Leónidas Bermejo estaba perdidamente enamorado de Davinia Friseis. Ella fue su primer amor, precoz erotomanía; ella era su única y verdadera pasión. Davinia Friseis se dejaba querer por el libresco galán, y actuaba según ardorosa petición secreteada a la celosía. Atrás el calendario, cuando en él despuntaba el celo y la jovial desinhibición en ella, la venusta Davinia le propuso sonrojarse a dúo en la enramada.
Amatorio escenario de fascinante simbología.
Pero a Leónidas Bermejo lo que le apetecía, atraía y gustaba era mirarla, separado del objeto de culto adorarla y perderse en el arcano de la efigie.
Lo que más motivaba a Leónidas Bermejo era admirar la sensualidad de Davinia cuando ella, pendiente del examen, repasaba la lección y memorizaba articulando frases mudas.
Leónidas Bermejo no pasaba del postigo, le daba gozo a la libido a cambio de unos regalitos, detalles de caballero, que abonaban el numen de la graduanda. Davinia Friseis ponía empeño en aprobar, era puntual, disciplinada, impecable en el arreglo e innovadora. Pronto colaboró en la redacción del temario corrigiendo desfases, incluyendo experimentación sensitiva. Su aportación fue terminante, se hizo con el preciado título y posteriormente con la libertad de cátedra. Leónidas Bermejo tenía el alma romántica: bastaba una mirada de la divina para transmutar en ascua la carne, para sublimarlo.
Los ojos del enardecido mentían y el corazón le dictaba palabras confortadoras. Ella, sólo ella, exclusivamente Davinia para su Leónidas. El cándido enamorado, escondido detrás del parapeto, inspira un gratificante asombro en la mujer que se exhibe.
Leónidas Bermejo era feliz junto al retrato íntimo de la mujer amada: sólo ella para él, con él a solas en el paraíso terrenal. Veía a través de su ceguera los objetos que adornaban a Davinia, que acariciaban su cuerpo y alimentaban su ego, las dádivas y los presentes en lista cronológica, los instrumentos de la seducción propia y ajena, una mole antropomorfa. El penúltimo placer del alma.
La sicalíptica Davinia manoseaba el juguete de cara al palco, como si el mirón fuera una cámara espía registrando el atrevimiento lascivo, la rutilante impudicia, el aprovechado aprendizaje de lolita. Una película a propósito del rufo admirador. Era una idea saludable. Leónidas Bermejo se felicitó por su buena estrella. Ahora ya podría disfrutar de su amada sin interrupciones, burlas soeces o accesos de vergüenza.
El último gran placer. Davinia demostró su estima, más aún, su franco reconocimiento al amigo circunstante acordonando el palco y cada mes, sin faltar uno, grabando vídeos en formato doméstico, cinta virgen y guión original, dedicados a su larvada afición. Querido Leónidas, perviértete a tus anchas.
(De la obra El Avefuego y enigma)