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Virtea repertorio: Bulos

Los empleados de la Secretaría Técnica para la Protección Gubernamental (S. T. P. G. sus siglas, apodados por los detractores los estasios, y también, aunque menos, los kagebillos, los estapos y los securiteteros), un organismo de control y censura eficazmente probado en los antiguos regímenes absolutistas y en las implantaciones totalitarios del siglo XX, actualizado con los métodos del oligopolio tecnológico para el interés del grupo dominante en el siglo XXI —compañero de viaje, partícipe en el acopio de poder—, trabajaban a destajo día y noche, implacables los muy bien retribuidos comanditarios en su vigilancia obsesiva e insomne para no dejar escapar una noticia perjudicial ni la menor información de origen desafecto; no obstante, es bien sabido que por índice de probabilidad, en toda estructura aparecen grietas que permeabilizan el paso de intrusiones y fisuras por donde se cuelan los temidos invasores que evidencian los fallos del sistema y los errores de ejecución en los operarios que arriesgan puesto, favor y sueldo.

    Dado que la tecnología aún distaba de capacidad autónoma para subsanar el descuido del controlador, ese remozado guardián de las esencias quien, varón o mujer, a pesar de su predispuesto desaliño en el atavío y el peinado cuidaba de disimular el ralear televisivo de su cabello con un postizo de variada factura, a los grupos de vigilantes y censores de segundo nivel se les había adjudicado con la publicidad debida un controlador de primer nivel —de probado compromiso y de lealtad acoplada a la recompensa— que vigilaba las actuaciones cotidianas, censuraba al instante los comportamientos erráticos o lábiles, guardaba las fichas individuales con el historial de servicios y dejaciones, y hacía guardar la ley interna, que era la única vigente, con su preciso articulado que no admitía interpretaciones.

    La norma de obligado cumplimiento en la Secretaría Técnica para la Protección Gubernamental, tanto en la escala básica, la pista de despegue en la que se apelotonaban los aspirantes a entrar y medrar, como en la cotizada escala superior, era la de proceder sistemáticamente a la desinformación con la interferencia arrolladora de noticias tergiversadas o, más sencillo y rápido, con noticias inventadas que colaban a espuertas por los canales de vertido en uso. La patente y la propiedad intelectual de las ocurrencias estaba en posesión exclusiva del comité director de la Factoría de Programación y Contraprogramación a la que salta y difusión a lo que surja (FAP su nombre de guerra, en referencia a la agitación y la propaganda), órgano dependiente y consultivo de la presidencia del gobierno, dirigido por el sibilino augur presidencial —la sombra del presidente, sus ojos, cerebro, su sangre, fuerza y destino—, bullendo sus peones las veinticuatro horas de los días lectivos.

    La selección de los agentes desinformadores, reclutados entre periodistas de título adjudicado, reporteros de la agitación y la propaganda, locutores de plató y cabina duchos en la sofistería de masas y la transcripción al dictado, y de los experimentados en contraprogramar por ondas, pantallas y espacios abiertos, captados en las áreas de publicidad y mercadotecnia, era rigurosa a extremo. En conjunto la tropa de estasios causaba impacto, porque no es lo mismo el disparo de un francotirador, por certera que sea su puntería, que la descarga de un pelotón de ajusticiamiento empujado el réprobo, aturdido por la condena e indefenso ante el castigo, contra la tapia desportillada a balazos.

    Los estasios actuaban de paisano y de uniforme; los visibles eran los estasios comunicadores y los relativamente invisibles —aspecto de importancia en retroceso— los estasios espías y delatores; vástagos todos ellos de la gran casta troncal. Se les disculpaba cuanto de exceso hubiera en las acciones si debido a su celo laboral advenía un desliz, un patinazo, un lapsus linguae o calami: gajes del oficio; pero si por defecto, si por alguno de los muchos defectos que suceden en el quehacer forzado al límite, chirriaba un desliz, un patinazo o un lapsus al escribir o al hablar de los que desmontan artificios y enredos, provocando la mofa en los aludidos, le costaba muy caro al infractor de la regla elemental: no dar armas al enemigo. Sostener el tinglado era prioritario en las esferas poderdantes, la máxima obligación para el comando de asalto y la fruta madura que exprimir por la sección de acompañamiento en las sedes informativas. La cadena de mando no podía tolerar eslabones defectuosos: una calificación negativa equivalía al despido y extrañamiento del culpable a una de las dependencias de corrección recordándole que por su culpa, su terrible y estúpida negligencia, se postergaba el plan. Un eslabón quebradizo daba al traste con el único plan contemplado en el horizonte y en la mesa de operaciones, lo que suponía una desdicha urticante de consecuencias impredecibles en el meollo organizativo de la Factoría de Programación y Contraprogramación.

    El tema de las ocurrencias proferidas a bocajarro de micrófono y el de las propagandas, ambas circunscritas al campo magnético del poder político y al de los poderes sucedáneos, eran recurrentes en las numerosas tertulias de análisis y comentario que plagaban las rejillas, al igual, valga la comparación, que lo son la salud y el clima y al hilo el deporte y la familia en el ejercicio sociable del entorno próximo; un modo de cubrir el expediente sin sobrepasar la frontera de lo admisible en cada territorio. En otras palabras, andar con pies de plomo por el camino marcado para no salirse de la línea marcada y que a uno lo señalen por indeseable los pegadores de etiquetas.

    De eso, que ocupaba por derecho propio la oratoria, y de otras cosas que por inherentes y demandadas en la escucha resultaban imposibles de sustraer en la exposición, trataba el libro que sus autores, el prologuista y el editor, compartiendo estrado, presentaban a un público constituido por asistentes partidarios de los criterios difundidos e informadores por razón de su trabajo. Al acto en un espacio privado —con recepción de azafata, sala de conferencia y sala para un vino español con camarero—, no había sido invitado nadie adscrito a los órganos censores dirigidos por el mando único; tales individuos se hubieran sentido ofendidos y turbados puestos alevosamente de cara al espejo. Debían agradecer la deferencia. Pero como representante de los obviados podía acudir un empleado de segundo nivel y tercera fila en la Secretaría Técnica para la Protección Gubernamental —un estasio o kagebete o estapillo securitoto— enfermo de venganza, patología originada en un supuesto agravio ya desvaído hasta en sus contornos por el abundante y denso polvo del largo camino recorrido, que creyó encontrada la ocasión para clavar su estoque y la puntilla en aquel lejano enemigo, relamiéndose de gusto imaginando el final apoteósico de su faena; ovación y vuelta al ruedo con los trofeos izados. El carné de prensa distribuido a los empleados de la Secretaría Técnica para la Protección Gubernamental lo introdujo en la concurrida presentación del libro a falta de la pertinente invitación que le hubiera acreditado personalmente.

    Con idea de abordar su momento cumbre con el mayor descaro, el que emana en chorro de un cinismo folclórico de rompe y rasga, y una esgrima demoledora, el estasillo —que físicamente también se adecuaba al diminutivo del apodo— se había entonado con cerveza en la frugal comida y pacharán a palo seco de postre repetido, viéndose el último en el reparto de asientos —tanto plan remojado le había hecho llegar tarde, una lástima porque deseaba encarar una mirada rabiosa que no precisaba ensayo a su enemigo galleando en las alturas—, todas las sillas ocupadas, zascandileó mascullando desprecios en la banda inferior de la invectiva, como quien no quiere ser oído, pero no lo evita al situarse junto al camarero. Adivinaba una tediosa espera de cabeza caliente si no aliviaba su impaciencia con vino bueno, tinto y blanco en alternancia lujuriosa, expuesto para el deleite posterior de los invitados. Brusco en cuanto torpe, a la manera del donnadie con una misión de relevancia, y aureolándose con su impostura exigió un servicio generoso al impertérrito camarero —acostumbrado a verlas venir—, y otro después, y otro tiento más durante el paseíllo en el albero. Divisaba el estasillo con su aire victorioso el estupor de su diana, ese odiado enemigo que calificaba de cultureta, al que se dirigía con ese apelativo que pretendía irritar, y el del público asistente desconocedor de la lidia, mientras le sacaba los colores con el desvelamiento de su teatrillo. Odio era el sentimiento que profesaba el estasillo, un odio de envidia, de frustración, de impotencia; un odio inoculado por los ojos y los oídos; un odio pertinaz e incombustible.

    —Falso, falso —imputaba el estasillo—. Lo que cuentas es falso.

    El cultureta le opuso de palabra, le escribió en su espacio de red social:

    —¿Falso lo que yo manifiesto?

    —Falso, falso.

    El cultureta insistió, calmo y firme:

    —¿Mis informaciones son bulos? ¿Mis artículos son filfas? ¿Mis charlas son infundios? ¿Mis anuncios son embustes y trampas?

    Con la voz aflautada del vocinglero encogido y con las frases precipitadas del que va con la lengua fuera para no rezagarse, el estasillo mantuvo su acusación:

    —Falso de toda falsedad.

    Sereno, desafiante, con la voz autoritaria del que contempla desde arriba, el cultureta le espetó:

    —Me bastará una demostración para quedar desmentido y en ridículo. Una sola demostración será suficiente. La quiero ya.

    Estos debates alicortos los rememoraba el estasillo con dolor profundo y constante pesar. En la S. T. P. G. no enseñaban a rebatir con certezas y documentos; se suponía que los agentes ganaban la partida al más pintado echando mano de las consignas y los eslóganes en las réplicas y las dúplicas, que nunca eran demasiadas por la incomparecencia o desistimiento del atacado. En las simplistas clases teóricas de la S. T. P. G., ventiladas a la carrera porque el aspirante a censor y propalador aprendía los rudimentos de la tarea en la práctica ejecutada por sus predecesores, si no hubiera sido lección bastante lo que a diario iba circulando por los conductos deferentes del sistema excretor, se resumía la enseñanza con dos máximas de las distopías de George Orwell y Aldous Huxley: “La verdad es una bandera enarbolada por los reaccionarios” y “El hombre nuevo y la ausencia de historia anulan y eliminan la verdad”.

    El primer estallido de odio, sin precedente en la manía, la rivalidad o la animadversión, surgió en la facultad, y lo sufrió el estasillo calificando al recién apodado cultureta de enemigo de aula. Es un misterio el por qué quiso inmiscuirse en una conversación que no le atañía, pero entró en ella de hoz y coz negando la veracidad de cuanto exponía el cultureta y afirmaban sus coetáneos de periodismo y de historia. Le dio por ahí a ese extraño en la arena universitaria en el que nadie había reparado ese curso ni los anteriores en periodismo e historia. Y es que el estasillo no era un alumno cumplidor de horario ni de programa, él acudía a ratos a la universidad cavernaria, como quien va al cine a ver reposiciones de arte y ensayo o a evaluar la audiencia desde el vestíbulo y el bar, a veces infiltrándose en la clase de un profesor aludido por sus colegas informantes. Para su reconcomio, ese primer asalto tan solo fue el botón de muestra: los sucesivos ofrecieron un marcador idéntico en el que destellaba la caricatura de la derrota. Cada una de sus tentativas de hundir el prestigio que cosechaba su odiado cultureta —y otros como él igualmente acosados e injuriados con escarnio de manual, aunque le afectaba menos el fracaso que le perseguía en sus actuaciones solitarias—, devenía en un acceso de hazmerreír público y en una tunda intelectual de las que baldan y dejan escocido el ánimo unas cuantas semanas.

    Se preguntaba, rechinando los dientes, a qué debía achacar su mala gestión recurriendo, como sus admirados mentores y compañeros de operaciones especiales, a los métodos aprendidos por inercia y asimilación. La causa determinante de sus tropiezos era para él un misterio; por empeño que pusiera, y a fe que lo derrochaba, el tino de sus agresiones se desvanecía nonato. Quizá en alguna ocasión, por ser benevolente en la lectura de su historial, la notoriedad de la andanada equivalía por su efecto a una bofetada de peluche. E invariable el resultado del combate, con él menguando en el ágora y convertido en un muñeco de pimpampum en una feria de tres al cuarto, con ellos, el enemigo, los objetivos a batir, medrando y ascendiendo en la consideración social de sus minorías. Pero incluso esas bofetadas de peluche ni rozaban a su odiado cultureta, la pieza de caza a cobrar por excelencia.

    Y ahora, tras décadas de asedio para consumar la venganza, la voz del cultureta sonaba en la sala contigua impartiendo magisterio, conquistando filias y recogiendo adhesiones, orquestado por su batuta —y la de su socia en el estrado y la perorata— el movimiento de rechazo a la imposición que en la sala del vino español un achispado estasillo, atisbado por el camarero, pretendía imponer con la fuerza del argumentario elaborado en la Factoría de Programación y Contraprogramación.

    Lo arrastraría por el fango al acabar el pomposo acto, se burlaría de sus palabras y de su obra, le escarnecería al engreído su trayectoria personal y profesional, se prometió. Sería la última jornada airosa del petulante cultureta.

    Le daba sed el parloteo en la sala contigua, de la que procedían tumultuosos alardes de vanidad y cúmulos de falsedades revisionistas. ¡Predicadores carcas, fascistas de salón!, se guaseó para sus adentros. Tenía que agenciarse una botella de divino espirituoso.

    Se lo estaban pasando en grande allá dentro. Era el turno de las intervenciones de los asistentes y él, a la espera, necesitaba recarga espirituosa. Pero aunque decantada hacia la ebriedad su percepción y equilibrio, y fogoso su descaro al clarín de la venganza, le amilanaba la figura estatuaria del camarero cuyo porte adusto acrecía con el embotamiento de los sentidos. Por lo que pintada una sonrisa estúpida en la cara y gesto acorde a la demanda —vulgar la agitación de su copa, grosera su ansia de libación—, añadiendo un guiño de ojo le solicitó un relleno con tinto o con blanco.

    Entre compañeros de fatigas hemos de socorrernos, parecía decir al camarero con su expresión desvalida el pedigüeño sin invitación.

    Ajenos a lo que sucedía al lado con el follonero reprimido que los definía de rancios en un ambiente caduco rechinando la dentadura, los ponentes incidían en los temas abordados en la presentación del libro que los contenía por extenso y documentados. Asomado en el vano de la puerta más distante del estrado, balanceando el culín de vino que serviría de consuelo al sediento y excusa para repetir, le punzaban los oídos la disección de los bulos originados en la muy laboriosa Factoría de Programación y Contraprogramación, esas noticias falsas —las denominadas fake news por aquello de allanar a derivado de felpudo la colonización del español, el idioma más perfecto del mundo, por el inglés, de los más imperfectos, deterioro pandémico que aqueja al resto de idiomas con otrora identidad— diseminadas en tropel para ahogar las protestas y las acusaciones de mentir con propósito de engaño, eran motivo de chanzas, por querer reírse de la desgracia imperante, y enfados, porque la huella de su reiteración, bromas aparte, era devastadora. Hablaba el cultureta interpretando el mensaje latente y manifiesto de las ucronías, acusando la perversidad de esa reconstrucción de la historia sobre datos hipotéticos que modelaban al hombre nuevo con el barro de la ausencia de historia y con el serrín de las entelequias, remedo de laberinto neuronal inserto en una inteligencia artificiosa origen y destino de una actividad tendente a perfeccionarla para consumo en el ámbito práctico. Hablaba en su turno la coautora del libro —otra cultureta, se dijo el estasillo, suspirando por un escanciado generoso de reconfortante caldo que atenuara su dolor de cabeza y el vaivén estomacal—, abordando con pleno conocimiento el escrutinio de las censuras en Internet, la red maestra de las conducciones, y la supresión discrecional de espacios privados en las redes sociales y YouTube, traducido literalmente por Tu Canal de comunicación en el mundo, un sarcasmo de quita y pon regulado por los arrendadores del sistema intercomunicador, que cobraban en la cotizada especie que supone disponer a voluntad de los datos del usuario, y al servicio de los inquisidores hegemónicos en el plano global. La información es poder, recordó la cultureta, y la frase azuzó al abotagado estasillo que a duras penas se sostenía contra el marco de la garita elegida para la observación disimulada, añorante de un cuello de botella apretado en su puño.

    Yo manejo la información, se envalentonó, yo sentencio lo que es verdadero y lo que es falso. Chascando torpemente los dedos —tendiendo a la embriaguez la coordinación acentuaba su trastorno—, apremió al camarero con una nueva recarga de bríos, ya que el maldito no le quitaba ojo para que pudiera apropiarse de una botella. Se acercaba el momento supremo de la lidia y debía lubricar su lengua.

    La cultureta extendió su denuncia a la eliminación de programas en las parrillas de radio y televisión y a la cancelación arbitraria de contratos y personas, excepción hecha, dijo irónica, de cuando los cercenadores de libertad, los negadores de informaciones provenientes de autoridades en la materia, quieren acercarse a la verdad y beber de ella hasta inmunizarse de sus propias falacias en el mundo restrictivo que construyen a diario. Entonces llamaban a los vetados para situarlos ante sus micrófonos y cámaras; entonces escuchaban a esos malvados réprobos las exposiciones que habían sido repudiadas, y lo volverán a ser inmediatamente para que la vacunación contra el engaño sólo alcance a los concertados dispensadores de noticias, informaciones y entretenimientos. Esos grupos de presión, señaló la efervescente cultureta, tan quejosos, tan susceptibles si reciben críticas adversas y flagrantes desmentidos, en cambio son proclives a la descalificación, repentinos en el menoscabo y el ataque abrumador gracias a la desmesura mediática que gastan sin recato y porque se creen superiores moral e intelectualmente; a fuerza de repetirlo se creen, remarcó, lo que han fabricado y vendido fácilmente a los consumidores adictos a la indiferencia, pasivos espectadores de cuanto les llega por los canales de boca ancha, dependientes de los subsidios y adeptos a las colocaciones resueltas en el coste financiero por un explotado contribuyente. Y culminó ella su alanceador disertar enfocando a los grupos de poder dedicados con persistencia de alineación a modificar las conductas y los sentimientos, jactándose cual salvadores de las esencias de orientar a la gente por el camino de la corrección, por la senda de la democracia y por la ruta de la convivencia positiva; su broche de oro, el remate en la cúspide de la pirámide, lo cerró sobre la perversión del lenguaje, la adulteración de los conceptos y la banalización de una realidad inconveniente para el objetivo propuesto, logrando introducir la semilla de la discordia, germinando en brotes pendencieros e irreconciliables, en el mismo saco de la aceptación sumisa al mundo feliz auspiciado por el gran hermano.

    El prolongado acto cansaba las pesadas extremidades del estasillo, en pie forzoso cual reo penalizado por transgredir un acto subversivo cuando eran aquellos sedicentes de la comunicación los transgresores. Pero como todo lo que empieza acaba, la despedida, morosa y en la línea hiriente, anunciaba el final del suplicio. Dijo el cultureta, encargado del colofón, que los apostados en el contrapeso obraban adecuadamente. El brumoso estasillo,escuchando las palabras de la voz filosa a intervalos de vapor etílico, captó la señal de alarma emitida desde el estrado: “El que se deja corromper es peor que el corruptor… Dinero a raudales sustraído a una sociedad con necesidades perentorias en busca de la complicidad y el encubrimiento del oligopolio mediático… Partidas presupuestarias asignadas a objetivos ideológicos en detrimento de los objetivos sociales, económicos y científicos… La transmisión en comandita de una imagen falazmente distorsionada del pagador de la recompensa… El papel decisivo de los poderes fácticos se mirara por donde se mirase…” Bla, bla, bla.

    Absorto en la retahíla expositora del maestro de ceremonias, aumentada en su gloria de captación por los factores endógenos, de procedencia exógena, que atenazaban al estasillo, no se percató de la avalancha hasta que la tuvo encima. Súbitamente arrollado sin que nadie de aquellos encandilados se dignara brindarle un saludo, una curiosidad, una observación, una pregunta circunstancialmente atinada, se acurrucó contra la pared, de un color verde suave, y contra el marco de la puerta que ya no le sostenía, de color blanco mate, aguantando el chaparrón, hasta que vio el terreno despejado para su soñada incursión. Con paso irregular se adentró en la sala de conferencias donde permanecía el cultureta en charla con una mujer de mediana edad, portando un libro con dedicatoria de los autores, que le entregaba su tarjeta de visita y desaparecía en la animada tertulia del vino español. Por fin a solas, frente a frente en el gran duelo que marcaría una época borrando de la memoria las infaustas in illo tempore. Ahora no podía bloquearlo, como hizo en las redes sociales aunque desconociera su identidad; ahora lo tenía delante y con sólo decirle que estaba en la nómina de la Secretaría Técnica para la Protección Gubernamental, abreviadamente el gremio de los estapos, al cultureta se le aflojarían los esfínteres. 

    Por fin sonaba la hora del desquite. Era la ocasión perfecta, definitiva, para escupirle sus desprecios y alardearle de su posición en el comité de la verdad. ¿De qué iban a servirle al cultureta sus notas brillantes, sus títulos universitarios, sus trabajos docentes, ante quien al margen de las aulas recibió los aprobados y el valioso carné de prensa como adelanto de los servicios a prestar? Acorralado por fin, lo espumajearía con su odio, el odio inmune a la calificación delictiva porque él podía vomitar un odio desatendido por jueces y fiscales e ignorado por los políticos de la cuerda y los periodistas en consonancia. Pero si lograba que el cultureta le odiara hasta desearle la muerte, entonces el delito sería de odio atroz y la reparación exigida una eternidad de ostracismo con despilfarro de ludibrio.

    Por fin, creyó oír su voz pastosa encerrada en el cúmulo de sensaciones.

    —Vaya… —empezó mostrándose simpático e incluso admirado, elevada cómicamente su copa vacía—. Lo que se aprende en estos eventos. —Los ojos del cultureta escrutaron por detrás de la máscara—. Fenómeno el vino. Y seguramente la comida será por el estilo. La probaré después. ¿Qué tal?

    El cultureta incurrió en el desprecio de no hacer aprecio. No sabía quién era ese individuo con sonrisa alelada que le prometía leer el libro que acababan de presentar y luego comentarlo al detalle en los espacios a propósito.

    Siguió hablando el estasillo a nadie. No recordaba que se hubieran despedido, pero tampoco retenía lo hablado en el tiempo que duró el gran duelo crepuscular. ¿Qué había pasado? ¿Por fin la victoria era suya?

    Por qué no suponerlo. Camino de la salida, un tanto inseguro de sus pasos, adquirió un ejemplar de la obra voluminosa presentada por sus autores en aquel lugar abarrotado de conexiones. Era una buena idea, pensó hojeando el libro; cuantos más argumentos recabara en contra de los culturetas mayor sería su venganza en la próxima ocasión.

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