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Travesía (3)


La discrecionalidad de la fortuna en dos líneas y un suspiro.


Lo que uno es no todo el mundo lo puede apreciar a simple vista. La habilidad para la venta del producto, que es uno mismo del envoltorio a la materia prima, ayuda a su penetración en las esferas de los muy variados negocios y comercios.
    A lo largo de la propia existencia, que siempre viaja en paralelo a la de la sociedad donde se reside y ejerce aquella actividad que proporciona lucro y un nombre escrito con mayúscula inicial, satisfacción o el indispensable sustento que permite continuar entre los vivos con cierta independencia, de esa existencia que es de uno porque no es posible delegarlo todo, el aprecio de sí mismo y la autoestima nada desdeñosa hacia el prójimo ayudan a digerir los contratiempos, lo que es muy sano para la mente y el cuerpo, al tiempo que validan las acciones del autor incrementando hacia él y ellas el favor del prójimo a distancia de relación.
    No siempre se consigue tal aspiración, por supuesto, aunque haya empeño y suficientes argumentos, la mayoría de peso, para que el pretendido reconocimiento tenga lugar. Al hilo del sabio refranero, afortunado el que goza de salud, cae en gracia y tiene padrino; quien disponga de estas tres dádivas que dé gracias a los hados.
    Hasta aquí lo aceptable, piensa Felio. A su lado, mirando el cielo vespertino, Elena fuma su penúltimo cigarrillo. Lleva tres años fumando el cigarrillo que precede al último, a la despedida.
    —No puedo con tanto miserable -lamenta-; y es que no cejan. Dale que te pego con la monserga. Es de lo que hablamos, ¿no?
    Como Felio suele distraerse con los varios paisajes que contempla, no está de más recordar el hilo conductor.
    —Sí, de eso hablamos.
    Le importa un comino que Elena fume. Tampoco le importa que fume Luis el risueño o Marisa, Rita la vacilante o Gabriel. Al aire libre y sin soplidos intencionados el humo y el olor molestan menos.
    —Hablamos de la pesca subterránea.
    —Y de la caza furtiva.
    Es una imagen sugestiva la del penúltimo cigarrillo en el ocaso de la inmediata civilización. Dijo una vez Elena a una audiencia selectiva de amigos y confidentes, y sin que mediara incitación, que el destino estaba trazado hasta para los incrédulos del prodigio sobrenatural. Ella fue contundente al pronunciar y no hubo réplica y sí una solidaria reflexión por sus palabras.
    Felio mostró entonces un gesto indescifrable, de esos que pueden significar una cosa o la contraria, incluso más de una cosa y sus oposiciones.
    —Espero que te equivoques, sólo porque quiero añadir a mi historia los textos de mi incumbencia.
    Elena sacudió manos y cabeza.
    —¡Y yo!
    Y los demás allí presentes. Acuerdo unánime.
    Piensa Felio que tras las apariencias hay una realidad certera, tan visible como burladora, tan asequible como pertinaz e infranqueable.
    —Hablamos de lo mismo. Los hay que nacen con estrella y los que nacen estrellados.
    —Bueno, aun suponiendo que las malas pasadas vengan de la cuna o del útero o del travieso espermatozoide que descarga su genética en el acogedor óvulo, el dedo benefactor juega lo suyo.
    Quizá de la mano de un destino omnímodo, recurrente tanto como esquivo, que se deja querer, con sus partidarios y detractores conviviendo en armonía; a diferencia de otros litigios enquistados en las informaciones de los medios de comunicación.
    —Ya se verá -murmuró alguien en la improvisada tertulia.
    Gabriel, el anunciador, avista el crepúsculo de los dioses. No hay melancolía, ni añoranza en la contemplación pretérita del horizonte. Bueno, si remanece algo de cada una de ellas y acaba propagándose sobre el pequeño círculo de afines.
    Debe ser por la hora.

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