Sofista es el que produce argumentos aparentes —e intrincados si la necesidad acucia— para defender una proposición falsa; es sofista el que está dispuesto a defender con idéntico objetivo cualquier proposición, sea verdadera o falsa.
Invitan los acontecimientos y aconsejan las circunstancias repasar en síntesis documentada las oscilaciones históricas e intelectuales de la sofística.
—Una larga transición degenerativa desde la refinada sutileza hasta el recurso necio.
En el mundo antiguo, en la Grecia del siglo V a. C., emergió un movimiento cultural denominado sofística que, mediante el análisis del lenguaje y su utilización para influir en los ciudadanos, intentaba renovar los hábitos mentales tradicionales. Los sofistas eran los sabios —los “maestros del saber”, según la definición académica antes citada—, que en virtud de la primera crisis de la filosofía aparecieron y proliferaron en Grecia convirtiendo el periodo cronológico en antropológico. No obstante, la evolución interna del pensamiento helénico, la citada crisis, no justifica por sí misma el fenómeno sofístico, ya que son fundamentales causas históricas tales como el descubrimiento de un nuevo mundo en Oriente, la formación de una conciencia nacional o común y la irrupción de las masas en la vida pública; entre otras colaterales.
—El sofista, pues, caracterizaba la dualidad ejerciendo la controversia: era el maestro de sabiduría y también el elaborador de razonamientos falsos y capciosos:
“Cuanto más queso, más agujeros
Cuantos más agujeros, menos queso
Conclusión: Cuanto más queso menos queso”
Al sofista se le acusaba de ser un mercenario por enseñar, aleccionar o adoctrinar a sueldo —a lo que hoy añadiríamos el altamente remunerado cargo, la valedora prebenda o la convincente protección— y se le denunciaba como falso dialéctico, como un mistificador de la palabra. Fueron llamados sofistas los que mezclaron la doctrina de la habilidad política con el arte de la elocuencia y desplazaron su profesión del ejercicio al discurso. El sofista, adscrito a la escuela erística, abusa del procedimiento dialéctico hasta el extremo de convertirlo en vana, huera, irrelevante, disputa.
—Se denomina erística al arte de la disputa. Si esta disputa se entiende como un procedimiento dialéctico en el sentido que tiene la dialéctica en Platón, entonces el método erístico y el método dialéctico coinciden y no son tomados casi nunca en sentido peyorativo, ni siquiera cuando se rechazan como insuficientes o como escasamente probatorios. Si, en cambio, la disputa tiene como fin la propia disputa, la erística degenera en sofística y la interpretación del método erístico da lugar a juicios desfavorables.
La necesidad de convencer y, especialmente, de refutar acaba sobreponiéndose al afán de verdad y al deseo de forjar racionalmente un universo armónico. El sofista adquiere popularidad no por la ciencia que expone sino por la interpretación o adaptación o desviación interesada que de ella hace. Y del sofista convertido en una fuerza social se deriva el abuso de la retórica, de la elocuencia y de la enseñanza de estas artes por encima de los saberes propiamente reconocidos.
—Hay una insoslayable distancia (léase flagrante contraposición) entre la conducta del sabio, el sano sentido común, y la del sofista, la artificiosidad. La misma ineludible distancia que entre la seria búsqueda de la verdad y el juego intelectual propio de arribistas y cultivado afanosamente por los mediocres.
El hecho de que la sofística sea la expresión de crisis históricas y espirituales más que el resultado de la evolución interna de un pensamiento, se revela al considerar que más que el problema de la esencia del ser se planteaba el problema de un conocimiento válido de la Naturaleza, de una verdad en la que pudiera confiar el hombre. Y este problema se transformó bien pronto: A la pregunta por un saber universalmente válido se superpuso inmediatamente la pregunta por una ley universalmente válida. El hombre desconfiaba de la eternidad de la ley, advertía que las leyes eran cosa humana; por lo tanto, precarias y transitorias.
La sofística nace de una desconfianza moral grandemente inducida. Si con posterioridad la sofística ha degenerado, si de ella ha devenido la acepción del sofisma como un razonamiento incorrecto, formulado con plena conciencia de su falsedad, es porque se ha olvidado -y puede que hasta denostado- la crisis por la cual surgió y el hecho de que fuera uno de los intentos para superarla.
En tiempos más cercanos al calendario, la sofística se explica como una constante cultural. La historia moderna, en el ámbito mundial, desborda de ejemplos donde se manifiesta la tendencia a anteponer argumentos -seudoargumento filosófico, seudoargumento político- a las doctrinas sobre las cuales se argumenta. En este sentido, la sofística designa la actitud de quienes buscan ante todo el triunfo dialéctico frente el interlocutor o adversario, sin cuidarse de si al alcanzar semejante triunfo han defendido o no una tesis que se supone verdadera.
—Un discurso atinado no encierra trampas dialécticas, aunque no está precisamente exento de metáforas; de él se desprende la exigencia de hablar con palabras y no con frases o eslóganes y que a las cosas se las llame por su nombre o por sus amplificadores vocablos, sin oropeles y en su momento, despachando con cajas destempladas los contraproducentes eufemismos de esa hipócrita, de esa nefanda terminología de la corrección política. Nadie que defienda principios y acopie por mérito dignidad, se avergüenza de hablar un español diáfano, esencial, contundente y arraigado.
Sofista es el que produce argumentos aparentes —e intrincados si la necesidad acucia— para defender una proposición falsa; es sofista el que está dispuesto a defender con idéntico objetivo cualquier proposición, sea verdadera o falsa. El sofisma (o vicio de forma, o falacia) es una refutación aparente —refutación sofística— y también un silogismo aparente -silogismo sofístico, silogismo erístico-, mediante los cuales se pretende defender algo falso y a la vez confundir al contrario.
En definición de Aristóteles: Sofisma o falacia se denomina a una refutación aparente y también a un silogismo aparente, mediante los cuales se quiere defender algo falso y confundir al contrario.
—Hay dos clases de argumentos: unos verdaderos y otros que no lo son aunque lo parecen; estos últimos son los sofismas o refutaciones sofísticas. Los sofismas extralingüísticos tienen las causas siguientes: confusión de lo relativo con lo absoluto, ignorancia del argumento, confusión de la causa con lo que no es causa y reunión de varias cuestiones en una.
Conviene recordar a menudo la conducta artificiosa del sofista y su vacua dialéctica. A la lengua se la vapulea con tanto consenso espurio, con tanta poda excluyente, y al hablante de a pie se le cohíbe, se le coacciona con la injuria o la calumnia si aplica la palabra correcta al concepto pertinente. A la pifia de confundir el sustantivo con el adjetivo, que ya es desfachatez y huera componenda, se le une el despropósito, pernicioso donde los haya, de omitir el nombre.
Según John Stuart Mill, una lista de falacias equivale a un catálogo de variedades de evidencia aparente que no es evidencia real, por lo que las falacias excluyen errores cometidos por casualidad.
—Falacias de generalización que incluyen los intentos de reducir fenómenos radicalmente distintos a una sola clase “falacia reduccionista”, la falacia de confundir leyes empíricas con leyes causales, la falacia de la falsa analogía, el uso inadecuado o desmedido de metáforas y las consecuencias de malas clasificaciones.
Juegos malabares. Politiqueos de baja estofa, pero de alto rendimiento y eficacia probada, apoyados en la burocrática letra de los reglamentos. Haga usted las leyes y déjeme a mí los reglamentos; déjeme a mí la aplicación que me interese cuando me convenga.
La historia es tozuda. La historia es la que es. La historia es de una tenacidad a prueba de falsificaciones y componendas, omisiones o propaganda. La historia es lúcida. La historia es pródiga en acontecimientos redundantes. Los documentos históricos —la historia ciertamente documentada con sello, firma y fecha— son formidables proveedores de información, conocimiento y cotejo; y eso pese a los cíclicos sicarios de la falsía, rehace endebles memorias, portaestandartes de una historia jamás habida.
—La historia es de una tozudez aplastante.
De una terquedad apabullante es la historia; claro que mejor si la cuentan en sus episodios los protagonistas reales, por clarificador escrito o esmerada transmisión oral. Preferible si la historia en toda su ramificada extensión, en cada uno de sus peregrinos vericuetos, la explican los verdaderos actores —no sus réplicas de atrezo— al receptivo y fiable destinatario.
Es característico de “los dialécticos” considerar su mayor victoria —su gran proeza— la derrota del contrincante, opositor u oponente, ganándole la partida por medio de argucias. Sutilezas, sofismas que emprenden una carrera con la propia sombra. Añagazas que no conducen a nada positivo para la sociedad, ni esclarecen los enigmas ni satisfacen decorosamente a las personas; pero que pueden y de hecho consiguen demasiadas veces silenciar un eco contraponiendo un grito.
—O una diatriba.
—También.