La persuasión, sea honesta o artera, aúna capacidad y técnica para obtener un fin.
Contemplada como un arte —digno de elogio el capacitado para persuadir— o una artimaña —merecedor de reproche quien se valiera de tretas o falacias para persuadir—, la codiciada persuasión alcanza el rango divino, personificada como una deidad a la que se rinde culto y tributo, para solicitar y agradecer, a partes iguales. Los sofistas griegos le concedieron gran importancia, y asimismo sus descendientes en la praxis.
Con el fin siempre latente y no pocas veces manifiesto de persuadir (expresado de otra manera de llana comprensión: para lograr la obediencia del sujeto persuadido, para convencer al oyente o al interlocutor de que lo que se propone y anuncia debe ser aceptado), los sofistas desarrollaron y validaron las reglas de la discusión y de la retórica.
Al practicarse la persuasión —arte o artimaña— en detrimento de la verdadera demostración (que no solamente conduce a la persuasión, sino a la certeza), y al sacrificarse de este modo la verdad de lo dicho a la aceptación de lo dicho, se origina una situación a la que reiteradamente se opuso Platón desde sus numerosos ataques, orales y escritos, a la sofística.
No obstante, también Platón llegó al convencimiento de que no se puede descartar el arte de la persuasión —si es arte— como una escenificación inútil, vacua, insustancial y alejada de una finalidad aceptable tanto en lo ético como en lo estético. De ahí el empeño reflexivo por distinguir entre la falsa persuasión y la persuasión verdadera y en consecuencia legítima; apartada esta última del mero bregar verbalmente con el oyente o el interlocutor elegido en el intento de conducir su alma por la vía de la verdad.
Una conducción pedagógica denominada psicagogía. Esta persuasión legítima, determinada como verdadera, incluso como intrínseco a la condición humana cuando se persigue un propósito que nada contradice para renunciar a él, deviene en una técnica educativa. El maestro enseña a persuadir persuadiendo, muestra la eficacia de la teoría con la mejor práctica, con el más adecuado ejemplo.
Sirva precisamente como ejemplo idóneo un pasaje del Timeo platónico:
“El universo fue engendrado por una combinación de la necesidad y la inteligencia. Dominando a la necesidad, la inteligencia la persuadió a que orientara hacia lo mejor la mayor parte de las cosas que nacen. Y de este modo, el universo, se formó desde el principio por la sumisión de la necesidad a la persuasión inteligente.”
Cierto que el texto seleccionado acoge en su pragmática brevedad mito y metáfora. Tradicionalmente el mito y la metáfora, también la parábola o la fábula, han sido y son medios didácticos para el aprendizaje. Sin que falten voces de mayor o menor autoridad en desacuerdo con estos recursos, al exponer que aunque la inteligencia fuese capaz de persuadir no sería la necesidad la persuadida. Alegan que la necesidad es justamente la necesidad, y tiene que seguir sus propias vías sin deberse o atender comparativamente a las persuasiones, vengan de donde vengan.
Otras voces con mayor o menor autoridad que las anteriores, inciden como réplica en que Platón no entiende la necesidad como un conjunto de leyes según las cuales las cosas tiene lugar ordenadamente. Si tal ocurriera, alegan por su parte, este orden tendría una finalidad por lo que no sería menester persuadir a la necesidad. La persuasión, concluyen, interviene porque la necesidad representa aquí lo que Platón ha llamado la causa errática. Desde esta perspectiva se afirma que la necesidad por sí misma no puede llegar a un orden, con lo que la inteligencia debe mediar fiscalizando —una intervención diríamos ejecutiva— para un discurrir oportuno y beneficioso. La inteligencia persuade a la necesidad para que posibilite el advenimiento del orden; factor imprescindible que es para Platón, en gran medida, una causa final.
La idea de la persuasión no se limita a introducir un designio, sino que actúa para que semejante designio pueda operar teniendo en cuenta aquello sobre lo cual influye o va a influir. Entendamos la necesidad como materia (los movimientos de los cuatro elementos con los cuales se forma un orden universal). Pero como la necesidad de los movimientos de la materia es aleatoria, caprichosa, el origen se halla viciado; es un origen espurio.
Se deduce del planteamiento que el verdadero orden se obtiene al combinar tales movimientos, a veces veleidosos, con el designio, la voluntad, de modo parecido a como el artista —retomado el concepto de arte enfrentado a la utilidad de la artimaña— combina su designio, su voluntad, su intención, su propósito, con la materia sobre la cual trabaja.
La persuasión no es un mandato, en sentido estricto, sino el modo como se opera cuando se quiere obtener un fin. La necesidad, entonces, cede a la persuasión como la materia transige, obedece, al artista; siendo materia, pero adquirida una forma que deviene en orden, el orden sustancial. La inteligencia educa a los elementos guiándolos a ese buen fin legítimamente propuesto.
De vuelta al insoslayable plano humano, cabe señalar que el problema de la persuasión se ha planteado en todas las ocasiones que han suscitado las cuestiones fundamentales de la retórica. Descuidadas por los pensadores durante varias décadas, las cuestiones de referencia quedaron ocultadas por los capciosos asuntos de la demostración y de la prueba, dándose por sentado que probar y persuadir son —o tienen que ser— lo mismo.
Persuadir no es lo mismo que convencer; como tampoco es lo mismo la retórica que la dialéctica. Desde la perspectiva del resultado, puede considerarse la convicción como un primer estadio que lleva a la persuasión; mientras que desde la perspectiva del carácter racional de la adhesión se estima que convencer es previo a persuadir.
La misma complejidad del estudio propone, o posibilita, una distinción entre argumentación persuasiva y argumentación convincente, estimando que la argumentación persuasiva no va más allá del particularismo, reducido auditorio, en tanto que la argumentación convincente presenta un carácter genérico, universalista, abarcando a todo ser racional. Como los auditorios son siempre particulares, es comprensible que haya diversos tipos de persuasión y, por tanto, de argumentación persuasiva. El, digamos, auditorio universal —para todos los públicos racionales— tiende a la idealización; a una amplitud probablemente desaforada.
Cada cual ha de concebir una argumentación persuasiva adecuada al propósito y al auditorio, particular o general, desplegando una capacidad inductora (moviendo, u obligando si lo demanda un condicionante estado de necesidad que impide la aprehensión o el juicio del fundamento expuesto por parte del oyente o interlocutor) con razones fuera de toda especulación que consigan en aquel destinatario creer u obrar.