El patear intimidatorio de la favorita alfa suena hiriente en el recorrido por las dependencias de la sede política. Está, digamos, de inspección, y su examen al hilo de su inquietud va de fuera adentro y viceversa; hay tanto mundo que vigilar, tanta competencia y tantas ambiciones que someter a control para evitar acosos e intrusiones, para impedir el zarpazo sarcástico de la usurpación. Con mando en plaza, aunque no sea la regencia absoluta, pues ese privilegio corresponde al cacique figurón, la guardia de lacayos en el pesebre —los “apesebrados”— da la novedad al cruzarse con la aspirante cacica, bien posicionada para hacerse con el trono parejo.
Dejándose ver y sentir, la favorita alfa
asume con gusto y ganas el papel de corresponsable y coadministradora sobre los
bienes raíces, muebles y vacantes de la organización política y dadora de privilegios
al sector de afines situados bajo el paraguas de los cargos públicos. Impone su
presencia, pero una sombra alargada de sospecha, de temor fundado, le frunce el
ceño, le provoca ansiedad, muy a su pesar la descoloca.
El cacique figurón es de una veleidad manifiesta
y rijoso hasta el azote. Preocupante para la favorita alfa, cuando el río suena
agua lleva; esperanzador para la favorita beta, la conviviente antagonista aureolada
de sumisión a ojos del favorito.
La favorita alfa compone un cuadro de
dominio completo, de igualdad entre pares, investida de autoridad cedida y
delegada en el trato social, los negocios, los asuntos reservados y las
apariciones con voz y voto en el mundo habitual; algo que con el tiempo y el
uso pierde encanto a testículos del favorito. Demasiada fuerza propagandista,
excesiva notoriedad, desbordante imagen de rompe y rasga, en la favorita alfa.
Otra dimensión transitaba la favorita beta
a sabiendas de su debilidad en campo abierto. Con paso distinto viaja hacia el
mismo destino, el objetivo máximo en el régimen interior, discreta en el arco y
el doblez, amortiguada la sonoridad; más interesada en ser la primera en la
elección periódica que en estar a la que caiga.
De talento menguado, el arma de la favorita
beta —que tiene por instinto aprendida la lección— es la debilidad mimosa, la
levedad maleable, reptando de lecho a despacho y asamblea cuando la requiere en
las diversas estancias el cacique figurón. Chitón y a la tarea, dosificando
opiniones jamás contrarias a las del que pincha y corta, proponiéndose para las
sustituciones irrelevantes y los episodios de trámite menor, imitando la
estrategia de la gota malaya. Siempre a la orden, obediente sin rechistar,
mecida por el favor y columpiándose en el horizonte de triunfo; pendiente de
los deseos superiores, adecuada acompañante de las pasiones mundanas, virginal
en su laborioso difuminado; hecha al estímulo ideado.
Evadida de la pugna desde una postración
confortable, la favorita beta domina el aquende a partir de la insinuación, sólo
el apunte de lo ocultado y la silueta a contraluz y nada más que la sugerencia.
Encubierto el deseo, cómplice el anhelo, la favorita beta se somete placentera
a la disciplina impuesta por el cacique figurón.
Ambas favoritas tensan la cuerda que tañe
la melodía de seducción. Cada una muestra a la rival, junto a las garras y los colmillos,
la barrera fulgente que si se traspasa quema. Todavía, ambas favoritas, se
protegen de la quema; pero recelan, con razón, de la táctica enemiga.
Ese atardecer de otoño primerizo,
lánguido en su cromo y glutinoso en su sensación, las favoritas alfa y beta,
vivo retrato de sus inacabados destinos, aguardan un acontecimiento. Mal
disimulando su impaciencia. Por la sede la favorita alfa asoma en cualquier
espacio y momento; de ella se dice que es bravucona y echada para delante. Por
la sede, agazapada, la favorita beta suelta murmullos y miradas que parecen
dirigidos a nadie, al ambiente caldeado o al vacío; de ella se dice que es una
mosquita muerta que las mata callando. Entre ambas la comunicación es
discontinua, imprecisa, es protocolaria de cara a la galería, pues, hasta la
fecha, las respectivas oposiciones alternan la gravedad existencial con la
ideología aceptada, inherente al cargo, y las operaciones de propaganda con los
mensajes sectarios y los complementos frívolos para abarcar, supuestamente, a
la mayoría de públicos. Repasando la historia de ambas en la sede política, un
día no paraban de hablar como amigas en ejercicio o profesionales en
demostración y al siguiente no cruzaban palabra ni saludo gestual ni mueca
ensayada, ignorándose, acentuada la diferencia, eludiendo la proximidad física.
Agotadoramente a la expectativa ambas; y con la tensa duda de caer sorprendidas
por un tercer favoritismo, maleficio de la testosterona.
La debilidad nacida de la espera prolongada
campa hormigueante en el horario vespertino. Saben que llegará el favorito, aunque
desconocen el momento y el estado ni para qué ni cuánto. Puede que llegue con
la Luna en menguante, airoso o mustio, pendenciero por la mecha o aplacado por el
humo; puede que no llegue y que otra jornada pase sin conocer el resultado de
una deliberación que les afecta pero que no les compete.
No suena aviso alguno. Paciencia.
Ya suena. Las dos lo han oído.
La favorita alfa parte rauda al encuentro,
creyendo en su diligencia. La favorita beta mantiene la distancia y su
confianza en la apuesta. Las dos intuiciones afiladas convergen en el suceso
que ha de producirse al traspasar la puerta custodiada.
El cacique figurón se hace carne mortal.
Propaga su aspecto una nube de tormenta —mal presagio que requiere una plena
dedicación estimulante—, como si las cuestiones tratadas en alguna de las
muchas reuniones agendadas no acabaran de funcionar según lo previsto por el
gran cerebro y su cuerpo asesor.
La favorita alfa sale a ofrecer reposo al
guerrero, imperativa en el prolegómeno de su gestión. La favorita beta,
tejiendo sutilezas en su muelle abandono, musita una estrofa de canción
almibarada apresando distraídamente mechones de cabello y voces cercanas. La
víctima de la contingencia, presa malhumorada de sus ímpetus, da órdenes y
recibe partes, sacude de sí el presente y pergeña el futuro inmediato para sí.
La favorita alfa, recia en el porte cual
avezada dominadora de situaciones que no deben comprometer ni la idea ni la
ejecución, manda dejar tranquilo al agobiado mandamás, que se las pinta solo
para disparar la cara de pocos amigos y los improperios a juego, y la guardia
de lacayos se apresta a cumplir su deseo de intimidad que para eso es quien es
y no se para en barras al recordarlo. La favorita alfa se lleva a su terreno al
favorito y a su vez el cacique figurón acepta ser conducido donde la favorita
alfa le lleve.
Es obvio que se entienden, no lo es que se
conozcan; pero eso, suponiendo que se quiera averiguar de la piel a las vísceras
del otro, pasa hasta en las mejores parejas y hasta en los más elaborados
acuerdos. Lo importante para la favorita alfa y para el cacique figurón es que la
coincidencia presida las transacciones subordinadas.
Coincide en sus decisiones el favorito con
las dos favoritas y aledaños circulares. Los egos y las megalomanías
compartidas son patentes, como lo es a una el juntar filas cuando hay que
cabalgar contradicciones, algo frecuente, casi diario, y explicar públicamente,
siquiera a los afines y de manera evasiva, la necesidad del “donde dije digo,
digo Diego”.
Cabalgan el favorito y las favoritas
levantando una pantalla de humo.
Por detrás del cacique figurón y la
favorita alfa se cuela la favorita beta, mal mirada por su homóloga y bien
mirada por el favorito, camino los tres del expedito gabinete de crisis. La
noche al caer dibuja un panorama de ardores a trío, una noche que será larga
por la voluntad común diferentemente repartida, una noche que estará cebada con
una colación al gusto de cada comensal que financia el conjunto exprimido por
los impuestos.
Aislados en la cámara deliberativa de
acceso restringido, los tratantes dan rienda suelta a sus respectivos pareceres,
en apariencia de puertas afuera; y como no hay apariencia que valga para
justificar, es una suposición de correveidile lo del intercambio de pareceres
de puertas adentro.
A la favorita alfa le mosquea la tercera en
discordia; se sabe que dos es compañía y tres multitud. A la favorita beta le
encanta participar de la mesa, la sobremesa y por debajo del mantel,
apercibiéndose del percal antes de su puesta en venta. Al histriónicamente enfurruñado
cacique figurón le va el agasajo de las dos y el festín de sentirlas
compitiendo por su favor. Lo suyo, practicado con abundancia, es echar leña al
fuego, es la siembra de cizaña y el cultivo de la provocación. Basta que una de
las favoritas tome la palabra, sin atender lo que diga, sin importar lo que
comunique, para que él de modo imperativo se la quite y la traslade de boca. El
estilo de la contienda excita su libido, su autoestima, y en paralelo enardece
el de los dos trofeos disputando la primacía.
La favorita alfa rehúye la confrontación
directa para no rebajarse al nivel inferior; la favorita beta recurre al amago,
a la incitación, a la inocencia del aprendiz obediente y, macerado el ambiente,
al golpe de efecto. La disposición preliminar de las piezas en el tablero de
juego es puro formulismo: allí dentro manda el favorito; allá fuera quita y
pone el favorito; dentro y fuera hace y deshace, impone, somete y juzga el
favorito. Son las reglas del favorito que las favoritas acatan, suscriben,
promueven y obligan a cumplir en el papel de féminas lugartenientes.
Anticipándose a la exposición prolija del
cacique figurón, la favorita beta, disgustando a la favorita alfa ese
atrevimiento de la subordinada, compuso la imagen de vacante seductora que
alguien reconvertido a su partida —una fuente de información y asesoramiento
fiable a trueque de porvenir apoltronado— le dijo agradaba al favorito. Puede
que el informante se refiriera a la imagen de una bacante o de una meritoria o
de una aprendiza esmerando su preparación.
Traga el sapo la favorita alfa, se resigna
momentáneamente a esperar su turno y observa lo positivo y lo negativo, en
atisbos, que depara la situación imprevista. Su percepción no escucha alarmas;
o, quizá, no quiere alarmarse y aprieta los puños.
La favorita beta es parca en lanzar
preguntas y copiosa en la efusión de asentimientos. Su percepción murmura halagos
y sonríe gracias.
El cacique figurón se jacta de su audacia,
con el colmillo afilado destellando en su rostro pétreo y el clangor de las
medallas cubriéndole el torso y el abdomen inundando su andar celoso. No lo
duda: el negocio por encima de todo. Echa largos reojos de inspección rutinaria
dando el visto bueno al mosaico. Lo suyo es jugar con dos barajas, a dos bandas
y en dos bandos para beneficio propio —el fin justifica los medios—, e ir palpando
la tercera vía porque el aburrimiento rasguña con el ariete de la curiosidad,
como el hambre irrita las paredes del estómago.
La favorita beta exporta los alicientes de
la velada en vuelo circular. La favorita alfa, con ojos en la frente y el
cogote, extiende su dominio con apelación entrañable. En la cámara secreta
danzan intermitentes —ahora tú, ahora yo— y del brazo —coge tú, cojo yo— la
pasión en todas sus vertientes y el candor, la práctica que complace tanto como
harta y la novedad. Sentados a la mesa del festín atiende cada uno con interés
egoísta los aleteos y los pálpitos.
La incontinencia verbal del favorito riega
la cena. Prolijo en la enumeración de sus logros, que las favoritas saben de
memoria antes de publicitarse a bombo y platillo, y optimista, porque nada se
le resiste, en el devenir de los asuntos en cartera. Ninguna de las dos
favoritas asistentes al conciliábulo de repeticiones osa amagar un bostezo ni
excederse en el parpadeo que delata la fatiga por tamaña vanidad. El favorito tiene
derecho a ungir con su engreimiento a las acólitas; tiene el derecho absoluto y
envolvente a verter su dialéctica con maña de funámbulo; goza recreando a su
antojo la atmósfera del cuento, se excita con el arrobo silente de las
favoritas y le realza en levitación su primorosa ingeniería del embeleso. No
hay oído bastante ni mirada notoria ni sentimiento suficiente en las receptoras
para abarcar el universo descriptivo del fabulador: nombres, hechos, lugares,
acontecimientos, entrevistas, comunicados, disertaciones y batallas en tropel,
sublimado de lo menor a lo mayor.
Cómo no va a ser encantadora la narración
del encantador.
Decide la favorita alfa que se dirige a
ella con su énfasis; decide la favorita beta que piensa en ella con sus reverberos.
Pero es una decisión inconcreta la de una y otra, puesto que el favorito
traslada su hechizo sin darles tiempo a capturar la preferencia. Mientras cuenta
viaja y mientras viaja provoca la tentación de la aventura. Qué portento.
El memorando del favorito se posa en los
recopilatorios de las favoritas y en el vuelo de los espíritus obsequiosos de
ambas.
Las expresiones encendidas de los tres aletean
en el contexto del enigma, de un doble acertijo buceando en un pantano de
sensaciones a guisa de posibilidades terapéuticas. Por el egoísmo de las
favoritas marcha anárquica la soberbia del favorito.
El cacique figurón sigue recorriendo el
círculo vicioso sin propuesta de retiro a la alfa experimentada o a la beta melifluamente
novata. Lo flanquean ellas dos muy atentas a sus acrobacias, no tanto por si
cae del pedestal dañando la mercancía como por si de cabriola en cabriola,
luciéndose en el riesgo, al final yace en el seno cálido y protector de la
elegida. Dulce sueño de la victoria.
Alcanzada una pausa, rauda como una leona a
la caza propone la favorita alfa despedir la reunión con el balance aprobado.
Fugaz como una gacela en demanda de amparo, la favorita beta sugiere una
prórroga que aclare unas dudas pertinaces y que sólo el favorito es capaz de zanjar
con su sabiduría.
Dilema en ristre, las favoritas desatan el
lazo que ciñe la pretensión.
Es la hora del duelo: donde se mete una
indómita no hay sitio para dos. Sobre tal extremo no cabe duda en las
retadoras.
Allende el recinto oracular no cunde el
desespero por sentir el tacto del cacique figurón. En la despierta madrugada la
porfía alienta la intención y en igual medida la salvaguarda. Se debaten las
prendas, al azar que guía el objeto de deseo se apuesta el puesto y a quien el
capricho se la dé la bendiga el agraciado. La pausa, cosa inédita hasta la
fecha, convalida en paréntesis. El favorito cabecea entre meditativo y somnoliento
aún sin colmar sus apetitos.
¿Es buena o mala señal?, se preguntan las
favoritas; procede la pregunta. Y si es una señal, ¿para quién es buena o mala?;
procede una respuesta exenta de ambigüedad.
Un escalofrío incipiente recorre la humanidad
de las contendientes; a la leona dice mascullando que la presa escapa, sibilante
a la gacela que le alcanza la captora.
El favorito ignora el ruego de las
facciones y la solicitud de los oídos; las tribulaciones ajenas no inmutan a
quien se dedica por activa y por pasiva a causar inquietudes y miedos en los
semejantes bajo su potestad o reacios a someterse. Punto final a la reunión en
el círculo vicioso, punto y aparte a la velada. La noche acaba en la sede
política, pero comienza en el extramuros para quien es juez y parte y se
considera una pieza de arte.
Se va y se va.
Menudo chasco el de las favoritas. Cruzan
una mirada de adivinación respecto a la discordia de esa tercera intempestivamente
aflorada. Las dos empujadas al limbo —quien espera, desespera— con el sexto
sentido orillado en una nebulosa. Tanta carne arrojada al asador para que la
degustación sea vegetariana.
Se va y se va.
En la cripta suena un silencio nervioso, un
silencio rechinante y desquiciado, el silencio que brama su ofensa y plañe su derrota.
Con el tono de voz de quien ordena y manda,
el cacique figurón se va sin consumir el menú de las ofrendas. Qué
desconsideración la suya.
Es tan suyo en el quitar y poner favoritas,
es tan insolente el mimado de las favoritas atrayendo y apartando sus
apetencias; tan desatento, grosero y descarado ese que sienta sus reales donde
le place; tan licencioso, cruel y falto de escrúpulo en los registros y los
borrados.
Las favoritas alfa y beta se miran,
cómplices a la fuerza, preguntándose la verdadera razón de no espetar a ese
déspota lo que sus bocas cobardes cierran. Mudas e inmóviles quedan; dan pena,
dan risa, dan asco. Les da asco como es él, les da asco como ellas son. Les
asquea sentirse como trapos sucios. A toro pasado, las dos,
indiscriminadamente, le hubieran querido preguntar y contar, preguntar para
abrir, en un alarde de valor, y contar para cerrar, en un alarde de dignidad.
Pero como ni en la cámara secreta ni en la
sede política consta valor alguno o dignidad alguna, las favoritas en retroceso
y al filo del abismo por enésima vez callan, otorgan y suplican por un renacer
de las oportunidades.
Se va el cacique figurón, se va. Detrás de
su sarcasmo en la acción y la omisión permanece una incógnita que pronto será
una certeza pública y notoria.
Detrás de la sombra viscosa y el eco riente
del favorito, la orgullosa favorita alfa mira en pretérito. Detrás de esa misma
sombra y de ese mismo eco, la malograda astucia de la favorita beta se encoge
al límite de su fragilidad. Se preguntan en sordina dónde radica su error, y
dónde el acierto de la nueva.
En la novedad, claro.
Las aspiraciones vencidas recogen las velas
mustias. Lo que se va no vuelve.
El cacique figurón se ha ido dando un
portazo, deprisa para no llegar tarde a la siguiente posta; el consejo del
diablo que sabe por viejo, igual que ellas en esta hora de aflicción y luto, le
dicta que el tránsito por una vida de famas y prebendas dura menos que la
desdicha que vierte su pérdida, incluso para él, favorito suspirado, la campana
tañerá a difuntos. Aunque, también se sabe y a diario se comprueba, que las
penas con pan son menos, traducido el pan a dinero, cargos y recomendaciones.
Fin del juego. La losa de la realidad pesa
una muerte. El favorito vuela al estreno del nido.
No hay dos sin tres: la favorita omega
reina en el avispero de los zánganos.
El consuelo de las repudiadas es que la
venganza se cocina en el infierno y se sirve en plato congelado.