Al despuntar la mañana ya estoy cómodamente vestido para lo que tengo previsto hacer. La amplia bolsa de viaje revisada y cerrada sigue con mirada perezosa mis últimas idas y venidas por la habitación del hotel, acostumbrado a llegar y a partir con pocos días de diferencia; lo que se dice el viaje antes y después del viaje.
A la hora que me había fijado acabo un desayuno copioso, de esos que sólo ingiere quien ha experimentado con su estómago en múltiples ocasiones de muy variado cariz y sabe que bien alimentado el ánimo responde mejor. Ningún esfuerzo suplementario iba a exigirme a lo largo del día, salvo imprevistos difícilmente sospechados. Eso sí, y no es recomendación en balde: conviene cenar con frugalidad quijotesca la noche anterior, o lo que es lo mismo, la víspera de cualquier partida a distancia considerable y previsible trasiego psicosomático. Un sueño real y abrigado es de ayuda para encarar incluso lo deseado. “Siéntete despierta y absorbe la vida alrededor”. Los consejos de los predecesores en la práctica viajera deben ser tomados en cuenta y adaptados al cada cual que paso a paso, kilómetro a kilómetro, suma experiencia; esa experiencia cúmulo de osada o urgida improvisación con resultado favorable y errores en poco o mucho inevitables.
Con el cuerpo vitalizado por una ducha de agua fuerte, un punto fresca también en otoño e invierno, frotada la piel con ganas y abundante espuma fragante, y concienzudamente dispuesto a la brega futura, atrás queda el refugio, los momentos de recalada y vivencia sedentaria, y por delante lo que venga.
“Mira por dónde viene el viento”. Otras voces perennes en el recuerdo se expresan con frase parecida e idéntica intención: “Busca de dónde sopla el viento”. Pese a los muchos cambios que la vida, y la libre voluntad, impone, las recomendaciones de antaño son buena compañía con la que viajar. Es un acto reflejo, como el de asegurarse que nada queda en los cajones o encima de la mesa, en la repisa del cuarto de aseo, en el armario o en esos lugares poco menos que inaccesibles del equipaje que desesperan cuando se quiere encontrar un documento o las llaves. ¡Qué habilidad la de algunos objetos para el camuflaje! ¡Qué profundidad abisal la de maletas, bolsas y bolsos!
Me dirijo a la estación de ferrocarril. Un par de kilómetros de distancia que a mis piernas no supone sacrificio y a mis sentidos proporciona satisfacción. Los enlaces o trasbordos forman parte del viaje a pesar de su modestia y brevedad o dilación, y son, para mí lo son, momentos íntimos de análisis y entera disposición para elegir entre las opciones que se plantean. ¡Qué sería de mi cabeza si no pudiera decidir entre dos o más alternativas! Un camino va, otro viene, otro cruza ambos o este o el otro; y viceversa siempre. Siempre hasta que me muera. ¡Qué sería de mí en una vía única! Ni pensarlo.
“Niño, nunca sabrás con qué quedarte”. También: “¿Dónde te lleva tanta curiosidad?” Y… “¿Sabes lo que quieres?” No, ni lo que busco. Pero sé lo que no quiero ni busco ni espero encontrar a la vuelta de ningún paso estrecho. Ya está, lo he dicho. Vale. Cada uno es como es y le mueve la fuerza que alienta.
Me observa un taxi. Cree que lo voy a necesitar. No le dirijo la mirada ni hago el gesto de llamada. Por el rabillo del ojo le veo seguir mi puesta en marcha. Seguro que calcula el trayecto hasta la estación… ¿Adónde voy a dirigirme cargado de esta manera si no?… Y ahora comprende que no hay servicio con este viajero al que le gusta caminar. Y mientras camino todo lo distraído que puedo, la carga no es tan pesada y la cabeza me funciona a pleno rendimiento. Pensará que soy un tacaño, un turista caído de la inopia centroeuropea para refocilarse en la playa trasegando litros de alcohol y alguna que otra compañía ocasional. A lo mejor piensa que me gusta andar, o que voy cerca o que he aparcado el coche en la siguiente esquina. ¿Y qué soy yo?
Hace una buena mañana para tomárselo con calma. El Sol acompaña sin avasallar. Con el equipaje a cuestas el calor del cuerpo se basta para ir templando el ánimo al recorrer la distancia. Dos kilómetros casi en línea recta, cruzando la carretera general por el paso subterráneo. No me gustan los pasos subterráneos, no soy aficionado a la espeleología; me da miedo que la obra humana o la obra natural se desplome sobre mi cabeza llena de ideas y pájaros. Me desagrada sentir una capa sólida de mundo sobre mí. ¡Con lo bien que se está al aire libre, incluso lloviendo! Cuántas veces me he calado hasta los huesos por empeñarme en resistir.
“Eres tan tozudo”. “¿A quién has salido tú, criatura?”
Pero no voy a jugar a las imprudencias: ahora paso, ahora amago, ahora corro, ahora me quedo. Nada. La carretera es un riesgo que no me da la gana asumir. Escalera abajo, escalera arriba. Ya estoy al otro lado.
“Cuando vayas por esos mundos de Dios, piensa por ti y por los demás”.
Lo intento.
Al otro lado de la carretera cambia el panorama. Menos edificios, mas terrenos de labor, menos asfalto, más industria y el aire circula con menor dificultad. Un kilómetro, la recta de tribunas. Todo adelante. No es un paseo campestre, es un paseo cómodo, accesible a todos los usuarios. Aunque soy el único usuario que transita a esta hora relativamente temprana.
Todavía estoy en el mundo urbano. Flanqueándome plátanos, al frente un parque que puede llamarse así. El paseo gira a la derecha en ángulo de noventa grados y enfila la estación. A medida que me acerco arrecian en las farolas los anuncios de compra, venta, ofrezco y busco. Los leo. Siempre leo lo que se pone a tiro, viaje o no viaje. Leo el billete de tren de la primera a la última palabra con independencia del tamaño; leo el anverso y el reverso de la propaganda y observo detenidamente las fotografías. También el paisaje que se abre al llegar al andén principal; hay otras vías con sendos andenes pero son de servicio o desvío. Echo un vistazo alrededor y me siento bajo la marquesina metálica. Hace una buena mañana. Compruebo que el billete sigue donde lo dejé.
“Se previsor en tu vida”. Soy previsor.
Saco el billete del bolsillo que lo guarda. Leo el billete que ya había leído. Guardo el billete en el mismo bolsillo.
Hace un estar agradable. Enciendo un cigarrillo; el primero del día. Fumo a ratos, jamás en movimiento; a veces olvido que me apetece fumar pero nunca olvido el paquete de tabaco. Cada uno es como es.
Fumo. Espero sin impaciencia. Al levantarme todo empezaba, al caminar hacia la estación todo empezaba, al esperar el tren todo empieza. La vida es un empezar continuo. Me gusta empezar. Sin embargo, curiosamente, cuando espero vuelvo la mirada hacia el pasado, que es el lugar de donde viene el tren. Y retrocedo horas, días, meses y años en la historia de mi vida que quiero seguir llenando de anécdotas, propósitos y nombres, con sinsabores, decepciones, episodios favorables y la esperanza de continuar yendo y viniendo. Yendo y viniendo, me repito. Con la feliz esperanza de encontrar lo que busco; esa es la realidad. Busco para encontrar. Quiero encontrar.
“Hasta que no puedas con tu alma”. Hasta que ni mi alma ni yo podamos la una con el otro. Tiene gracia.
La estación es de lo más convencional, una estación que es calco de muchas. A derecha e izquierda se abre un pasillo descubierto para matar el tiempo de un lado para otro con el epicentro en el eje de simetría. Me llegan los sonidos de la cantina, quiero decir del bar; sobre todo mientras las puertas de acceso de fuera a dentro y viceversa permanecen abiertas empujadas o retenidas por los que esperan a los que han de venir o junto a los que han de partir en el mismo tren que yo, o en el siguiente anunciando su llegada poco después.
Vuelvo la mirada hacia ese lugar de origen. ¿Por qué será? La inercia me lleva a confirmar que el pasado ha pasado. Yo era muy pequeño, quizá aún no era. Mis padres me contaban que los trenes echaban mucho humo y al asomarse por la ventanilla o desde el estribo para ver el mundo en movimiento, la carbonilla se posaba cual insecto picajoso hasta en los lugares más inconvenientes de la anatomía. La pertinaz carbonilla, el silbato del tren, la algarabía y los bártulos, la merienda, esas distancias cubiertas pacientemente y desde el andén de una estación —cualquier estación rústica o funcional, diminuta o vasta, desierta o concurrida— donde todavía pare el tren, un pasajero con la mirada en viaje retrospectivo.