Estamos en invierno. Yo vivo el invierno. Este es un invierno que se reivindica ante la amenaza de extinción. Este invierno es tan invierno como cada invierno allá donde llega y pernocta el invierno. Es un invierno portavoz de invierno que proclama su ancestral poder.
Hay quien no se lo cree, pese a la evidencia. Hay quien no siente en las parcelas de piel desnuda el helor de las temperaturas bajo cero; unas parcelas ampliadas al dictado de la información meteorológica mediatizada. La contradicción, como cabe imaginar, ocasiona inestabilidad emocional y conflicto anímico. Hay quien se cree hasta lo que perjudica gravemente a la salud, porque lo dice quien lo dice. Le llamaremos Seguidor, para no revelar su identidad en señal de respeto al que fue y a sus abochornados deudos.
El tal Seguidor no era una lumbrera ni un dechado de virtudes cívicas, pero tampoco un falsario a plena dedicación o un subvencionado propagandista; era, simple y llanamente, un crédulo, cándido, oficialista.
—Lo ha dicho la televisión, lo dice la radio, lo dicen los periódicos y los ministros, los directores generales y los portavoces parlamentarios —esgrimía Seguidor con vehemente convencimiento.
—Pero hombre, qué estamos en invierno, qué hace frío.
—La temperatura es primaveral, el ambiente es cálido. Lo dicen y lo repiten —insistía, enfático, Seguidor.
—Abrígate, no seas ingenuo. ¿No ves a la gente? ¿Y el viento? ¿Y la niebla? ¿Y el manto de escarcha que alfombra la campiña, los tejados y las calles cada mañana? Que enardece la nariz y las yemas de los dedos, también ¿Y los grados bajo cero que ciernen las madrugadas?
—Los telediarios lo dicen. Los medios de comunicación lo dicen. Las encuestas lo dicen. Al Gore lo dice.
A Seguidor no hubo manera de convencerle. La versión oficial era para su caletre, digamos, sagrada. Por más que pretendíamos disuadirle de su obcecación, persistentes nosotros, él terco y constante.
—Que lo dicen los que saben: ya no hay inviernos, se ha acabado el frío, y como nunca más tendremos frío la ropa de abrigo sobra. ¿Es que no os dais cuenta?
—Mira tú que estos presupuestos no rigen en esta parte de España donde vivimos, que es España pero que no entronca con la versión oficial; aquí hace frío, los inviernos son tradicionalmente fríos por estos pagos, unas veces más y otras menos, pero son inviernos y son fríos. En las zonas nacionales hacia Levante, templadas por el mar, los inviernos son suaves y secos desde tiempos inmemoriales; hasta te puedes bañar en la playa gran parte del año, antes y ahora, sin riesgo mayor que pillar un resfriado.
Inasequible a la racionalidad, quizá porque la transmitíamos nosotros, Seguidor, en mangas de camisa bajo la niebla heladora, agrietados los labios por el frío y amoratadas las orejas, denunciaba el sesgo calorífico en la dimensión medioambiental.
—Como en primavera, y en dos días como en verano.
Seguidor no entendía que una cosa es el poder creciente del Sol, la innegable y notoria influencia de la actividad solar, su progresiva dilatación que en aproximadamente cuatro mil millones de años aniquilará toda vida en la Tierra y, aproximadamente, mil millones de años después provocará su autodestrucción consecutiva a la de los planetas de su órbita, que otra cosa es la infectiva actividad humana diseminada en diferente cuantía en territorios específicos localizables en los atlas geográficos y en los mapas de carreteras y otra muy distinta que en otoño y en invierno cuando el Sol pugna con adversarios de raigambre en lugares de España, que son España, pese al desconocimiento y al provocado abandono, el frío haya pasado a la historia de la conveniente utilidad; valga la paradoja.
—¿Y el vaho que expeles por la boca es brisa tropical?
Intentos baldíos. El imperio comunicativo del plutócrata Al Gore et allius cercanos, distantes y remotos, superaba con creces a la pura y dura realidad. ¿Será que ciertas partes de España, que son España, presentan caracteres de contumaz diferencia, insumisas?
Basta que replicáramos a su fe incondicional —la asimilada fe del converso— con manifiestos tales como que el susodicho “icono potentado de la concienciación climática” camufla con proclamas apocalípticas sus contaminantes negocios y sus fecundos desplazamientos, cobrando fortunas —que pagamos velis nolis los contribuyentes— por personarse en un auditorio previamente entregado a su producción audiovisual y prédica aneja, despreciando la tecnología inocua que permite comunicarse a miles de kilómetros sin esparcir agentes patógenos por los cielos de medio mundo.
—¿Qué respondes a eso?
Seguidor fruncía el ceño, calaba las manos en los bolsillos, resoplaba y mascullaba imprecando contra la climatología rebelde y los indóciles, reacios a los extendidos postulados.
Aún así, los presuntamente ofendidos, conscientes de la perturbación, invocábamos al resto de cordura que suele permanecer activo hasta el último aliento.
—¡Si los perros, los gatos, los gorriones y los patos tiemblan al verte tan fresco, tan desamparado de vestido!
Y aconteció lo previsible. Seguidor sonreía a todo el que pasaba, en mangas de camisa, con la mirada fija en un porvenir cálido, desecado. Era la suya una sonrisa apacible, sosegada, casi perdida, casi feliz. Pudiera ser que al final, sin que lográramos convencerle de la inconveniencia de la difusión mediática, del invocado cambio climático desde poderosos oráculos con intereses múltiples y beneficios contantes y sonantes, el pobre hombre hubiera comprendido que no hay tozudez ni convencimiento ni exposición retadora que prevalezcan frente a la sentencia de los inviernos tradicionales en estas tierras de España, que son España, pero que no recoge la versión oficial sea cual sea el vocero que la pregone.
Es un suponer. Como fuere, Seguidor partió con una sonrisa casi beatífica, casi reconciliadora, en busca de un clima apto para acelerados creyentes de la nueva era. Entre los asistentes a la despedida, impasible, el frío del invierno.