El déspota tiene miedo: a qué teme, de quién tiene miedo. El miedo sacude como un escalofrío: a qué tiene miedo, a quién teme el déspota.
Crepúsculo en El Coto. Un escuadrón de Caballería espectral galopa repasando el Oriente en penumbra, de las lindes a la marisma. Interrumpido el descanso, el acecho o la vigilia de los heterogéneos pobladores con el alboroto.
“Por aquí nada.”
“Nada por allá.”
El miedo es obstinado.
Un miedo excesivo que desbanca con creces al de las encuestas —la cocina a punto, los cocineros al efectivo tajo—, al de la mala prensa —el anecdotario paranoide, montaraz, acordonado—, a la intransigente conciencia —esa desconocida feérica vestida de tul y con varita destellando.
A qué teme, a quién tiene miedo el déspota.
“Nadie por aquí.”
“Nadie por allá.”
Alrededor ni un alma sospechosa, animal, vegetal o mineral.
La unidad más vigorosa, convenientemente retribuida y mejor pertrechada del ejército sectario, la flamante Brigada Quitamiedo, ha sido desplegada en círculos concéntricos de amplitud progresiva y celo exponencial con todos sus efectivos para la prevención nocturna y diurna; y los mandos han sido previamente condecorados en premio a pasadas (y suprimidas de la memoria oficial) y futuras (e incorporadas a la memoria oficial) acciones de paz terrena, de paz acuática, de paz atmosférica. El Coto es zona segura para el déspota, familia, informadores acuñados y cortejo.
Apostados en artificiales desniveles del terreno, miras y bocas ventean la tranquilidad del déspota esparciendo esencia de ansiolítico perfumado a la jara con trazas de almizcle; un suspiro de calidez confortadora.
“Todo a resguardo.”
“Sin inclemencias de mención.”
La mansión espera la fiesta nocturna, los cocineros trajinan en sus dominios elaborando aquellas exquisiteces que disipan temores y funestos presagios. Los exclusivos invitados hojean los periódicos seleccionados, sintonizan los canales de televisión y radio escogidos con adquirida destreza o revisan las páginas electrónicas minuciosamente elegidas en la red; un compendio de adecuados entretenimientos degustando los artesanos aperitivos. Nada de innovaciones culinarias de laboratorio para los miembros de club tan distinguido.
El miedo es sigiloso.
A qué tiene miedo, a quién teme el déspota.
Parece ser que se oyen murmullos antes imperceptibles; pudiera ser una apreciación errónea fruto de los rumores campestres tan pródigos en El Coto, inevitables siquiera por la acumulación de efectivos en guardia y custodia. El ayuda de cámara corre a verificar que el crujir de las vigas, el rechinar de los goznes es el habitual; exactamente eso.
“Exactamente eso.”
“Así es.”
Una cosquillosa neblina siluetea las inmediaciones de la cautela con trazo reconocible. A lo lejos, siempre a prudencial distancia, rebasado el tercer perímetro de seguridad, los naturales de El Coto departen en tono gutural sobre la humana magnitud del miedo, ese inefable compañero al que se le aplican variadas cirugías para desactivarlo.
El festejo prosigue ausente de recelos bajo el manto protector de las mil bordadas capas de los Guardianes de la Liga Civilizadora, sección presidencial; las viandas circulan y los caldos animan a los de por sí enfervorizados seguidores de la doctrina impuesta, sustancialmente retribuidos. Loas y parabienes al déspota excluyente y visionario, brindis por la nueva era y el viejo orden, parlamentos encomiosos y más felicitaciones con denominador común. Jabón y lustre entrada la madrugada.
La niebla desde los celadores oteros de El Coto se difumina al igual que esos perversos augures obstinados en infundir temores y recelos, son palabras del Servicio Pretoriano de Asistencia Ejecutiva.
“En calma y sereno.”
El miedo es incisivo.
A qué teme, a quién tiene miedo el déspota.
¿Quién dijo miedo? Al déspota, henchido de carisma, nimbado de vapores, le excede la confianza.
¿Habrá Mesías más arropado en este mundo a modelar? Los corifeos anuncian la buenanueva de la protección indefinida.
“A salvo.”
“A cubierto.”
Los cantos de sirena, por su parte y en armonía, también las augustas libaciones espolean la conquista del anhelado territorio salvaje, de las resistentes tribus bárbaras. El poder en un puño aflorado, contempla el déspota; el mundo sobre la tersa palma de la mano. ¿Por qué no?
Los cantos de sirena son subyugantes, embelesan. El déspota, todavía vinculado a la especie humana por lazos de rojo carmesí, por vitolas de añil sofocado, por tonalidades verdegay acentuadas en el sufijo, pero deficientemente amarrado, en trance de ascenso a la corona del compás, echado en brazos de la audacia se desentiende de la sensata advertencia de una voz lírica:
“Que las rondas no son buenas y se acaba por llorar.”
Replicando con voz engolada que va a salir, que le llama el mundo exterior. ¿Quién podría resistirse a las aclamaciones de la grey en vivo y en directo?
Acompañado de los ceñidores hercúleos, un pelotón armado de fidelísimos servidores públicos, el déspota emprende ruta de aproximación instrumental al corazón de El Coto tarareando una milonga.
El miedo acusa.
A qué tiene miedo, a quién teme el déspota.
Al cabo, ya iniciada la aventura, precedido de una euforia alienante, flanqueado por una seguridad diluida, seguido de un vacío abisal se desata un viento silbador dudosamente servil, de aquejado rumor y memoria cierta en ristre. De nuevo y ante el difuso horizonte que distingue la ensoñación de la realidad, la neblina proyecta las secuencias de vídeo y audio desechadas, rechazadas, censuradas, omitidas de la programación pública. Truculenta intromisión en la aciaga madrugada.
¿Quién le mandaría al déspota echar un pulso al paisaje?
Solo y a solas, teme y lanza los ojos en pos de la ayuda concertada, el cordón protector de la infantería premiosa y vociferante.
¡Maldito silencio delator!
Apretado contra su ego, el déspota busca el calor que le niega la velada al aire libre. ¿Y ese olor? Huele a monte quemado, apesta a vertido de detritus, hiede a cadáver falseado en la muerte.
La niebla viste al viento que ulula expandiendo su tragedia. Pasen y vean la película sin cortes; no se pierdan los títulos de crédito.
El déspota cuenta y recuenta sus logros sociales al páramo castigado por la ignominia.
¿Qué falta de respeto al prócer de la utopía?
Los abucheos, las increpaciones, las exigencias y los argumentos no deben impedir o dificultar o alterar la cobertura pactada con los medios de comunicación prestos al acuerdo, ni deben revivir unos sucesos inexistentes, voluntariamente ignorados.
¿Dónde está el problema si no hay problema?
El déspota exprime febrilmente sus recuerdos frente a la memoria.
Siluetas cruzaron raudas por la sombra hacia el escenario. Luces, cámaras, acción.
—Me llamo…
—Soy…
Uno tras otro los muertos cobran vida, se presentan, desmienten, confiesan.
—Me llamo…
—Soy…
Escena a escena, de vertido a derrumbe y apagón, parajes y gentes refieren su identidad y su tragedia marcando la huida del pusilánime. El hombre cobarde que ha perdido el sosiego que otorga el abrazo de la protección, la caricia de la lisonja, el rédito del servilismo. Ahora es un guiñapo asustado y llorón con el cuerpo en tembleque y los sentidos turbios.
Si recobrase el sosiego vería que El Coto vestía de luto y murmuraba lamentos el viento y la neblina humedecía el suelo para favorecer un paso en falso. Pero no terció esa ayuda tampoco al hombre cobarde y mendaz. Arrastrado y sucio, inerme y alelado —qué vueltas da la vida y cuán inesperadas— cae en el cieno implorando una luz salvadora (incluso puede que se le escapara un rezo de contrición aceptando la penitencia).
Grita con voz entrecortada en demanda de auxilio a sus guardias. Y le llega la respuesta marcial e individualizada:
—Me llamo…
—Soy…
Repetimos:
—Me llamo…
—Soy…
Esto es lo que ha sucedido.
El miedo es invencible.
A qué teme, a quién tiene miedo el déspota.
Una patrulla experta en contingencias y desvaríos acude a tironear de él para arrancarlo de la impostergable venganza y lo conduce discretamente al refugio. Por la puerta de atrás, ciegos, sordos, mudos y condecorados.
Aquí no ha pasado nada.
El déspota tiene la garganta ardiendo y el pulso desacompasado. Qué cosas pasan allá fuera. Parecía todo tan tranquilo, tan domeñado, tan a la medida.
No te puedes fiar de nadie, ni de los próximos ni de los remotos; ni de los vivos ni de los muertos. Todo parecía tan controlado, tan puesto en vereda, tan a punto para la puntilla.
Y ahora no hay quien se quite el rezumante olor a quemado, el fétido olor a vertido, el dulzón, acre, pegajoso e hiriente olor de la muerte.
El déspota tiembla como un humano asustado, quizá como un humano cobarde. El déspota tiene miedo, tiene sed, tiene sueño; la sed y el sueño curan con rapidez si el remedio está a mano. El miedo tiene mala cura, muy mala cura cuando el remedio partió en viaje de ida.
El coro lírico, con una pizca de ironía que escuece como la sarna, entona el estribillo templando en la madrugada:
“Que las rondas no son buenas, que hacen daño, que dan pena y se acaba por llorar.”
—La gente me adora, me desea, ¿verdad?— inquiere el déspota abotargado a su caletre para que lo ratifique; para que afirme la creencia con una frase lapidaria:
“Tú eres el elegido.”