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La Luna nos ve


La noche camina en paralelo a una esplendorosa luna de invierno. Un viento solícito, dispensador de poesía, ha despejado el firmamento de nubes y otras interferencias naturales hoy no pretendidas; es un viento cartero que concluida la tarea, ya transformado en brisa ya acondicionado el ambiente, aleja su presencia al confín del sueño.
Es una noche de invierno con todos los pronunciamientos, fría, evocadora; de estrellas perezosas, retraídas, séquito respetuoso y discreto de la majestad nocturna en su apogeo. Ella primero, ella en su rotundidad, ella con ella recorriendo el cielo; única ella a la vista.
El poeta y el narrador de este acontecimiento, nos dirigimos a la Luna para vernos en ella fuera del tiempo. Alrededor de lo que es luce un manto de color cambiante, un tránsito del dorado tímido al blanco expuesto surcando las rutas de la memoria. Una de esas rutas acude a nosotros que mantenemos la mirada absorta en el astro de brillo pálido. Fulge la intensidad del aviso, es la traza de un episodio que no está cerca ni lejos la que sale a nuestro encuentro tomándonos de la mano. Es una aventura compartida en la intimidad. Se bienvenida, joven mujer, a este tu momento.
El poeta se apresta a la poesía, diligente con la solicitud. El narrador cede todo protagonismo a la voz que mece el sentimiento de perdurabilidad por los afectos; los afectos que fueron, los que son y aquellos imaginables que el buen viento transfiere del lugar recoleto donde moran para siempre a ese otro concebido por los poetas que han nacido poetas.
La Luna brilla con su luz más intensa. La Luna es incandescente aunque no daña los ojos. La Luna cuenta que una vez la buscaba una niña a través de la ventana apenas abierta. Esa noche de furtivo anhelo la Luna había salido engalanada, igual que hoy, alumbrando a los seres vivos visibles e ilusionando a los seres todavía vivos escondidos; a los unos y los otros dispensaba una fantasía de color.
A corta distancia de la ventana por la que casi asomaba una joven mujer, una niña hecha mujer a la fuerza en realidad, alentaba su paciencia un gato veterano de dueño ido, lánguido en un tejado de artística inclinación. Por debajo, en la calle, no hablaba nadie aconsejando a un amigo sobre la conveniencia de elegir la oportunidad propicia para viajar ese viaje soñado, ese viaje impuesto, a la ciudad de la luz; o a la persona adecuada para obsequiarle unas flores compradas o tomadas.
La percepción en calma. La prudencia al acecho; ahora es, pero después no se sabe.
La mujer que era niña prolongaba su desvelo para sentirse gratamente a solas con la perfecta efigie de la Luna.
El poeta escribe desde el instinto, certeramente acompañado por la intención.
El narrador cuenta que en una noche de aliada naturaleza un libro de poemas nace y crece hasta redondearse como la luna en lleno; provisto de recuerdos, que son mágicas evocaciones, perdurables y perpetuados, que adquieren carta de naturaleza porque esta ocasión es sentimental.
Describe el poeta con su poesía el amor antiguo, el amor renovado, el amor que siempre será mientras lo cante, lo busque y lo atrape un poema. Amor que es añoranza y que es consuelo. El poeta persigue con denuedo y también obsesión ese incógnito afán acogido en cada una de las postas que jalonan la experiencia. Y se pregunta y se responde con la voz de las horas que escriben los días que faltan o que han pasado o que son imposibles; y mira con los ojos cerrados y con los ojos abiertos; y ofrece la redención con una esperanza inagotable que pronuncia la voz de su genio.
El poeta obra milagros, deduce el narrador. El poeta conmueve, afirma el narrador. Hoy la Luna es gentil con la evocación de una niña que aspiraba a ser mujer con los años. Hoy el viento bueno regala a la niña su luna, la luna de los niños. Hoy la Luna se deja menguar para ser cuarto donde una niña siente su ilusión y su edad.
Desde su atalaya, Ana ve el mundo un instante; un instante ciego para el mundo; un instante de cómplice encubrimiento.
El viento bueno y la Luna mecen los lazos con los que se trenzan los propósitos.
El poeta mira con los ojos del alma para ver esa misma Luna donde por un segundo nadie muere.

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