La reiteración en el error induce a pensar en que o bien se ignora o bien no se asume; en ambos casos la conclusión es negativa aunque en diferente grado. Un error sucesivo, contumaz, manifestado a los cuatro vientos e integrado en el paisaje o es una burla o es la constatación de la dejadez. Porque tontos, tontos, lo que se dice zopencos, los parlamentarios políticos no son. La estulticia les viene de otros orígenes.
Sin el lenguaje en sus distintas vertientes como medio, la comunicación se hace más que difícil y sin comunicación, es obvio, nada de lo que se quiere decir llega a su destino. Pero con una comunicación deficiente lo que llega produce sensaciones contrapuestas, generalmente perjudiciales para el emisor; eso siempre que el nivel del receptor sea el que una educación con propósito de enseñanza clásica otorga.
Día tras día, locución a locución —basta dedicar un tiempo breve y atento para darse cuenta—, el lenguaje es vapuleado con escarnio por esas voces de autoridad política y comunicativa, íntegramente sufragadas las primeras con nuestros haberes y en parte nada desdeñable las segundas. Y como de costumbre, aquí no pasa nada, a nadie se le cae la cara de vergüenza ni nadie pide perdón por las afrentas a la inteligencia.
Haga memoria el lector en busca de atentados al idioma, pasados y presentes, que sin esfuerzo encontrará con los que reírse o llorar, con los que enfadarse y denunciar; los hay para todos los gustos del mal gusto: supresión de letras, invención de vocablos, tergiversación de conceptos, adaptaciones chocarreras dirigidas a sectores de población predefinidos, neologismos improcedentes que en realidad son barbarismos, suma y sigue. Y lo peor, insisto, en que tales aberraciones idiomáticas, tal estropicio léxico y sintáctico pasa desapercibido o se consiente librándose de la merecida reprimenda; ¡sin advertencia no habrá enmienda! Tan perjudicial es el hábito como la ignorancia para la salud del lenguaje en todas sus variaciones.
Oigo con asombro —es una forma de expresarme, pues de según quienes me asombraría lo contrario de lo que ofrecen— que en las Cortes laboran algunos parlamentarios de calidad y consistencia cuyas voces se escuchan o se oyen, semana a semana durante el periodo de sesiones; entiéndase la referencia a los portavoces de los distintos grupos con plaza en las cámaras. Si tales portavoces son lo más granado de la oratoria nacional, permítaseme el casticismo, apaga y vámonos. Basta seguir el resumen documental de los respectivos discursos para hacerse una idea de los dislates lingüísticos que vez tras vez acompañan la información, hasta el punto de entretenerse con el señalamiento de los yerros antes que con la perorata del deponente de turno cuyo mensaje es conocido por lo invariable.
No es una minucia lo que traigo a colación ni un exceso de prurito en materia que, al fin y al cabo alegarán los irredentos acusados, está sometida al abuso y a la sacudida por la frecuencia de uso. Al cabo de una jornada de percepción auditiva ya se detectan síntomas de fatiga y hastío por la indigencia de los oradores, tertulianos y contertulios; al cabo de ciento, la decepción se equipara al desapego; y al cabo de los años o resistimos a sangre y fuego o engrosamos la lista de necios pero sin el consolador beneficio de la nómina.