Deshojemos una rosa, una siempre viva, amarilla o azul, y una camelia en homenaje al Solitario.
El Solitario, obra de Camilo José Cela.
Los enemigos del alma son tres: el mundo que se destruye, el demonio que inventa, la carne que se brinda.
El primero de la tríada de enemigos del alma es el mundo, ni más ni menos importante que los otros dos. En el mundo habitan en diversa armonía y en diversa hostilidad las especies animales, vegetales y minerales con alquiler indefinido y un precio módico para unos, costoso para bastantes y exagerado para una mayoría que suele pasar con más pena que gloria por esta vida de laboreo, escapes, procreación y cadena trófica de mayor a menor. El pez grande se come al chico, cierto; el depredador elige, cuando puede, a su presa para de ella nutrirse y proseguir su vida de azaroso cazador, claro que en cuestión de albures la peor parte se la lleva el designado para el sacrificio; los gráciles y agrupados herbívoros, adorados por la elemental instancia del sentimiento afincada en los humanos que todavía no la han negociado a cambio de una utilidad cotidiana de satisfacción inmediata y olvidadiza, conocen de las contingencias como nadie, pues su instinto sospecha de la noche, vigila, presta oído, olfato y vista a las celadas, aunque al cabo, es ley de vida, tanto esfuerzo queda reducido a una resistencia heroica que los vates de ocasión apenas cantan; los de por sí mansos cuadrúpedos o los a posteriori amansados, cumplen el precepto de servicio al ser superior resignados a esa suerte que a veces lo es y a veces deja de serlo de la noche a la mañana; la gratitud, la fidelidad, la obediencia, la entrega máxima que se traduce en inmolación, no bastan para impedir un juicio arbitrario ni la sentencia que el paso del tiempo lleva aparejada. El mundo sabe que estamos de paso.
El segundo de la tríada de enemigos del alma es el demonio, ni más ni menos importante que los otros dos. El demonio es un experto en asuntos de juego, de vanidades y codicias; sabe mucho, sabe casi tanto como el que más, pero también se aburre y entonces ofrece una imagen patética que es digna de conmiseración. El demonio es perseverante, intenta el éxito de sus estrategias con denuedo, paciencia y pericia, y el inestimable concurso de las argucias a disposición de los leguleyos. Sobrado de tiempo, para satisfacer sus ansias emplea artes y hechicerías que son propias del tentador, obviando el recato que a él no fiscaliza como a la estirpe de las víctimas propiciatorias; ventajas de su condición. No obstante, molesto por la pérdida de favor en la altísima esfera y dolido por la espeluznante caída desde tal lugar, es comprensible, trama venganzas a diestro y siniestro como quien trenza cestas de mimbre o cabellos de melena luenga, lacia y abundosa, dirigidas a la serie de incautos y arribistas que menudean por las antesalas de los recintos donde se toman por quienes pueden, deben o quieren, las decisiones. Ni que decir que el demonio tiene tantas caras como voluntades adopta, siempre movido por ese objetivo intrínseco de hacerse notar arriba, abajo, delante, detrás y a los lados. Porque el demonio conoce que sin propaganda uno acaba por perecer en las frágiles memorias de los humanos; y si es así, tanto empeño por ser alguien dirimente, tanto empecinamiento en la vigencia de las leyendas y los hechos, queda en nada. Un fiasco y vuelta a empezar. El diablo sabe que estamos de paso.
El tercero de la tríada de enemigos del alma es la carne, ni más ni menos importante que los otros dos. Carne hay de varias clases, de contrastadas calidades y de muchos precios. Incluso hay, al parecer, carnes para todos los gustos, que trasladado al lenguaje del cortejo pudiera leerse carnes para todos los paladares, del refinado al obsceno; lo que traducido al ordinario economicismo, idioma de uso cotidiano en el ámbito del acogido pasar, diríase carnes para todos los bolsillos, del opulento al asolado. La carne nunca anda sobrada de tiempo, de ahí su tendencia a la exaltación de lo inmediato, mejor ahora que después, por si acaso, contrarrestadas en lo posible las apariencias delatoras de la edad a base de prórrogas untuosas y simuladores subcutáneos. Como producto perecedero coyundado al deterioro, el envoltorio precisa de ardides indumentarios, de mañas artísticas y de astucias odoríferas para hacer ver, sentir y oler, mediando la buena voluntad de la parte receptora, que mejor lo que parece que lo que es. La carne es tentación, pero para tentar es preciso atraer de alguna de las mil maneras que el ingenio dispensa cuando a él se recurre con necesidad y secundaria devoción; y que la cosa no quede en miradas, galanteos protocolarios, flirteos inconsecuentes, aturullamientos a guisa de excusa o el inefable murmurado: “si te place y puedes”, que suena a desdicha. Entre dimes y diretes de lo que hubo poco va quedando y hasta el recuerdo, que fue grato, que fue acíbar, que fue, pone rumbo al sueño de los justos que es el asentamiento de la inopia. La carne sabe que estamos de paso.
Apoyada en sus enemigos naturales, el alma del Solitario navega a ciegas —igual que una goleta tripulada por muertos— y cuenta lo que se palpa en el opaco reino de las tinieblas (todo él ornado de rubíes, como la nítida conciencia de los verdugos adolescentes).