“¿Qué te dice la memoria?” En un susurro o a gritos, ¿cuál es su lección?
A menudo se preguntaba María Ruiz que le diría su memoria al preguntarle en un trance hipotético —con visos de realidad—, confiando en que no la defraudaría; si las circunstancias apremiaban a definir o a definirse, y puede que las dos cosas a la vez, una voz de conciencia y de consciencia le formulaba la pregunta en el sentido mayéutico con el que el maestro instruye al discípulo: “¿Qué te muestra, en qué incide, de qué te advierte y aconseja la memoria? Escucha, atiende.” Después actuaba en consecuencia, confiando en no defraudarla.
Quien posee una memoria en buen funcionamiento —equivalente a un tesoro inagotable—, mantenida a punto como se hace con una máquina que no debe fallar cuando se la necesita —en cualquier momento—, dispone de una respuesta inmediata que a buen seguro le servirá para no perderse en el laberinto, orientándose hasta en la oscuridad, para no tropezar con los obstáculos diseminados en el camino, pisando fuerte, y para figurarse el recorrido de los halagos y los denuestos antes de ser emitidos. Por otro lado, una memoria excelente nos priva de los mismos chistes, las recurrentes anécdotas, los idénticos comentarios que codician demostrar ingenio, agudeza y reflejos; una memoria en sintonía con el criterio de apreciación perjudica a los políticos y a los cómicos, restándoles vigencia y negocio.
Los espectáculos protagonizados por cómicos y políticos sufrían con un público adicto a la memoria.
La sociabilidad de María era innata y manifiesta. “Yo y mis relaciones”, podría ser su lema. Le gustaba asistir en calidad de invitada o por curiosidad indagatoria a reuniones de variado fuste, incluso las excéntricas a su concepción del mundo, siempre que no atentaran contra sus principios y sentimientos —inextricablemente unidos ambos—, participando de las iniciativas ajenas hasta adaptar las propias al interés del grupo elegido y ser una más en presencia con voz solicitada.
De gesto elocuente y aficionada al riesgo que entraña asumir derroteros de mucho compromiso, le complacían los desafíos que llevan aparejada una provocación —“venga, lánzate, es lo que deseas”—, sintiendo fluir copiosa la energía de la cabeza a los pies y del corazón al estómago. Feliz con la implantación de un proyecto al que entregaría sin desmayo lo mejor de sí misma.
Con esa disposición natural en ella compareció en el acto que había congregado un público mayoritariamente interesado, no sólo en apariencia —obras son amores y no buenas razones—, y expectante. Reinando un contenido ambiente de fiesta social, los anfitriones y en paralelo la coordinadora, María —que se había propuesto desinteresadamente para el cargo y lo obtuvo acompañado del agradecimiento por quienes bendecían la delegación—, multiplicaron sus intervenciones y anuncios para distribuir en el recinto la afluencia. María se esmeró como de costumbre, preocupada un tanto por la responsabilidad contraída, porque al cabo suponía un deber y para ella los deberes de índole moral eran sagrados. Puso los cinco sentidos en juego acompasados con su memoria y su intuición. Llevaba escaso tiempo integrada en el grupo, pues aun conociendo los nombres y las trayectorias no había tenido noticia fidedigna del propósito, y en cuanto esa carencia fue subsanada inició la aproximación como la efectúa una aeronave hacia la pista de aterrizaje. Precedida por su fama —la de los espacios de análisis, divulgación y debate que organizaba en las redes sociales—, la recibieron con los brazos abiertos y pronto ocupó un lugar preferente, de mucho cometido, estimulante y de resonancia. Habiéndose incorporado en segunda instancia —en el lindero con la primera instancia en honor a la precisión—, acreedora de competencia y perseverante según se ha indicado, María sentó plaza en el órgano rector.
Ilusionada con el proyecto y esperanzada con la meta que se habían fijado.
Sin perder un ápice de identidad, la proyectada María Ruiz continuaba siendo un espíritu libre y a la vez, enemiga del aislamiento, continuaba queriendo compartir todos los momentos que depara una vida social pretendida. Circunstancias previsibles algunas —efectos de la causa—, imaginadas otras —en un ejercicio de presciencia tanteadora—; también inesperadas —con su carga positiva o negativa—, sorprendentes —que aúpan como un chorro de aire o confunden como un espejismo cruel—, ambicionadas, propicias y orientadoras como un curso de aprendizaje. Circunstancias, en suma, afines a los deseos y la casualidad, la arbitraria casualidad, la díscola, interrogante y examinadora casualidad.
La constancia en la tarea impide abarcar de un vistazo la siguiente viñeta del retablo, al estilo del vigilante en su ronda con esa obligación en exclusiva. La metódica María tenía como norma el ir paso a paso y con buena letra en las actividades que realizaba, con independencia de la entidad de cada una; pero se dejaba ganar por sus impresiones, y no es que fuera imprudente, sino que tendía a evaluar de modo precipitado y bondadoso —un mero trámite que le disgustaba— el carácter ajeno ignorando por salvables las discrepancias —ninguna que portara intrínseco un matiz invalidante, eso sí— que se ponían de manifiesto durante los primeros, apasionantes y rigurosos, estadios de la relación.
Los venideros estadios de la relación —segundos, terceros, cuartos y enésimos— cribaban atinadamente el azar de una intención más o menos acentuada, tomando ejemplo del gato escaldado que huye del agua fría, al límite de la suspicacia que bebe a sorbos recelosos de un error conservado en la memoria.
“Nada sucede dos veces por casualidad”, se dijo María desagradada con el olor a chamusquina, peste que sabía detectar con la habilidad de un sabueso.
“Los recuerdos valen su peso en oro”.
No era una mal pensada —quizá debería haber mal pensado en algún momento que devino importante en su vida— ni infería suposiciones porque su cargo le obligara a discernir con cuidado. Denostaba los prejuicios.
Abominaba de la hipocresía con excipiente de mentira. Pero como no era una avezada cazadora al vuelo de las conductas falaces, aunque mejoraba a marchas dobles sus apreciaciones discriminatorias, se veía forzada a una interpretación exhaustiva de las palabras. Responsabilizada al máximo, frente a la puerta de acceso cuidaba de que no se colara el enemigo, de que no se infiltrara el virus, de que los agentes patógenos sucumbieran antes de originar estragos y de que las incógnitas —como la de quién es el viejo lobo y quién es la joven caperucita— quedaran despejadas al instante o a no tardar.
Para facilitarse la tarea ideó un símil de contraseña: “¿Tienes memoria?” Una frase sencilla con pleno significado, donde acompañaba la respuesta del monosílabo con una demostración a su juicio infalible. Era el título adjudicado a sus espacios en las redes: El don de la memoria. La cara y la voz serían el espejo del alma, un testimonio delator; y luego vendrían las coincidentes, las divergentes y las complementariamente enriquecedoras tomas de posición.
Asunto encaminado.
“¡Qué empiece el baile!”, se animó poniendo manos a la obra.
María observaba los mundos fluctuantes empeñada en captarlo todo, hasta lo invisible, incluso lo imaginado en el peor de los supuestos con el riesgo cierto de cometer errores escandalosos, de caer en el ridículo, de confundir a justos con pecadores. La diligencia en el desempeño de su trabajo le podía reportar algún disgusto, imputable a los gajes del oficio, vestido con el luto de la decepción; sin embargo, le compensaría el mal sabor de boca la satisfacción por el deber cumplido —a esto se le llama tener conciencia—; y los apoyos de los que tras un largo viaje, con pocas o muchas escalas, volvían a encontrarse para revalidar entonces y con argumentos incorporados la vigencia del antiguo compromiso.
“Hemos cruzado la distancia”.
“Me gustaría acertar”; en otras palabras: “No quiero equivocarme”.
“Cada vez es más difícil equivocarse”; en otras palabras: “Cada vez es más fácil acertar.”
María notaba crecer su confianza al calor humano pródigamente desprendido en la recepción. El verbo apasionado que transmitía a la afluencia demandando información edificaba un puente realista hacia el deseo.
“La música es bella”.
“Hermosa es la letra”.
Por virtud expresa de unos y de otros, el acto de presentación avanzaba hacia una galería de resplandores amenizado por una orquesta de melodiosos recitados.
“Buen viento nos guía”.
Con la celebración encarrilada, Luz María enfocó su vigor atractivo al reducto ambulante de indecisos. Rondando ellos sin prisa el espacio delimitado, quizá dejándose querer, quizá aspirando a una exposición detallada de cariz favorable y a una garantía del proyecto con rúbrica incluida, pero con sus barridos visuales y el oído presto a captar frases sueltas que permitieran acercarse o alejarse desapercibidos, tenían claro que sobraban razones objetivas para estar allí. Pero dar el paso, el gran paso sin el retorno como posibilidad anotado en una cláusula del contrato —valga la semejanza mercantil—, resultaba laborioso y peliagudo. Sabía, no sólo intuía, que abrir esa puerta habitualmente cerrada con pasadores era la parte más complicada de su tarea, y puede que la más decisiva para valorarla en el balance final habiéndose puesto a sí misma tan alto el listón. Sabía, no únicamente lo intuía enfrentada al obstáculo, que si lograba tirar de ese ánimo pendiente habría ganado la batalla, dicho en términos coloquiales, y puede que su guerra particular. Le merecía la pena echar el resto con los indecisos que aún ofrecían una oportunidad al convencimiento.
“Es nuestro penúltimo recurso”, aducía en tono grave, serio el rostro, adusto el gesto.
Preguntaron los aguijoneados por la duda cuál era el último recurso, y si éste jugaba con cartas aceptables en el reparto de posibilidades.
“El último recurso es el impacto de un meteorito, una inundación bíblica, la explosión del cinturón de volcanes o el encadenamiento de fallas en la corteza terrestre. El último recurso acaba con todo, sea óptimo, pasable o malo. El último recurso no es más que una solución metafórica de borrón y cuenta nueva. Es la analogía de la tabla rasa”.
Dolía imaginarlo a los decididos y a los indecisos.
Puso el dedo en la llaga María emulando a quienes antaño escépticos pasaron a ser conversos. Uno a uno, con la paciencia de quien atisba la victoria, les dedicó su frase apoyada en otra frase para el encaje: “¿Tienes memoria? ¿Tienes imaginación?”
Con la memoria se recuerda; con la imaginación se estudia y tantea en un plano ideal. Con la memoria se confirma lo que la imaginación recrea.
El discurso de María subrayó a la audiencia vacilante que todos eran libres, que ellos igual que los demás habían visto pasar vidas y cruzar caminos, que cada uno podía obrar como quisiera y eso no lo descalificaba a ojos de nadie.
“Somos libres y tenemos capacidad para decidir”.
La certera alusión al juicio ajeno ponderaba el suyo.