Con el tiempo aún a favor de solazarse a la intemperie, las calles brindan un ambiente hospitalario al viajero curioso o en tránsito, y los vecinos, con más o menos años de residencia en su haber, una educada disposición a dejarse preguntar y a compartir la oferta de lo propio.
Los matizados semblantes de los unos y los otros confluyen en la hora del asueto donde cualquiera puede verlos, bien sea para inscribirse en la memoria que luego recuerda, mera anécdota a veces, bien para sentir intensamente el hormigueo de una similitud preservada en una actuación a la recíproca.
Un veterano par de ojos mira así, queriendo encontrar desde hace mucho un destello de evocación en el mundo en torno. A este hombre al que no se atribuye historia que suscite el interés ajeno, la vida se le dibuja con poco lustre y con escaso mérito siendo benevolente el juicio; es cosa admitida y no va más allá. Pero un día de los que anticipa el otoño, sin otro aviso que la continuada espera de que eso fuera a suceder, el hombre distingue con renovada visión una cara antigua, con su figura implícita, de la que se siente heredero.
El sol vespertino alumbra con sombra cercana, lo que no impide al hombre confirmarse en la creencia de que conoce a esa mujer que la casualidad pasea, portando en su efigie tantas primaveras como en un silencio impropio la ha echado de menos.
“Es ella”, señala su intimidad despertando el ansia del pasado. “Pudiera ser ella”, supone un amago de cordura mal acogido en tan feliz circunstancia. “Tiene que ser ella”, incita el espoleado deseo.
La mujer, sea o no ella, parece cansada. A lo mejor ha recorrido un sinfín de lugares para volver al que era suyo en una fecha como esta, queriendo o no ser protagonista de las derivadas peripecias en cada uno. Le asoma la fatiga al rostro, pero lo que en él se refleja ante el impresionado observador es belleza, diáfana seguridad y un atisbo elegante de conocer el suelo que pisa.
“¿Cuánto hace?”, se pregunta el hombre sintiendo llegado el momento de retomar algo; por fin su momento.
“¿Cuánto ha pasado?”, se pregunta ella.
A ninguno acude la pregunta de dónde está.
No han cruzado mirada pero ya se han visto. Pasa ella delante de la expectación que concita discreta y velada por una cortina de ensueños, es su aire mundano y su forma un compendio armonioso de las dos edades. Con la primera se queda el suspiro y la imaginación del hombre, ahora algo apartado de su anterior lugar de espera para mejor leer las páginas donde fueron escritas anotaciones precipitadas e ideas tendiendo al enamorado delirio que no abandona el claustro. Impulsos de juventud, piensa con sobrevenida añoranza, qué época dichosa en la que era posible creer en la bondad del día de mañana; errores imperdonables, lamenta acto seguido sin pronunciar la conveniente apostilla.
“Cuánto hace”, se convence ella moviendo apenas los labios.
Ha sido un aleteo que él observador capta aún con el último cabo por desamarrar.
Prosigue la mujer llegada de la incógnita su andar escrupuloso, en diagonal, por el espacio abierto, acortando la distancia que aleja los dos cuerpos volátiles entrados en el declive físico, menos obvio en ella, suficientemente asumido en él para sus adentros.
Hay distancia cierta entre los dos que no sólo establece el movimiento de ida.
La mujer no habla con nadie, no mira nada ni se asemeja a una estampa que el viento de poniente devuelve a la noticia, al comentario que surge por azar y entretiene un rato a quienes evocan un episodio inconcluso. Aparenta conocer la ruta que desgrana con ligero percutir de tacón mediano, con estudiada gracilidad. Va, probablemente, donde quiere ir. Si alguien opina mientras la ve pasar dirá que es hermosa, que mantiene lo que hubo; y si alguien, cuya presencia es efímera porque su vida no admite la recreación de los paréntesis, se atreve a opinar a renglón seguido, dirá que en ella se proyecta una película de avatares sin protagonismo definido.
“Cuánto tiempo”, musitan a la par él y ella.
La plaza se acaba y luego, en suave descenso, empieza una calle que da vuelta. Allí, doblada la esquina, ya no aparece gente ociosa o en discurrir laborioso camino de otra actividad; allí, finalizado el escenario, se perfila el punto de encuentro.
Si ayer no tuvo el hombre impaciencias, en el presente se le prodigan. Y da en correr adelante atajando hacia la intersección por la plaza arriba.
“Ahora o nunca”, decide con la prisa de los años vencidos.
Ella, que se sabe admirada, toma la dirección supuesta, no sin antes comprobar su intuición. Un momento de pausa, un medido giro de cuello y cintura. “Eso es”, confirma y sigue el paseo; pero no sin antes revisar el otro lado, el que sube y ataja hacia la intersección. “Sí…”, se convence y sigue.
Ella, que se presume objeto de incógnita, alberga un pensamiento que le devuelve la hermosura de antaño.
Él, un hombre sin relevancia, que es aditamento del paisaje porque no molesta, emprende con ojos dispuestos, con el pulso firme, la aventura aquella soñada en vigilias de juventud deleble y atraviesa a la carrera la penumbra que huele a rancio, si se huele, dejando en el apaciguado crepúsculo una estela de iniciativa que bien pudiera ofrecerse como presente de reencuentro.
Va recordando él, va recordando ella, el tiempo estéril de ambos cuando el vacío no se lograba llenar de ilusión o, en último concurso, de esperanza. Van buscando aceleradamente en la memoria un motivo, un detalle, un símbolo que al pertenecerles facilite el saludo, la caricia y el beso que una vez prometido se espera.
“¿Quién es?” “¿Quién era?”
“Ya viene”, anuncia la voz masculina.
“Ya llega”, anuncia la voz femenina.
Lo que les une, descubren a poco de enfrentar sus cuerpos, carece de sentido, está falto de gracia y se viste con excusa.
“El viaje”, piensa ella, “ha servido de mucho.”
“Los años”, piensa él, “no han servido de nada.”
—No quería venir —dice ella, sin querer agraviarle.
—No te estaba esperando —dice él, sin querer ofenderla.
El cielo adquiere un tono de adiós y la ciudad bosteza.