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Brigada de Investigación Criminal (y 3): Los perros policía


La memoria es una balanza con los platillos compitiendo por elevarse encima del otro, pugnaces ambos, con razones y argumentario extenso ambos; uno con memoria amarga, el otro con memoria feliz; uno brioso, el otro circunspecto; el uno y el otro dispensando cordura. Pendientes del magisterio en el aula abierta, los allegados y el invitando silente ignoran sin desprecio el tañido del reloj de la torre. Ignoran porque no oyen más sonido que el que quieren escuchar. Ignoran porque lo inevitable ya no tiene remedio, y únicamente la memoria va y viene con la más preciada impunidad.
El viejo policía revista su parroquia con indisimulada complacencia, lúcida la expresión, marcada la piel con el meticuloso cincel de la vida, acomodado el cuerpo al trascender de la propia figura. A hurtadillas, como un chavalillo travieso con el músculo eléctrico, hurta las volutas de humo de los cigarrillos dilatando las aletas de la nariz; puede que para aspirar los olores de aquella época que se relata al amor de la expresa solicitud, o para consolarse de la ineludible prohibición. De algo hay que morir, apunta la campana del reloj de la torre. Memento mori.
Ante la trascendencia, y con el debido respeto, por aquello de aliviar la congoja por un futuro imperfecto, vaya una noticia pintoresca: “Al salir del hospital, en el cual había sido internado a causa de una frustrada tentativa de suicidio, G. C., de T, en S., fue detenido por haber utilizado, a fin de dispararse una bala en la cabeza, una pistola automática para cuyo uso no tenía la indispensable licencia. (Verídico).
Sí, ha sido un paréntesis, porque no siempre sabe a triunfo y novedad lo que se añade al diario de ruta. Al viejo policía, servidor público por bien ganada oposición, le irritan esos homólogos de nuevo cuño, esas enajenaciones de la intelectualidad al uso, esos figurines de la publicidad institucionalizada y otras gentes de turbia procedencia que perjuran del Estado mientras en él y por él medran, que vierten ponzoña y bilis junto al plato que les alimenta. Si el juego sale limpio y la trampa no se descubre, estos procaces individuos son al mismo tiempo académicos de reputadas Academias y entusiastas defensores de la tiranía, partidarios de la disidencia y secretarios, ministros y diputados, varillas intercambiables del abanico parlamentario; funcionarios, asimilados y arribistas que ponen una vela a Dios —al de siempre— y otra al diablo —de rasgos mudables—, esos harto publicitados que quieren nadar y cuidar de la ropa, en la procesión y repicando, en la cocina y a la mesa, valedores de la mediocridad y consejeros de sociedades oficiosas, liberados del cotidiano esfuerzo y propietarios de extensas redes de comunicación, editorialistas y opinantes de inconfundible tendencia. Si los pillan, si alguien osa desenmascararlos o el edificio se derrumba por un providencial terremoto, sólo se paga con una despedida a volapié y una medalla de gran mérito y distinción que prende en la ignominia y escarnece a los legítimos poseedores; sin rubor los personajillos, con tufo, vileza y mentira. Y, lo peor: la pésima, la nefasta influencia social para los que debieran abrirse camino por las vías tradicionales de la responsabilidad, la dignidad, el estudio, la aplicación y el esfuerzo.
Antiguo concepto, tristemente desacreditado: “El sentido moral nos impulsa a distinguir el bien del mal y a escoger lo bueno en lugar de lo malo. En este supuesto, cuando el sentido moral no estaba ausente para la persona, la cárcel era una venganza y por ello la pena sobre aquella moral humana ejercía una coacción efectiva. Por otra parte, la vida tenía un sentido mayor de permanencia, y así se tenía un mayor apego a la misma, ejerciendo las condenas largas -sin la perspectiva de indultos o amnistías- una eficaz labor intimidante. La vida actual presenta un ritmo acelerado. Los múltiples conflictos de toda índole y las convulsiones sociales han modificado profundamente el concepto de moral colectiva hasta un límite insospechado, y al modificarlo han abierto las puertas a los instintos primarios contenidos para dar paso a los delitos en sus más amplias manifestaciones. A la juventud no le preocupa ahora una vida larga sino cómoda, y con ese objetivo no importa que en la lucha por la vida las armas empleadas sean o no lícitas si cumplen su finalidad”.
Quien cabalga un tigre será devorado a la cuenta de cien trancos. Lástima que largo me lo fiéis, señor.
El viejo policía guarda las medallas en un joyero que apenas consulta, junto a humildes pero entrañables alhajas, escapularios, insignias y estampas con más historia que él. Y más valor, aduce con la confianza del que puede presumir. Al viejo policía se le renueva la vocación cada cumpleaños, cierto, pero también se le incrementa el temor a un vacío ilimitado, presumiblemente imbatible. Mueve despacio la cabeza, carraspea con añosa rugosidad, otea con la vista cansada el horizonte en un estar plácido que concita afecto y homenaje. La percepción no engaña pero la materia ya no obedece a compás y los sentidos prefieren recrearse en paisajes de luz y color. Al viejo policía también se le entiende desde el silencio.
Placenteramente roto por el ladrido casual —o no— de un perrillo alborotador impaciente en el entreacto. Razón tienes, amigo; esta historia también te pertenece: “El humo blanco de las retamas ascendía lentamente; en la aldea había cesado de llover una hora antes. El guía dejó libre a Rex pronunciando las siguientes palabras: ‘Busca y avisa’. El perro se internó corriendo entre la maleza”. Al viejo policía le acompaña una fotografía en blanco y negro de Rex, su primer perro, emparentado con aquel Rex en servicio rural, que a su vez emparentaba con el perro Rex que llegó a España junto a sus colegas IngramArnos Arras.
“Estos perros descendían de un lote huido de Francia durante la segunda guerra mundial y que pertenecía al ejército de ocupación alemán. En noviembre de 1944 llegaron a Madrid los primeros perro-policía, fecha en la que se implanta esta novedosa y cada vez más socorrida modalidad en apoyo de muchos y diversos menesteres. Eran perros con obediencia y no sabían vivir fuera de la costumbre a que habían sido sujetos. Fueron los primeros que hubo en España y, naturalmente, había que hablarles en el idioma que entendían. Luego —y también porque está demostrada la eficacia del sistema alemán— se continuó educando a los animales con bastantes vocablos de ese idioma, palabras simples o frases cortas con el significado de adiestrar o reprender o gratificar”.
El adiestramiento de los perros policía comenzaba al cumplir el año de edad, inculcando en el instinto del perro la costumbre de una ciega obediencia. El perro debía caminar al lado izquierdo del guía para dejar suelto el brazo derecho que es el más suelto y el que mejor utiliza el hombre (se comprende que en el caso de un guía zurdo la regla se exceptuaba).
La primera etapa educativa consistía en enseñarle a sentarse, a levantarse, deslizarse por el suelo y saltar; usando siempre las mismas palabras para los mismos ejercicios. Eran palabras cortas, y dos de ellas se destinaban, cada una por su lado, a premiar o a castigar. Al perro jamás se le pegaba ni se le concedía un premio en alimentos (para no inducirle a realizar su trabajo por el simple hecho de comer, mera supervivencia; el perro policía debe obedecer. Y obedece hasta extremos incomprensibles. La palabra designada para premiar la buena conducta era “braaf”, alargando las vocales; les sonaba muy bien porque significaba que había hecho bien su trabajo y suponía la mejor satisfacción que se le podía dar. En el extremo opuesto, la palabra “¡fuí!”, pronunciada la última letra muy alargada les dolía tanto como una paliza; el sonido agudo hiere el oído y parece que molesta más que un golpe. La segunda parte del adiestramiento es la más difícil. Los perros eran seleccionados por los sentidos que tienen más despiertos. Los fuertes y con mucho nervio se destinaban a la defensa y el ataque “entra y ataca”; los de espléndido olfato, a la localización de pistas (rastreo) “busca y avisa”; los de mejor vista, más rápida y a mayor distancia, a descubrir heridos: (se apoderan de cualquier prenda del accidentado y la llevan en la boca hasta donde espera el guía; son perros éstos con una pertinaz y total entrega al servicio de la persona que se encuentra en situaciones apuradas; algunos eran enseñados a trasladar municiones o a llevar medicamentos o a conducir cables telefónicos sobre un rollo acomodado a su cuerpo; otros eran enseñados para el cometido de recuperar objetos “vuelve”. También se les adiestraba para que supieran arrastrarse a través de una zona batida por el enemigo, de modo que pudieran actuar como correos o enlaces llevando y trayendo partes a los puestos de mando. “Se llama guía al funcionario al que están vinculados; el guía debe ser amigo inseparable del perro, sólo a él obedece, sólo a él quiere de verdad”.
Se les alimentaba una vez al día, poco antes del anochecer, con 250 gramos de una harina especial y seca compuesta de avena, cebada, maíz, huesos de pescado molidos y levadura de cerveza; a continuación se completaba la dieta con 500 gramos de carne asada.
Los guías los lavaban y los peinaban cada mañana, un veterinario vigilaba su salud y vivían individualizados en su pequeña habitación durmiendo sobre una tabla o sobre un suelo caliente.
Un episodio trágico reveló la valía del perro policía en situaciones tan extremas como imprevistas: “Un día en el que volcó un camión en el que viajaban cuatro guardias con un perro adiestrado en la localización de heridos, murieron en el accidente el chófer del vehículo y tres de los pasajeros. El cuarto quedó herido de gravedad y el perro resultó con varias costillas rotas. A pesar de ello, el animal sacó fuerzas, quién sabe de dónde, para arrastrar al herido grave, la única persona con vida, fuera del camión. Y después, a costa de un sacrificio inmenso, logró llegar hasta un pueblo cercano donde los vecinos, reconociendo la clase de animal que aullaba lastimeramente ante ellos, acudieron en seguida en ayuda del único superviviente permaneciendo atrapado en el camión”. Dada su extraordinaria obediencia, estos perros también fueron “estrellas de cine”, o, modestamente, actores de reparto con una disciplina encomiable para facilidad del director y alivio del productor. Actuaban en las películas siempre junto a su guía correspondiente; uno de los mejores actores se llamaba “Brando” y había sido regalado a la policía por Staton Griffis, el primer embajador norteamericano que vino a España después de la última guerra civil. (Su película más destacada fue Sierra Maldita).
Y de unas estrellas a otras, que asoman discretas en un cielo amable, permisivo con esos momentos que retoman la senda de la grata nostalgia en la que nadie se lleva a engaño. El perro Rex de la fotografía es historia. Nosotros lo seremos el día menos pensado y quizá merezcamos el privilegio de los héroes sin tumba, los leales de latido acelerado y los soportales de arquitectura barroca. Los sentados a la mesa somos conscientes de nuestra precariedad: algún día desapareceremos físicamente. Pero puede que al cabo, inmediatamente después y por mucho tiempo, el tañido de una campana cite entre sones familiares fragmentos de la memoria viva de los que jamás mueren porque no lo permitimos.
El invitando silente, cazador de instantes, advierte que el reloj de la torre habla como un poeta y que tejido de poesía habla el cielo que preside el anunciado reencuentro. Cree que también a él le corresponde una glosa precedida de una pregunta tan breve y concisa como el diálogo entre el animal y su guía. Pudiera ser egoísmo o la interpretación de una deuda de afecto. Cree que la punzada de frío antiguo exige formular la pregunta y a ello se dispone cuando la mirada comprensiva y atenta del viejo policía cruza la suya para destinar una negativa únicamente a él perceptible. El aludido amaga una protesta tan tenue como la exclusiva petición, siente que el anterior frío repentino es anticipo del recurrente desvelo y prólogo de la secuencia que remanece invocada a cada impulso. Sí, acepta, ha pasado tiempo, mucho tiempo; puede que incluso se haya diluido el ansia, o las ansias, en un remanso de acordado olvido. Pero pervive el instante como pervive la memoria. Y quizá, lo peor, es que después, cuando no hay remedio, cuando la imposibilidad se convalida de latente a manifiesta, se desea volver siquiera un instante para vencer el instante aquel que difuminó la secuencia de polvillo blanco, de polvo ocre, de humo negro; en una madrugada sacudida. De la pregunta que da pie al comentario, al imposible comentario, se accede al ruego en un hilo de voz: “Cuéntalo”. “Cuéntamelo”.
Su mirada dice que hay mucho por contar si se quiere contar y ocasiones no faltan si se buscan. Ahora, no. El reloj de la torre habla al cielo en la lengua cordial de los poetas que traducen el puro sentimiento. A todos nos ha de llegar: memento mori. Pero entre tanto llega esa fecha que no siempre avisa, ante la que no siempre reina la disposición, la vida se impone. La vida de los presentes tanto como la de los añorados ausentes, y con ella el recuerdo de lo que no se quiere olvidar, quizá echando mano de una fotografía o acudiendo a esos lugares que legítimamente son nuestros, donde cualquier momento es bueno para vencer las inexorables distancias sentados a la mesa del honrado.
Que las tutelares alas del Santo Ángel de la Guarda protejan a los dignos servidores públicos.

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