La tecla.
El entretenimiento es una industria antigua y perenne, tan lejano su origen y relevante su cometido que ninguna civilización, sociedad, cultura o grupo humano, por menor que sea, ha prescindido de su poderosa y útil influencia. Los medios a disposición del controlador exceden con mucho a las capacidades individualizadas del afectado por la técnica y desarrollo atractivo, sugerente, poliédrico aunque unidireccional, instaurado época tras época para consolidar una inercia en el camino sin retorno.
La sumisión al entretenimiento es un hecho al que todavía falta una definición estricta. Puede que a nadie interesa llamar por su nombre lo que ese nombre llama a los creadores y usuarios, establecida inequívocamente la diferencia: como antaño entre los sexos. Tomado en singular, ese instinto primario genética combinación de placer, dominio y continuidad en el espacio tiempo, manda, impone y somete con una facilidad pasmosa y una eficacia a prueba de negaciones y controversias. La vertiente entretenida del sexo luce inmarcesible en la cronología de la especie humana: ayer igual que hoy y como mañana, si pica hay que rascarse.
Claro ésta que somos lo que somos y a esa realidad no hay metafísica que se oponga si no quiere salir trasquilada del embate. No obstante, con una salvedad que matiza el anverso del reverso del fenómeno: de la seducción a la lucha sólo media la intención del titiritero.
Anulada la lucha de clases por estéril para los avivadores del fuego, le sucede la lucha de sexos o lucha entre los sexos e, incluso, la lucha por el trueque de sexo financiado por el presupuesto público que nutre velis nolis el indefenso y atribulado contribuyente al que ni siquiera consuela la difusión por los canales al efecto de prácticas al alcance de dotes privilegiadas.
Al menos queda la ironía.
Y la apariencia, que a veces engaña y otras veces significa dando razón a la verdad. La apariencia también es un fenómeno, en gran medida vinculado al entretenimiento del actor y del espectador. Ambos son deseos a partir de necesidades, y ambos exigen la inmediatez en la consumación. No sirve el refrán, nada de grandes trechos para recorrer del dicho al hecho; ni hablar, menudo fiasco si a la espera se suma la impaciencia. Aquí y ahora y tiro porque me toca, cuando el director del juego me apunta con su beneplácito. Es así de simple y de tradicional y de progresista: donde hay patrón no manda marinero, y hasta que el gato desaparece no bailan los ratones, ni los colorados ni los blancos ni los pardos como los gatos —¡cuidado, que vuelven!— que en la noche visten de sombra. Es una distracción —sinónimo de entretenimiento— mirar, con mayor o menor interés, la modelación de los géneros para neutralizarlos en sus distinguidas características —pero sin que prevalezca el ecuánime género neutro literario, todo un logro de la síntesis cabal—, el desistimiento de la sabia perspectiva y, por no seguir citando eliminaciones, la reprobación de los símiles atinados. Lo cual, atado en un lío, no pretende dar carta de naturaleza a la aspiración de pureza y plenitud, sino, al contrario, busca erradicar la singularidad y la elección.
¡Craso error!, para el que a ciegas y a peso cae en el pozo.
¡Enorme acierto!, para quienes —siempre el número de manipuladores es superior a la unidad— encauzan los afanes ajenos en las experiencias propias vertiéndolos en un sumidero cubierto por una red: por aquello de fingir las condiciones imprescindibles para la vida terrenal.
Sin duda la apropiación de sentimientos e ideas es un arte —a todo se le llama arte—: el de la impostura. Consiste en ir suprimiendo la iniciativa personal con la excusa de ofrecer a diestro y siniestro un producto en bruto, una esencia virgen, un reclamo de actividad comunitaria para que el resultado abarque cuantas expectativas se han previamente generado por las cabezas pensantes de la ordenación.
El juego de composiciones no cesa de capturar peones de brega.