Hacerse valer.
El aval que uno mismo expide al presentarse en sociedad es garantía de atención —deferente, curiosa, interesada— por parte del público seleccionado o de gentes esporádicas que aceptan detener el curso de sus vidas un tiempo pautado.
La expectación originada —la novedad tiene esas cosas— no es el objetivo último sino el afianzamiento de la declaración y el juicio en las entendederas de los congregados.
Al cabo, es una opinión.
El mérito, sabe Felio, es que acabe siendo compartida, incluso deseada. Para cuando llega la divulgación el éxito ya duerme en los laureles.
“Tú hazte valer que aquí el que no corre vuela.”
La voz de la experiencia habla un lenguaje llano, directo. La voz de la experiencia pronuncia frases que a cualquiera le hubiera gustado apadrinar de no haberlas creado de una nada ubérrima.
“Tú cotízate, que hasta el más tonto hace relojes.”
Cierto. La valoración que cada cual hace de sí mismo —léase individuo o grupo indistintamente—, con el añadido de una atinada promoción y el concurso de los medios idóneos para abarcar el todo elector, precede y en mucho condiciona la emisión particular o colectiva del beneplácito o el repudio.
“Quien da primero da dos veces.”
Y sigue dando a diestro y siniestro porque, iniciada la mecha, la previsión es que eclosione lo tramado.
A fuerza de repetir una leyenda se convierte en historia; en idéntico plano, a fuerza de mostrar un rostro, una actitud diseñada y de ofrecer urbi et orbi un discurso que podría suscribirlo del lerdo a la lumbrera, a base de incidir sin desmayo en un nombre y su sonrisa, en un nombre y sus gestos, en un nombre y su alargada sombra, el favor ajeno tiende a conceder la oportunidad de la resurrección o el advenimiento. En realidad, una puesta en escena para erigir en suelo antiguo y ponzoñoso un edificio de núcleo opaco, reactivo, aunque con las paredes traslúcidas y, en los días señalados, coloreadas con alguno o la mayoría de las sugestivas tonalidades del arco iris.
—¿Cuál es su mérito?
—Salta a la vista.
—A la mía no.
Felio revisa sus apuntes. Es lo que suele cada poco. En los apuntes Felio constata la validez de su memoria y la habilidad y descaro de esos personajes, títeres o titiriteros, que de la falta de memoria del jurado y de su continua oscilación del no sé al ya veremos, hacen negocio lucrativo y perenne.
El adverso conformismo y la impuesta resignación también juegan un papel relevante, por supuesto. Hasta que suena el tercer aviso en la plaza y un número indeterminado de espectadores dicen basta, cambio de tercio o que me devuelvan el dinero que el bolsillo no está para dispendios insultantes. Suerte y al toro, amigo. Hay un límite para la tolerancia y una frontera marcada a sangre y fuego para la estulticia y el contrabando de argumentos y valijas.
Es la hora del estoque. ¿Será verdad? ¿Habrá milagro un día como hoy? Es la hora de rendir cuentas a los tributarios. ¿De verdad? Hay que atajar los concilios velados y, puestos a cantar las cuarenta —¡ya era hora!—, anunciar en voz tonante que ni un paso más hacia el abismo: el débito es inexistente, lo que ha sido dado con prodigalidad y miedo, expoliadas las almas cándidas, supera un muro inmenso aquello que se reclamaba como deuda.
Qué sí. Qué no.
Lo dicho, si alguna vez se dijo o dirá: lo que no es justo sólo puede ser injusto.
“Tú mira y aprende.”
Unos hacen valer lo que el resto imagina mientras otros, inmunizados a la vergüenza, piden, demandan y reclaman lo que se ponga a tiro y suscriba el cuento de nunca acabar.
—Antes, con pan y vino se andaba el camino.
—Ahora, y no atisbo el final en el próximo horizonte, lo que importa es llegar bien servido y bien surtido.
El fin justifica los medios, una verdad de Perogrullo. Una verdad tan manifiesta e incontestable como la de que sin consentimiento nadie toma, altera y dispone, hace o deshace, quita o pone, entra y sale.