solo y en claroscuro, solo y pagado de sí mismo, solo y ataviado de gracejo practicado en muecas previamente dibujadas al carboncillo en una cuartilla escolar. Cuando marca la agenda el trazado de la perpetuidad, recogido en sus aposentos cercados de rocosa protección, describe su trayectoria a un biógrafo mercenario que escucha a larga distancia, inserto en algún despacho de funcional diseño con accesorios para el bienestar material proporcionados a los colaboradores.
Y es que el personaje trajina concienzudamente —en lo que le permiten los que conceden— la irisada tela adherente del presidencial asesoramiento, con repercusión pública de alcance inmediato; el mentor y sus pupilos, vocacionales de la renta indefinida, departen sobre los objetivos y las conveniencias. Allanado el terreno por el que habrá de transitar con pompa, boato y diligencia, disipadas las dudas internas que alteran la debida prestancia, reforzadas las cautelas exteriores como baluarte en la defensa de la posición tomada y reclamada, es cómodo e incluso gratificante desplazarse en olor de combustiones varias sacando la consecuencia de que se es, modestamente, más que el resto; un poco o un mucho más visionario que el resto de los mortales. ¿Y la salud, qué? No cunda la inquietud en el aliado: de salud, bien. Una salud correcta, una mente activada, un conjunto útil; cuerdo, cuerdísimo el caletre del patrocinador, el avalista, el hacedor de posibles imposibles —en la medida que permiten los que conceden.
Que la locura es cosa de genios; materia reservada es la locura a los caballeros andantes nacidos de excelso ingenio. El celebrado símbolo de la progresía no está loco. ¡Qué ocurrencia impertinente! Sus ínfulas le vienen de la peripecia adolescente y juvenil; esa que trae y lleva por derrotas de vorágine inoculando, en momentos auspiciados por el manejado destino, el afán de revolución al estilo subterráneo y de recoveco.
“Víctima propiciatoria de circunstantes empeñados en dilucidar el porvenir desde la óptica privativa de la pretensión” —alegaría un abogado defensor especializado en trámites de componenda.
“Irredentos cautivadores de voluntad le arrastraron a la perfidia y la consiguiente desazón” —créanme gentes, créanme militantes y simpatizantes, créanme también los diseñadores de la causa otrora triunfante, que necesito cobrar mis abultados emolumentos antes de que venzan en secuencia programada los muchos plazos crediticios que atosigan mi reputado bienestar.
“Un traspié lo da cualquiera. Sean benevolentes y concurran a mi voz con las suyas, a nuestra voz hermanada en súplica de paz… piedad… perdón… y añadan lo que les plazca para que resulte del todo convincente”.
La disertación deja atónito al de por sí aturdido iluminado. Qué elocuencia suasoria la de este redivivo san Judas, por mor de la paridad alternando en la vibrante defensa con santa Rita; citados desde la perspectiva laica, por supuesto. Pero, ¿a qué viene este juicio de futuro en un presente halagüeño, pletórico de compadreo, anticipo de victoriosas campañas con el adversario, el único adversario habido y por haber, sacudido inmisericordemente por los cómplices elementos? Falsa alarma, se convence el aludido.
El pasillo es largo como la impaciencia, tan largo como las previsiones a futuro; tan largo y desangelado como el discurso de un tirano amplificado por las omisiones de los pusilánimes y las acciones de los voceros en nómina. En el pasillo destellan los fuegos fatuos de la incontinencia, conocidos resplandores que a veces, algunas veces, incordian la tarea del gran aliado. El pasillo es un oráculo de advertencia filosa, de aguzado consejo que interpreta las visiones, que anuncia al oído del privilegiado que el hombre normal está a merced de los anuncios, las proclamas, las verdades oficializadas que impiden la libertad y las consignas, recluido en la casa de los orates. El pasillo es un refrendo para la semiclandestina gestión del iluminado. Alivio, ánimo, impulso. Un nuevo impulso, un soplo de aire… flámeo abrasador, ceniciento.

II
No le entusiasman al personaje los viajes regulados por el protocolo de cumplimiento más o menos estricto, con citas a media luz, citas a puertas entornadas; encuentros en fases reivindicativas, encuentros orlados por la premura; tomas de contacto a primer envite, tomas de contacto con la mesa surtida de viandas apenas degustadas y no por falta de apetito.
Las visitas de confraternidad solapadas con las de precio agotan al más pintado, pero tienen su punto resultón en la fotografía de consumo doméstico. Dan tiempo a disponer el rictus en ángulos familiares, de confianza. La presteza ante la cámara ha de ser una característica de liderazgo, y otra el fiarse a las encuestas de aceptación que aderezan los maestros cocineros del palacio-residencia. La afabilidad es la tercera de sus pregonadas virtudes —a la estela de la tolerancia, por supuesto—; recibe siempre deferente, ha memorizado. Pero no al enemigo, pues con éste mejor sobriedad y exclusión que trae intenciones de desalojo.
Vestido de sastre cuando impera la dignidad forzada del cargo y algún que otro espectáculo cuya trascendencia supera el localismo, porque el cuerpo no da para licencias, tiende al histrionismo publicitario en plaza favorable y al apocamiento encogido en terreno de túmulos y quebradas. En ocasiones de guarda y espera, aislado en su ignorancia del trato mundano y el intercambio de expresiones que superan los monosílabos y el gesto universalmente interpretado, las manos se le van a los puños de la camisa como el toro a la querencia de las tablas cuando el futuro pinta negro luto, negro ridículo, negro fracaso, negra adversidad. Solo en las antesalas y los vestíbulos, abandonado a su suerte por la deslizante compañía gubernamental, la escolta, el séquito, la comparsa bien pagada con los impuestos de los sufridos contribuyentes, don nadie, es decir, el iluminado, estira las mangas y el capirote que cree llevar puesto como emblema de autoridad; lleva una mano a la otra, un pie al otro, un suspiro a un lamento con la mirada en vaivén y el semblante descompuesto, inhábil para el recuerdo fotográfico; la cabeza en declive cervical, el cuerpo en pendiente dorsal; la memoria ayuna y el diplomático fingimiento ausente. Llegado el trance de los saludos y los inicios y los posicionamientos, retrasado en la puesta en escena, mendiga a empujones de colaborador cercano unas frases entrecortadas y de mero compromiso o unos segundos de protagonismo favorecedor, justificante del dispendio y la representatividad. Cortésmente interesado por lo ajeno, rehuyendo hablar de lo propio que sirve como moneda de cambio para las continuas cesiones. Nada de lo mío, todo de lo tuyo; tú en tu casa, yo en las mías y tan amigos.
Sonsacar a don nadie, entiéndase, el iluminado, en los recesos de las cumbres es tarea ardua y no pocas veces ingrata para el esforzado periodista, por la ausencia de contenidos y el derroche de tópicos y aforismos. Cuando parece que va a conseguirse de él una frase significada en el contexto presente, y con proyección realista para lo sucesivo, amaga una ocurrencia, sonríe sin expresión, mira sin ver, calza las manos en los bolsillos del pantalón, mengua la figura y pronuncia jovialmente: “Hay que esperar, estamos negociando intensamente para conseguir lo que nos proponemos. Todos somos amigos y nadie saldrá perjudicado”. Y cejas y labios amplían el arco, y a partir de entonces es inútil hacer recaer las preguntas sobre el tema expeditivamente desechado.
Claro que otras reuniones de trascendencia limitada y cobertura mediática reducida ayudan a mejorar la postura y a recobrar, siquiera unas imágenes y unos textos, el protagonismo y la dignidad del mandatario con iniciativas, soluciones y parabienes múltiples a todos los pueblos del planeta rojo… morado… verdegay. Aparentemente.

III
El pasillo que enmarca al iluminado huele a chamusquina, pero el petimetre resta importancia al tufo porque le es familiar. A la vuelta de la esquina, supone, le han asegurado los que mueven los hilos, aguardan los aliados, los cómplices y los encubridores extranjeros y autóctonos: los del petróleo, los del gas, los “antis”, los “contras”, los porta retratos, los hacheros, los prendedores, los posesionados y el acopiado gabinete de táctica. Una reunión-encuentro-cumbre a la hechura de la afamada disposición del presunto convocante, errabundo por el inacabable pasillo de acceso. Largo es el recorrido hacia la gloria terrenal.
En su feudo y con su hueste, el visionario experimenta una cálida sensación de dominio y asilo a la vez; aquí, con ellos, entre ellos, lo tratan consideradamente porque encarna el espíritu dador que tanto agrada a sus amigos y aliados. Qué feliz es quien reparte entre los suyos para beneficio común; prolongado, perenne a ser posible el beneficio. Sus amigos y aliados ultramarinos le reconocen sus desvelos en pos de un mundo idílico exento de intrigas, conspiraciones, tramas, sumisiones y predominios. Un placer sentarse a la misma mesa con tan entregados colaboradores, siempre dispuestos a apoyar las iniciativas que los infatigables asesores expiden sumariamente y a recibir la contraprestación dineraria.
Allí, a cubierto, en el lugar protegido, el líder puede entrar y salir solo o acompañado sin la molesta, delatora obsesión por revelar sus carencias. Qué mala gente frecuenta los compromisos ineludibles de las personalidades. Cómo son, cómo actúan; desaprensivos, acusadores, irreverentes. Allí, en el perímetro acotado de la organizada reunión-encuentro-cumbre, es intrascendente si pierde la mirada en el vacío, si tararea melodías en boga, si recita la lista de la compra venidera, si se sienta o se levanta, si come o bosteza. Sus amigos y aliados le respetan, le aprecian; y los empleados de la presidencia-refugio le adoran, le consideran un ser excepcional. Así da gusto, aunque a ratos el olor a quemado sea insoportable. Vaya lo uno por lo otro.

IV
A tiro de piedra, a vista de fogonazo, la eternidad del pasillo despejaba su final. Surgía de la dicha longitud una claridad como de antorcha, como de tea ardiente; un aviso de proximidad civilizadora en la que negociar y acordar lo que a las partes, única y exclusivamente a las partes, interesa y ansían.
Don nadie, ojeando las paredes, el suelo y el techo, acercaba la más cordial de sus imágenes a la expectación de los ya congregados; a buen seguro impacientes por recibirlo en olor de multitud, no con ese pestazo a hoguera de mala combustión que anega los sentidos. El fuego tiene su aquel mágico y su aquel purificador; al iluminado el fuego le provoca una contradicción existencial, quizá por sus antagónicos significados. Es sabido, es de público conocimiento, que la historia auténtica, documentada y el revisionismo podador que prodiga el multidisciplinario entorno del líder son incompatibles. Aduce en su descargo —el ígneo, no el histórico— que el fuego es una temperatura extrema que calienta globalmente hasta lo que no debe. Pero del frío, del inclemente frío que provoca periódicas glaciaciones, no hace mención; quizá por ignorancia, puede que por constatada inconveniencia.
¿Y del agua? El humo pícaro, cosquilloso, revolucionario, le sofoca los pulmones tanto como las luminarias a sus ojos en el tramo último de su aproximación acelerada a la sala de reuniones. Como escapando de la pregunta. Persistente la pregunta: ¿Y el agua? Cuesta visualizarle remedando la sequía sobrevenida con palabras y sonrisas; cuesta. No obstante, forzando la imaginación, cabe idealizarlo en el fondo de un barreño lleno de salmuera, con los ojos abiertos —¿jugando al escondite?, ¿practicando la pesca submarina?— con la boca y las cejas enarcadas, con los dientes apretados y las mandíbulas prietas, con el gesto demostrativo y la piel arrugada, desnudo y pelón. ¿Y el fuego? Un ahogado estremece. Un quemado sobrecoge. Aún forzada la imaginación, también entretenida con el reto, a don nadie le saca del barreño un brazo de grúa, el mismo que lo introduce en un horno previamente calentado para tostar la pieza cobrada. Del frío al calor; de la humedad a la sequedad. El agua residual empieza a cocer, luego se evapora y en el tercer acto, el del desenlace, la piel negrea, cruje, se aja.
Un asesor de régimen interior y comunicación privativa, tiempo ha despechado por su línea manifiestamente opuesta a las directrices y contraprogramaciones de la nomenclatura, musita desde las alturas ventiladas: “Quien a hierro mata a hierro muere”.

V
El arrollador encanto del iluminado, según la reiterada encuesta puesta en circulación por el departamento de propaganda, queda muy mermado con el trasiego climático y sus secuelas corroboradas en primera instancia sensitiva. La prueba ha excedido su cometido doctrinario. No extrañe, pues, que el artífice de la concordia, el resolvente de problemas atraídos por su naturaleza sectaria y descabellada gestión, el ente negociador a la baja por excelencia se muestra enfadado, casi iracundo, deslavazado en sus maneras, censor de actitudes no acordadas para tal ocasión. El líder monta en cólera, transmite un furor mayoritariamente desconocido en esos pagos y clama contra la insubordinación mientras la nebulosa flamígera prosigue su labor incineradora de fotos, contenedores, símbolos nacionales y demás objetos de significado peculiar.
Una protesta en toda regla la del ofendido don nadie. Insólito.
La comparsa flamígera va a lo suyo. Ya se sabe que una vez espoleados los sicarios desconocen el sentido de la proporción y de la oportunidad. ¡A quién se le ocurre actuar en casa del anfitrión!
El iluminado, megalómano de oficio, quiere imponer su orden, el llamado orden de la conveniencia en tiempo y forma. Pero nada, como si oyesen llover. ¡Qué gente! Y le replican, y le afean la conducta reparadora de daños y estragos propios. ¡Que el enemigo no está aquí!
Cómo habrá que explicar las cosas para que se entiendan sin equívocos ni interpretaciones a la carta. Por intentarlo. Entonces, inspirando con grave perjuicio bronquial los efluvios emanados por la comparsa flamígera, el achicado quiere pero no puede y lo que emerge de su garganta es un murmullo ininteligible barrido en el acto por el vocerío reivindicador y espasmódico de los aliados en trance catártico. Las frases del acongojado apenas empiezan y jamás acaban con el propósito que fueron concebidas, y es que el furor desatado arrasa la buena voluntad tanto como los modos sosegados y los silencios pautados que persiguen una comprensión que, según los asesores a distancia de seguridad, no fue pactada de antemano en la sala contigua. Un fallo lo tiene cualquiera.
Un error lo comete el más pintado y hasta el mejor escribiente echa un borrón. Qué decir de la diplomacia, con sus diplomáticos procedimientos y sus diplomáticos manejos. Traga y recibe don nadie el huerco, embozado en la humillante impotencia, contraído en su protesta este apóstol contemporáneo de la tolerancia. La tolerancia unidireccional. La tolerancia hacia los amigos y aliados que campan a sus anchas, entre humos, protestas, gritos y desafueros, ignorantes de los ruegos del amigo y aliado. Amigos y aliados. Y las cámaras y los micrófonos por testigo. ¡Mala suerte!

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