Qué hermosa es la nostalgia si evoca un tiempo feliz. El otoño, dicen las voces que así lo sienten, es la estación del recuerdo. En esta época, como en cualquier otra de buscarlos, acuden a la memoria activa esos episodios que describen el paisaje y las personas entre sones bien conocidos, muy queridos, siempre presentes; con sus respectivas letras, con sus respectivas imágenes que a fuerza de voluntad permanecen imborrables.
Cuando imponderables como el tiempo transcurrido y la distancia física, también la ausencia de los protagonistas en sus diferentes grados, dejan únicamente lugar a la evocación, es precisamente entonces, y con ansia enamorada, momento de escuchar los sonidos de la vida; momento de reproducir lo que fue y jamás ha de perderse mientras acompañe la intención y el deseo por vencer a la desidia, a la imposición, a la falacia, al sibilino mercantilismo, a las espurias inercias que acaban hasta con la fragancia de las flores, hasta con esos detalles, entrañables y necesarios, que tanto gustan a hombres y mujeres conscientes de ser hombres y mujeres.
A nadie sorprende a estas alturas de la imposición política que los indeseables, vividores palaciegos, de la SGAE, exijan un pago dinerario —cómo no— a la Tuna por interpretar sus canciones. Para reír a mandíbula batiente si no fuera porque el asunto es para llorar, maldecir y barrer a quienes actúan de esta guisa impúdica, obscena, economicista hasta la náusea y más allá.
Probablemente tales sujetos, adictos a una manera arancelaria de sustentarse viciada, representantes de la tenebrosa alineación, no conciben más obra popular que las proclamas y consignas de harto conocidos medios de comunicación a través de sus portavocías; lo que si bien los descalifica para el gusto, el tacto y la inteligencia, los califica para la servidumbre, el vasallaje y la remunerada pleitesía. Seguramente, ni esos ni esas han servido para lucir, para transmitir sentimientos ni para enamorar bajo una balconada, a la luz de la Luna en una Plaza Mayor, caminando soportales, descubriendo atajos, susurrando en los mil oídos dispuestos a escuchar lo que la pasión demanda.
Que un mal viento arrastre a los indignos. Que el buen viento difunda la voz inmarcesible de la Tuna:
Y enredándose en el viento
van las cintas de mi capa.
Y cantando a coro dicen
Una sobria noche ginebrina, allá por mil novecientos cincuenta y ocho, bajo el cielo apagado de la fresca primavera suiza, un matrimonio de vacaciones contemplaba desde el balcón la calle desierta. Al poco, invitando él a ella a echar vistazos en lontananza y a prestar oído, un rumor alegre, acompasado, dicharachero y español fue ganando terreno, escenario y audiencia. Los tunos de la Tuna, una Tuna de facultad española, se enseñoreaban del mundo cercano con sus timbradas voces y su característico ágil danzar. Y dieron, concertada la cita, en congregarse bajo aquel balcón donde una joven esposa era gentilmente requebrada por aquel festivo grupo de compatriotas en tierra extraña.
quiéreme niña del alma.
Una sobria noche ginebrina, allá por mil novecientos cincuenta y ocho, bajo el cielo apagado de la fresca primavera suiza, un matrimonio de vacaciones contemplaba desde el balcón la calle desierta. Al poco, invitando él a ella a echar vistazos en lontananza y a prestar oído, un rumor alegre, acompasado, dicharachero y español fue ganando terreno, escenario y audiencia. Los tunos de la Tuna, una Tuna de facultad española, se enseñoreaban del mundo cercano con sus timbradas voces y su característico ágil danzar. Y dieron, concertada la cita, en congregarse bajo aquel balcón donde una joven esposa era gentilmente requebrada por aquel festivo grupo de compatriotas en tierra extraña.
Son las cintas de mi capa,
de mi capa estudiantil.
Y un repique de campana
y un repique de campana,
cuando yo te rondo a ti.
A lo largo de una vida con frecuentes desplazamientos, he coincidido con los tunos de la Tuna y sus cantares en geografías pintorescas o de reclamo turístico, en ciudades de húmeda grisura o de esplendente luminiscencia. Estaban ellos allí para alegrar el oído, templar el ánimo y alentar el corazón de nacionales y extranjeros sin distinciones; ganándose un dinero honrado y satisfactorio para el pagador.
Huelga comentar la emoción de mi madre y el contento de mi padre tarareando, quizá entonando, las canciones de la Tuna; ese cantar y ese hacer nuestro que se protege con el uso y la difusión; que ha de ser legado y heredado.
A lo largo de una vida con frecuentes desplazamientos, he coincidido con los tunos de la Tuna y sus cantares en geografías pintorescas o de reclamo turístico, en ciudades de húmeda grisura o de esplendente luminiscencia. Estaban ellos allí para alegrar el oído, templar el ánimo y alentar el corazón de nacionales y extranjeros sin distinciones; ganándose un dinero honrado y satisfactorio para el pagador.
La Tuna es española, su sentir es nacional, su público el que guste serlo, sus canciones de todos y para todos. Fui tuno de la Tuna en mi etapa universitaria. Un tuno de acompañamiento, pues mis dotes musicales eran más voluntariosas que adecuadas. Fui tuno de la Tuna en dos facultades, luciendo los atavíos del honor y los colores distintos de las franjas distintivas. Con orgullo y amable nostalgia recuerdo mi paso por los caminos de la Tuna, aún, y quiera Dios que por siempre, escuchando las voces amigas que regalaban amor y patria derrochando simpatía y entrega joven.
Qué han de saber esos progresistas de medio pelo y cuartillo de neurona del significado de la Tuna. Con sus avaricias mueven a la pena; con sus torticeros desquites mueven al repudio; con sus cicaterías y su orfandad moral mueven a la conmiseración pero también a la denuncia pública. Quédense ellos con sus igualdades artificiosas, con su igualitarismo biliosamente legislado y con sus odios; qué mala es la envidia mala, dicen en mi tierra. Tendrán que cobrar a los tunos de la Tuna persiguiéndolos de cancela a puerta, de ventana a balcón, de calle a plaza, de pueblo a ciudad, a cielo abierto o bajo techado; tendrán que enviar sus garrudos agentes a seguir la estela de brillo y alegría que traza la Tuna al dispensar, sin distingos ni exacciones, vida y color con su voz, su danza y su característico atavío elegante y español.
Son las cintas de mi capa,
de mi capa estudiantil.
Y un repique de campana
y un repique de campana,
cuando yo te nombro a ti.
¡Aúpa Tuna!