En las ascensiones llenas de dificultades hacia lugares de acceso restringido, de los que se ha oído hablar con nostálgica reverencia, abundan los atractivos. Son lugares al alcance de todos pero no de cualquiera. Uno de los atractivos que enérgicamente se manifiesta, aunque probablemente de relieve harto confuso cuando se emprende la ruta, es la introspección.
No hace falta llegar a la altura impuesta para sentir su compañía; tampoco anuncia la íntima observación que al siguiente recodo de la empinada senda, que tras la prolongada umbría que del Sol guarece y a la inclemencia resalta, avisará de la inminente reunión del yo consigo mismo. Es una sorpresa que avisa con el tiempo justo para franquearle la puerta con la mejor disposición.
Merece la pena el esfuerzo de llegar al lugar recóndito. Es diferente a como se creía porque la imaginación, cuando se potencia, dibuja los parajes desde la experiencia o desde la comparación o desde la suposición, libérrimamente; y quiérase o no, la realidad siempre asegura matices nuevos para completar la memoria. Luego, que cada cual la discierna con sus sentidos.
Carl Gustav Carus: Monumento a Goethe (1832).
Hay que respirar hondo. Hay que tomar aliento. Hay que mirar desde el interior. Hay que escuchar.
Hay que proponer.
Al llegar al paraje simbólico empieza la aventura de la comprensión.