La llegada de los Reyes Magos es una estampa navideña inequívoca, entrañable y feliz. También es un recuerdo imborrable. Acercándose los tres a todos y cada uno de los hogares que en ellos creen, seguidos muy de cerca por las imágenes que quieren conservarse. Para mí es una ilusión a la que jamás renunciaré.
Nunca he querido dejar de creer en los Reyes Magos ni en sus pajes, ni en los camellos o dromedarios y en los presentes depositadas aquí y allá cual dádivas de maravilloso origen al despertar de una noche velada por la impaciencia. No deseo perder mi esencia infantil, ni pretendo validar mis anhelos con las disposiciones que marcan tiempos, tendencias y dirigentes a esa categoría humana elevados entre los que muchos deambulan sin criterio y con más pena o inconcebible resignación que gloria. No voy a sucumbir al pragmatismo ni al relativismo ni a un realismo exento de esencia.
Aquellas primeras cartas de característicos grabados escritas con pulso nervioso, de contenido solicitante, en estilo protocolario, supervisadas y breves, han dado lugar a otras también escritas a mano, francas, reivindicativas y con una extensión considerable. En estas cartas herederas converge lo que fue con lo que es, sin enmascarar un ápice la oportuna o inconveniente cotidianidad, expresado el sentir primigenio a los protagonistas del mismo.
La ingenuidad, el candor y también la exigencia y el egoísmo innato de una etapa decisiva afloran en condensado orden para alimentar el anual propósito extractado en unas líneas que como ellos vienen de lejos y lejos van. Queridos y añorados Reyes Magos: os cuento…
Expongo sin precipitación y en detalle mis deseos. En algún lugar cercano permanece abierto un catálogo de juguetes —o varios, según la publicidad recibida en mi buzón—, sólo juguetes, clásicos juguetes, con reseña memorística a lápiz, bolígrafo o pluma —según el instrumento elegido al señalar—; juguetes con los que me gustaría jugar a esta mi edad ni poca ni mucha. Cuando mi edad era poca, las preferencias eran claras y constantes; hasta los siete años hubo ocasión de recibir todo lo pedido al amanecer del día 6 de enero, dispuesto en orden de preferencia, acompasado por el inefable pedazo de carbón, las monedas y los cigarrillos de chocolate y otros dulces para repartir con grandes y pequeños. Y algo más, definitorio, concluyente: las zanahorias comidas, la leche bebida y los puros ausentes; todo aquello dejado para el mínimo reposo de los Reyes Magos, séquito y cabalgaduras había sido consumido o guardado para ocasión propicia una vez finalizada la ingente tarea altruista. En justa reciprocidad.
Pero entonces no hablaba con ellos como ahora hago, no me dirigía a ellos como al amigo de siempre al que se cuenta lo que apetece, lo que obliga, aquello que infunde valor, serenidad, arrojo, determinación. No me he de culpar por ello, naturalmente. Las etapas de la vida son las que son y aun acelerándolas o retrasándolas los momentos encuentran su hueco. Una vez saludados Melchor, Gaspar y Baltasar y adecuada compañía procedo a enumerar los regalos que quisiera recibir el amanecer del día 6 de enero, y luego, satisfecha la legítima ambición, paso a hablar con los amigos, humilde, encantado, satisfecho de poder hacerlo, rogándoles que año a año, mientras esta vida me acoja no falten a la cita privada con mi deseo. Les cuento todo aquello que anida en mi sentimiento, larga y pausadamente, pues ni ellos ni yo tenemos prisa cuando nos reunimos. Les hablo desde la firme convicción de ser escuchado sin esperar prodigios que no demando; simplemente hablo, sencillamente escuchan. Y prometen volver mientras les llame. ¡Qué más podría pedir!
Este diálogo se ha convertido en tradición, tan antigua y arraigada como la voluntad. Comenzaba anunciando que no pienso renunciar a la esperanza de sentirlos a mi lado cuando de ellos precise, con los catálogos de juguetes abiertos por las páginas señaladas, con el libro de la memoria expuesto en su vibrante esplendor, con los apuntes del porvenir garabateados enérgicamente en hojas livianas pero inalterables y los platos con las zanahorias, las bandejas con los puros y los vasos de leche (y de buen vino reconfortante) en torno al privado coloquio de la ilusión y la esperanza por no perder lo imprescindible: la esencia y la trascendencia.
Estampa feliz declaro.