Quiero creer que la ignorancia es vencible.
Es una suposición voluntarista la mía, bien intencionada, una muestra de generosidad homologable ante cualquier tribunal a cargo de resolver las cuitas del intelecto.
Pero la apelación a la credulidad en el fuero interno no es suficiente.
Hay que servirse de la mejor de las ayudas, que es la invocada luz del magisterio, patrocinadora de la más evocadora de las liberaciones, para penetrar la atmósfera inquietante del conjunto tenebroso.
Bartholomeus Spranger: Minerva vencedora de la ignorancia (1591).
La expresiva pugna tiene un sustrato artificioso.
Porque el conflicto es de intereses absolutamente dispares.
El recurso a la alegoría evidencia un proceso largo y arduo, compilado en sucesivas derrotas que cubren los periodos de tiempo en los que se añora la determinada actuación de Atenea sanadora. Es el lamento singular del aquejado por la epidemia de mal crónico.
Nunca faltan enfermos, arraigados a la dolencia, y siempre faltan curadores de buena estirpe, con el porte olímpico, fascinante, con la debida autoridad, sugestiva.
Concluye el dictamen facultativo que la ignorancia es un enemigo implacable hábilmente esquivo a la denuncia; quizá porque quien con ella carga, entre resignación y acomodo, ya ha aceptado servirla, aunque jamás aceptará reconocerlo allende la órbita de los cobros.