Recordemos aquello que fue y por qué sucedió. En esta entrega se ofrece el resultado electoral de las elecciones municipales de abril de 1931; unos aspectos de la terrorífica cotidianidad en Cataluña entre julio de 1936 y marzo de 1939; y un apunte sobre la revolución de 1934 como preámbulo de la guerra civil.
Las elecciones de 1931
El plan electoral del gobierno Aznar —almirante Juan Bautista Aznar— en el año 1931 era el siguiente: comicios municipales el día 12 de abril, provinciales el 3 de mayo y parlamentarios el 7 de junio.
Antes de la fecha del 12 de abril, el día 5, se proclamaron en primera vuelta los concejales que se presentaban a la elección sin contrincante: 14.018 monárquicos y 1.832 republicanos, pasando a manos republicanas únicamente un pueblo de la provincia de Granada y otro de la provincia de Valencia. Buen presagio para los monárquicos, que pensaban que la agitación de los meses pasados y la imposición republicana en las calles, se diluiría ante la tendencia mayoritaria a favor de la monarquía. Álvaro de Figueroa, conde de Romanones, advirtió: “No se pueden establecer distinciones entre los concejales del campo y los de las ciudades ni clasificar a los electores entre los de primera, segunda y tercera categoría. (…) Cada hombre es un voto.” Por creer cantada la victoria o por otros motivos entonces silenciados, en vísperas de los comicios Romanones les dio alcance plebiscitario: “Se ventila (…) el porvenir de España y su forma de Gobierno.” Los republicanos y las izquierdas, sobre todo éstas, acogieron calurosamente la idea.
Las elecciones municipales de abril de 1931 no fueron un plebiscito ni existía razón alguna para interpretarlas como tal. Su convocatoria no tuvo carácter de referéndum ni de elecciones a Cortes constituyentes. Tampoco fueron un triunfo electoral republicano.
Cuando el 12 de abril se celebró la segunda fase de las votaciones, volvió a repetirse la aplastante victoria monárquica. Frente a 5.575 concejales republicanos, los monárquicos consiguieron 22.150, cuatro veces más aproximadamente.
Sin embargo, estas cifras sólo equivalen a poco más de la cuarta parte de los concejales elegibles. Lo que sucedió con el resto de las candidaturas la II República nunca lo comunicó oficialmente. Los datos oficiosos que fueron publicados posteriormente en el Anuario Estadístico de 1932, por iniciativa del Instituto Nacional de Estadística y no, como era su deber, por el Ministerio de la Gobernación, muestran pese al retraso y a la manipulación que los concejales monárquicos lograron la mayoría.
Fue el propio gobierno de entonces, salvo dos miembros, los políticos monárquicos, los consejeros del monarca y dos de los mandos militares decisivos, Dámaso Berenguer, ministro de la Guerra, y José Sanjurjo, director de la Guardia Civil, quienes otorgaron carácter plebiscitario a la consulta electoral aduciendo que los resultados eran un desastre para la monarquía y un éxito para la ambición republicana.
El predominio del voto republicano en la mayoría de las capitales de provincia —como en Madrid, donde el concejal socialista del PSOE, Andrés Saborit, ‘hizo votar\’ por su partido a millares de muertos— contribuyó a esa sensación de derrota, junto a la creencia, infundada, de que los republicanos podían controlar la calle provocando algaradas y desmanes para hacerse con el poder. Durante la noche del 12 al 13, los ministros se reunieron informalmente en el ministerio de la Gobernación con el general Sanjurjo, jefe de la Guardia Civil y simpatizante de la república, según Alejandro Lerroux, quien dejó de manifiesto por telégrafo que no contendría un levantamiento contra la monarquía; extremo que los dirigentes republicanos conocieron en el acto gracias a los empleados de Correos adictos a su causa. Romanones le preguntó si podía contar con la fuerza de Orden Público y Sanjurjo respondió: “Hasta ayer por la noche podía contarse con ella.” Lo que dio pie a Romanones para concienciarse de que todo estaba perdido.
Por su parte, Berenguer, ausente de la reunión ministerial, envió por su cuenta un telegrama a las autoridades militares de provincias, haciéndoles notar la “derrota de las candidaturas monárquicas en las principales circunscripciones” y pidiéndoles “la mayor serenidad” (…) con el corazón puesto en los sagrados intereses de la Patria”, cuyos destinos “han de seguir, sin trastornos que la dañen intensamente, el curso lógico que les impone la suprema voluntad nacional.” El telegrama prontamente difundido por la prensa llenó de alegría a los republicanos y a las izquierdas.
En definitiva, Romanones, Sanjurjo y Berenguer, habían desahuciado por su cuenta y riesgo el régimen que teóricamente defendían.
Al amanecer del día 13 Romanones acudía a palacio. Confiesa: “Yo no acertaba con la fórmula de afirmar que todo estaba perdido, que no quedaba ya ni la más remota esperanza y, sin embargo, hablé con claridad suficiente, interrumpiéndome el rey con la frase: Yo no seré obstáculo en el camino que haya que tomar, pero creo que aún hay varios caminos”. Y observa Miguel Maura (Así cayó Alfonso XIII, pp. 153-154): “Ya en la mañana del 13, antes de que el Gobierno hubiese deliberado reunido y antes de que la calle hubiese mostrado síntomas de efervescencia, el conde (Romanones) estaba decidido a forzar las etapas para que el monarca abandonase la lucha”. Por la tarde de ese día 13, Aznar, presidente del Gobierno, declaraba: “¿les parece a ustedes poco lo que ha ocurrido ayer, que España, que se había acostado monárquica, se levantó republicana?” La frase, que en la práctica era un llamamiento a los contrarios a la monarquía a tomar la calle, se extendió por toda España como un reguero de pólvora entusiasmando a los socialistas y los republicanos.
Ese conocimiento de la debilidad de las instituciones constitucionales explica que cuando Romanones y Gabriel Maura, con el expreso consentimiento del rey, ofrecieron al comité revolucionario unas elecciones a Cortes constituyentes no lo aceptaran, habiendo captado el desfondamiento monárquico; no sólo fue rechazada la propuesta sino que, además, exigió la marcha del rey antes de la puesta de Sol del 14 de abril.
Así pues, se proclamaba la II República sin respaldo legal o democrático.
(Ricardo de la Cierva, Historia actualizada de la II República y la guerra de España 1931-1939, pp. 37 a 40, Ed. Fénix. Miguel Artola, Partidos y programas políticos 1808-1936, I, p. 597, Ed. Aguilar. Pío Moa, Los personajes de la República vistos por ellos mismos, pp. 175 a 178, Ed. Encuentro. César Vidal, Paracuellos-Katyn, pp. 95-96, Ed. Libroslibres.)
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Las prácticas de exterminio de los coaligados en el Frente Popular en Barcelona y alrededores en la memoria de José María Fontana Tarrats.
Lo primero que hicieron el 20 de julio de 1936 los “líderes de la libertad humana” fue establecer cárceles por toda Barcelona, al extremo de que pronto excedieron en número a los cines y a las tabernas. Las más tristemente famosas entre las cárceles, descontando al ex siniestro Montjuich y la ex trágica Modelo, fueron la de San Elías, la de los Sanjuanistas, la de los Escolapios, la Tamarita, la del antiguo Banco de España; la del C.A.D.C.I. (Centro Autonomista de Dependientes del Comercio y de la Industria) en la Rambla de Santa Mónica, la de la calle Zaragoza y Prisiones Militares en un convento de la calle Enrique Granados. En suma, aparte de las cárceles oficiales cerca de un centenar de otras prisiones fundadas, patrocinadas y regidas todas ellas por los diversos partidos políticos “antifascistas”. Sus inquilinos eran reclutados a diario en las expediciones depuradoras que llevaban a cabo los piquetes armados —“patrulleros”— que, vestidos con mono, gorrito de borla y abundancia de insignias, recorrían calles y domicilios en busca de víctimas.
En los aludidos recintos carcelarios almacenábase, asimismo, parte de lo que se robaba, con independencia de su función principal: la de constituir una especie de antesala de la muerte. Ésta llegaba al atardecer o de madrugada, con la lectura de una lista de presos, a los que se les montaba en un coche, pasando, con el Sol naciente, a engrosar el número de hemorragias internas que asoló a toda la región. En estas patrullas de asesinos vulgares forman todos los partidos políticos que siguieron la causa roja. Dos de sus directivos más destacados fueron los militantes de Acciò Catalana González Batlle y Pons.
En Moncada, localidad muy cercana a Barcelona, se aprovecharon los hornos industriales para hacer experiencias crematorias, a fin, sin duda, de desterrar la anticuada inhumación al viejo estilo; así desaparecieron, sin dejar rastro, muchísimos ciudadanos. También en la cárcel de la calle San Elías se efectuaron ensayos de técnica constructora moderna, sustituyendo los ladrillos por cuerpos humanos; algunos ejemplares de dicha ingeniería se encontraron al liberarse la ciudad.
Pero, en general, las cárceles particulares sólo sirvieron para asesinar, para interrumpir vidas. La cosa, no obstante, era bastante fea; y las presiones extranjeras decidieron al Gobierno a terminar con todos los “aficionados” y con sus “centros experimentales”. Entonces fue creado el S.I.M. (Servicio de Información Militar, montado sobre un intento anterior del socialista Indalecio Prieto llamado D.E.D.I.D.E.); se simplificaron las cárceles urbanas y, al modo soviético, nacieron los campos de trabajo. Una ola de tecnicismo represivo, made in U.R.S.S. lo invadió todo. Y los “liberales” del mundo pudieron dormir tranquilos y satisfechos de sus sentimientos humanitarios… y de la costilla de puerco que engullían para cenar. He de confesar que jamás acerté con el extraño impulso que suele obligar a los amantes del “liberalismo” a convertir en presidiarios a la mayor cantidad posible de sus congéneres; y a los “demócratas” a sellar in aeternum las palabras y sesos de los que no piensan como ellos.
Atenuada la época de los paseos y asesinatos a la buena… del diablo, se mataba con la hipocresía de una ley carente de justicia. No había día de descanso para aquellos ominosos tribunales contra “el espionaje, el derrotismo y la alta traición”; y el resultado era idéntico casi siempre; pena de muerte a la mayoría de los inculpados; y el S.I.M. se encargaba del resto, incluso de los absueltos. Matar, matar y matar: he aquí el lema del contubernio rojo-catalanista. Y quien dude de la región de procedencia de las víctimas, que lea los apellidos y por ellos podrá juzgar cómo el pueblo catalán estaba en el foso de Santa Elena.
El Tribunal Militar Permanente no quiso ser menos y en poco tiempo se puso a la misma altura que aquéllos, con aterradoras cifras de fusilados catalanes, por deserción, abandono, etc., que en abril de 1938 pasaban de dos mil ochocientos.
Encharcada así Cataluña de sangre inocente, sin derechos que invocar ni leyes en que ampararse, aterrorizados por la dictadura rusa y escarnecidos por la bota soez del gobierno de Negrín, ¿qué provecho obtuvo el catalanismo de su contubernio? Este tan sólo: que el señor Companys y cuatro más se pasearan en coche oficial con la bandera barrada y que se pudiera hacer vivir con subvenciones oficiales al teatro catalán. ¿Y para eso cincuenta años de catalanismo?
De vez en cuando se daba publicidad sumaria a las ejecuciones: “Ayer en los fosos del castillo de Montjuich fueron cumplimentadas diecisiete penas capitales”. ¡Y los fariseos victimarios se habían pasado la vida hablando del “siniestro” castillo porque se había fusilado allí a un sujeto apellidado Ferrer Guardia y a unos pocos más a lo largo de un siglo!
El clima político y espiritual (¿) que todo lo envolvía puede definirse y entenderse con un pequeño vocabulario de dieciséis palabras, machaconamente repetidas en la prensa roja. Helas aquí: comité, patrullas, antifascismo, pueblo, control, incautación, cumplimentada, incontrolado, derrotismo, alta traición, preventorios, campo de trabajo, espionaje, Catalunya, cementerio y marxista.
Rafael Vidiella, consejero de la Generalidad, afirmó en la prensa que “el robo y el asesinato no son delitos ni merecen aquella calificación cuando se cometen revolucionariamente por el pueblo —o sus hombres—, o sea sin ánimo de lucro o venganza personal.” ¡Para que luego la Generalidad fingiera ser incompatible con los incontrolados…! Cuando el clamor mundial les asfixió, sustituyeron a los “incontrolados” por el S.I.M. y los tribunales de sangre, y ¡tan tranquilos! Entre sus sicarios, los nombres de Chorro, Rodríguez Dranguet, Pelayo Sala, Palazón y Pascual Galbe, adquirieron tan triste notoriedad que fueron pronunciados con espanto: ellos eran los nuevos incontrolados actuantes desde la mesa de un tribunal, que les evitaba las salpicaduras de sesos humanos. ¡Ah!, pero a cambio de tanta infrahumanidad, se tenía el consuelo de que el teatro Poliorama pudiese denominarse Teatre Cátala de la Comèdia.
Durante todo el año 1938 se organizaron grandes procesos: el de Radio nacional, el de la “quinta columna”, el de Iturrioz… El aniversario de la proclamación de la República fue conmemorado, en este año, con cuarenta y un fusilamientos… y en el primer semestre del mismo, nueve mujeres fueron fusiladas en Montjuich por su afección a la Causa nacional, entre ellas, aquella admirable muchacha de veintidós años, Carmen Tronchoni, ejemplo de patriotismo y abnegación.
Ello no es obstáculo para que, además, se produzcan desapariciones d individuos que luego aparecen en los cementerios con traumatismos (¿) irreparables. La Prensa publica a veces estas noticias, y así nos enteramos de la desaparición dl actor de teatro catalán Pedro Ventayols. Aunque no sea por la Prensa, precisamente, como se conoce el asesinato de familias enteras, incluidas las criadas, como los Olalde, Vidal, Ordeig, Bonanova Claramunt…
El monstruo también devora a sus propios retoños. Dígalo, si no, como uno de los crímenes más característicos, el que costó la vida al obrero antifascista Miguel Manso, Nin de Berga, cuyos asesinos fueron juzgados y absueltos por el tribunal número 4, no obstante las manifestaciones de todo el pueblo, las gestiones oficiales y las promesas hechas en contra.
Automutilación, deserción, traición, espionaje, derrotismo, desafección… Y listas y más listas de condenados a muerte; de “enterados”; de “organizaciones fascistas” descubiertas; y cifras —de vez en cuando— de sentencias para las ejecuciones cumplimentadas. ¿Con quién está, demócratas, el pueblo de Cataluña que deserta de vuestras filas, que os espía y traiciona, que se automutila para no serviros y que riega de sangre el foso de Montjuich…?
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Llegamos a una de las cosas más monstruosas, más execrables y más horrible de la historia de la Humanidad: las chekas (checas). Cuando fueron descubiertas, al liberarse Barcelona, y cuando pudieron hablar los supervivientes, un estremecimiento de horror sacudió la conciencia de los españoles decentes. El mundo no se enteró ni quiso enterarse, porque era “liberal y demócrata”, porque había ayudado y protegido a sus constructores, porque comía con ellos en La Perigourdine, y porque estrechaba las manos de los asesinos “rojos” en el exilio, acogiéndolos en los suntuosos despachos oficiales del Quai D’Orsay o de las Trade Unions; ¿cómo habían de enterarse, si las chekas eran la consecuencia directa, el hijo natural, el lodo inmundo de los polvos y las ideas que ellos sembraron?
¡Nos revientan los ijares de risa y de rabia al pensar que las ingenuidades de la Inquisición nos han costado siglos de odio y de leyenda negra! ¡Y recordar que los padres de los chequistas levantaron monumentos a Ferrer Guardia! ¡Y leer que la Edad Media fue una época bárbara! ¡Y contemplar los rasgados ropajes de los santones europeos por una inocentísima expulsión de judíos y moriscos!
¡Cuánta ingenuidad, la nuestra! ¡Cuánta culta estulticia, la suya! ¡Cuánta maldad, Dios mío!
Como en trémolo lastimero, de sangre y de dolor, va subiendo el diapasón de la criminalidad roja. Graves fueron los asesinatos de los combatientes rendidos en las jornadas de julio; pero siquiera, entonces, había lucha, cadáveres, pasión… Espantosa la degollina de los “paseos”. Horrendas las muertes con torturas y con regodeo de los verdugos. ¿Pero qué es todo esto comparado con el horror refinado, progresista, técnico, de las chekas? Una náusea infinita, una piedad sin límites, nos acomete, sintiendo vergüenza de haber nacido y asco de pertenecer a la misma especie zoológica de los chequistas. ¿Progreso? ¿Cultura? ¿Libertad? ¿Democracia? ¿Edad Moderna? ¿Civilización?… ¡Mierda, señores; mierda inmunda y repulsiva, aunque duela el tímpano a los fariseos y lo perfumen con grado 33! ¡Ante eso no queda nada ni nada vale!
En los años de 1937 y 1938 de la era de Cristo, calendario Gregoriano, y en la culta ciudad de Barcelona, bajo la República Española y el Estatuto catalanista, los hombres construyeron ergástulas de tortura refinada, infinitamente más completas y perfectas que las de los siglos bárbaros, para hacer sufrir, psíquica y físicamente, a otros hombres iguales a ellos, por el solo delito de no pensar en la misma forma que sus verdugos.
Quisiera consolarme pensando que quien tal hizo fue sólo una minoría; que las personas decentes —de derechas o de izquierdas— pensaron igual. Hasta quiero creer que a muchos rojos les sorprendió e indignó el hecho, tanto como a nosotros, aunque en la excepción no incluya a un solo comunista ni marxista. Y para que se vea cuán rigurosa es tal previsión quiero hacer constar que, nada menos que un poeta de tan fina delicadeza como Antonio machado le contestó al editor Janés, cuando éste fue a pedirle su firma para un escrito en favor del poeta Félix Ros, a quien habían martirizado horriblemente en la cheka de Vallmajor: “Pues ¿qué?… ¿Quiere usted que nos arranquen también las uñas a los anti-fascistas?”
Por muchos motivos ni quiero ni puedo hacer demagogia. Pero, recordando a las gentes asesinadas y a los que pasaron por las cárceles y chekas, no puedo por menos de observar cuán pocos millonarios y plutócratas pasaron a mejor vida o sufrieron martirios. La inmensa mayoría de las víctimas y excautivos pertenecieron a la clase media y al proletariado. Justo será, pues, reconocer que a través de una mentalidad roja, la represión y sus crímenes apenas sí rozaron a quienes debían ser sus mayores enemigos; también en esto su fracaso fue total. Claro está que uno tiene sus ideas particulares sobre la materia, y cree que es más fácil el entendimiento entre un capitalista sin escrúpulos y un dirigente marxista que entre este último y un hombre modesto con ideales y los calcetines zurcidos.
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El nombre de “Campos de trabajo” era el delicado eufemismo con que el sadismo democrático denominaba a los mataderos al aire libre. Estaban ya las ciudades demasiado cargadas de presos y, además, el aislamiento facilitaba las brutalidades y los crímenes.
Entre tales “Campos” el más célebre por su negra historia fue el número 3, situado en Omells de Nagaia (Lérida), que en los últimos tiempos de su funcionamiento tuvo por jefe a un tipo perfecto para una galería lombrosiana: se llamaba Monroy y tenía más muertos sobre la conciencia que pelos en la espesa barba.
El “Campo” número 1 estuvo en Hospitalet del Infante y tuvo como jefe también a Monroy. Mucha fue, asimismo, la gente en él asesinada, en virtud de la opinión del Mandamás de que “quien no podía trabajar no servía a la República”, y, por tanto, se le pegaba un tiro en la nuca. Solía curar a los enfermos de febrículas obligándoles a permanecer, en pleno invierno, veinte minutos dentro del mar, escogiendo para ello la hora del atardecer y buscando, incluso, los días ventosos.
Deporte favorito en tal “Campo” era el de lanzar piedras sobre los desdichados presos desde alguna distancia, juego en el que Monroy llegó a tal perfección que no fallaba una. Sin duda por esto y por su ferviente espíritu republicano le nombraron jefe de “Campos de Concentración”, durante cuyo mando se mató a los recluidos en aquellos por los motivos más nimios.
Otro notable “Campo” fue el de Falset, con destacamento en Porrera. Y hubo más. Ni uno solo de los miles de desdichados que pasaron por tales centros cumplía condena alguna; e incluso muchos habían sido absueltos por los Tribunales rojos.
Las democracias y los papanatas que de ellas viven, han querido asombrar y horrorizar con las explicaciones estilo Buchenwald: ¡a nosotros! Ante esta ingenuidad no puede por menos de asomar la sonrisa a nuestros labios al leer que la crueldad nacionalsocialista había consistido simplemente en matar. Y aun en hacerlo por medios rápidos como la cámara de gas. ¡Qué más hubieran querido las víctimas de las chekas y de los “Campos de Concentración” rojos, protegidos y apoyados, unos y otras, por el parlamentarismo socialdemócrata europeo, que se les hubiera ahorrado tanto sufrimiento por medio de un expeditivo Buchenwald!
(José María Fontana Tarrats, Los catalanes en la guerra de España, pp. 170 a 181 (en extracto), Grafite Ediciones).
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La revolución de Asturias en 1934: el preámbulo de la guerra civil
El asalto de la izquierda contra la II República tuvo consecuencias decisivas. Lo representó fehacientemente la revolución de octubre de 1934, en su grave vertiente de Cataluña y Asturias.
La revolución tuvo en Cataluña un carácter propio, al alzarse allí contra la legalidad republicana las propias instituciones de la República. Fue fácilmente dominada; toda una noche desconcertante y trágica —la del día 6 de octubre— en la que los reductos rebeldes fueron batidos. Luego, a primeras horas de la mañana del día 7, vino la rendición de lo que, en frase de Cambó, sólo había sido \”una gran criaturada\”.
La revolución de Asturias constituyó una profunda convulsión política y social. Abrió irreparables grietas entre las fuerzas de la República, rompió la posibilidad de diálogo por mucho tiempo y fue un claro antecedente de lo que sucedió en España a partir de julio de 1936.
En su arranque, la revolución de 1934 debe situarse dentro de la crisis general del socialismo europeo de esos años y la amenaza del “peligro fascista”. El socialismo español, sensibilizado con lo que ocurría fuera —Alemania, Italia, Austria o Francia—, asistió con temor al ascenso de la derecha en España y llegó a ver en Gil Roble un nuevo Dollfuss, incluso un “Hitler español”.
Sobre ese contexto europeo actuó la propia situación española:
1. Actuó, en primer lugar, la salida del parito socialista del poder en septiembre de 1933. Reintegrado a sus posiciones de partido, su postura ante la base militante era difícil, por su reciente colaboración ministerial y por la propia división del partido. Ante las presiones, Largo Caballero, “el más vehemente” de los líderes socialistas, levantó como bandera el ideal de la revolución.
2. La crisis interna del partido socialista se enunciaba con la existencia de tres tendencias. La encabezada por Largo Caballero, que llegaba al campo de la revolución “desengañado de la experiencia gubernamental”, era seguida por las juventudes.
Opuesta era la postura de Besteiro, contrario a la participación en el gobierno, fiel a la democracia parlamentaria y a la evolución reformista. La ruptura entre ambas tendencias, clara desde la muerte de Pablo Iglesias en 1925, les llevó a la lucha por el control del partido y de la UGT.
La postura de Indalecio Prieto se situaba en el centro, equidistante de uno y otro; inclinado a la política general y suavizado de sus antiguos fervores revolucionarios, no obstante seguirá la línea del partido con firme disciplina.
3. Sobre estos presupuestos actuaron los resultados electorales de 1933. El brusco cambio político redujo la representación socialista en las Cortes casi a la mitad respecto a 1931. Las fuerzas sustentantes del primer bienio eran barridas. La derecha, volatilizada en 1931, irrumpía con fuerza en las Cortes de la República con 207 diputados.
4. Desde este momento se temió que la derecha llegara al poder. Fueron los anarquistas los primeros en pronunciarse en el mes de diciembre. Su explosión revolucionaria, con centro en Aragón y La Rioja, tuvo ecos en Cataluña, Andalucía, Levante y Galicia. No habían intervenido en el proceso electoral, pero cumplían su promesa revolucionaria. Esto comprometía más a los socialistas en el camino de la revolución que venían anunciando desde septiembre de 1933.
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En enero de 1934, las ejecutivas del PSOE y de la UGT decidieron la preparación de la insurrección armada. A esta decisión se opusieron Besteiro y el grupo reformista. Pero las tesis revolucionarias se impusieron y Largo Caballero, presidente del partido, se impuso también en la UGT, de la que fue designado secretario general. Quedó constituida entonces una comisión especial, dirigida también por Largo, encargada de preparar la revolución.
Los anuncios para esa revolución menudearon desde ahora bajo al amenaza concreta de que si Gil Robles, o su partido, llegaban al gobierno el movimiento estallaría de inmediato. En el mes de abril, la dimisión del gobierno Lerroux dio paso a otro presidido por Ricardo Samper, que no significaba nada nuevo respecto al anterior. Era el momento para llamar a la CEDA, pero la prudencia siguió presente. El nuevo gobierno obedecía “al gusto y medida” de Alcalá Zamora. Intentaba no irritar al extremismo revolucionario. Pero los socialistas no interpretaron la situación de manera tranquila. Un “Octubre rojo”, que evocaba el recuerdo de la revolución soviética, se presentaba como única solución del proletariado y de la República del 14 de abril.
Los problemas que recayeron sobre el gobierno Samper se agravaron durante el verano: huelga de campesinos del mes de junio, enfrentamientos con la Generalidad por la Ley de Contratos de Cultivo y con los ayuntamientos vascos y el PNV a causa de ciertos impuestos considerados lesivos.
A comienzos de octubre la crisis del gobierno Samper era inevitable. Gil Robles estaba decidido a exigir su participación en el nuevo gobierno. La disyuntiva era la disolución de las Cortes o la formación de un gobierno mayoritario. Los socialistas confiaban en la presión de sus amenazas revolucionarias. Pero la tramitación fue breve. El día 2 de octubre Alejandro Lerroux quedó encargado de formar el nuevo gobierno. El día 4 entraban en él tres ministros de la CEDA, en las carteras de Agricultura, Justicia y Trabajo. Gil Robles no quiso participar personalmente en este gobierno.
El partido socialista había anunciado que si este momento llegaba se hincaría la revolución. Y así fue. En la noche del 4 de octubre, dentro de un clima muy bien descrito por el ensayista marxista Antonio Ramos Oliveira y el político de la azañista Izquierda Republicana Marcelino Domingo, la revolución de octubre echaba a andar.
Aunque proyectada para toda España, la revolución marxista-secesionista sólo adquirió verdadera fuerza en Asturias, donde había triunfado el programa de la Alianza Obrera, propuesto por los socialistas, con la adhesión de anarquistas, el Bloque Obrero y Campesino (BOC) y los comunistas.
Por su parte, la presencia del Sindicato Minero Asturiano, como en 1917, aportó una fuerza disciplinada que confirió a la revolución asturiana su carácter cierto. El octubre asturiano fue una guerra civil reducida en el tiempo y el territorio, que llegó a concretarse en un símil de orden político y social de corte soviético, de socialismo real.
(Juan Antonio Sánchez y García-Saúco, La revolución de Asturias: Prólogo de la Guerra Civil española, Ponencia de estudio sobre la Guerra Civil española en el Congreso Internacional celebrado a tal motivo en la Universidad San Pablo-CEU de Madrid en 1999, Ed. Actas.)