La voz pausada y grave, con traza cordial, del orador adquiere una sonoridad vibrante al recalar en la expectante audiencia. Un receso y vuelta a la memoria viva con amigos y discípulos entorno, con el invitado silente presto a la captura del instante.
El viejo policía es un ávido lector de curiosidades relacionadas con la profesión, devoción. Cualquier acontecimiento de traza jurídico policial es hoy en día del dominio común, aun con profilácticas restricciones nacidas de la deseable reserva en las investigaciones; y quizá debido a ello, dado el ímpetu informativo, mejor decir la voracidad informativa de unos —que cobran de variadas formas por emitir —y la desaforada curiosidad bordeando la alienación de otros —que pagan de diversas maneras por absorber— al establecimiento de una frontera de privacidad y prevención, se desata un interés nada científico que sirve para justificar incluso el desmán, la carnaza, la animadversión con alcance de consecuencias trágicas, la injuria y la calumnia.
Las noticias estrictamente policiales constituyen en sí una literatura que atrae la curiosidad, despierta el suspense, apasiona y concita el asombro de un público predispuesto a la “colaboración y al enjuiciamiento”. Será porque, efectivamente, la realidad, la cruda realidad, supera a la compuesta ficción; aunque engañe menos por no dejar que engañe tanto.
La literatura policiaca escrita por los expertos de disciplinas complementarias, tomada la materia prima de las diligencias, los atestados, las prácticas periciales, la pesquisa en el lugar de los hechos, en suma el procedimiento habitual de la Policía, la intuición y la deducción, la fortuna y el acierto, es el reflejo de la realidad; es el exponente veraz de lo que constituye la técnica de la investigación policial.
Ciertamente, la realidad supera a la ficción; a sensu contrario, la resultante comparativa entre lo cotidiano y lo imaginable indica que la ficción puede convertirse en realidad, quedando aquélla con toda la sencillez y todos los elementos de comprensión absoluta. Lo cual puede ser peligroso por incitador. Cómo un viejo policía no iba a tirar de advertencias y precauciones.
Incitación, posibilidad, atractivo, ¿la vida convertida en obra de ficción? ; ¿la ficción desbordada por una realidad incontrovertible? Sobre el crimen perfecto —tema recurrente tanto en los ámbitos públicos como privados— hay una opinión que invita a reflexionar más allá del partido tomado: “La teoría del crimen perfecto es una teoría bastante extendida y aceptada no sólo por la opinión en general, sino por los propios investigadores. Pero conviene tener en cuenta que a éstos les interesa su admisión sobre todo porque con ello encubren su propio fracaso. Es la impunidad y el agarrotamiento de los resortes policíacos en estos casos los que hacen llevar los hechos al “crimen perfecto”. Conviene, pues, insistir en que todo crimen que se haya estudiado en sus más mínimos detalles deja siempre un rastro suficiente para iniciar una investigación policial con éxito”.
Sobre ello también se puede ensayar o novelar. La literatura criminal, sea la profesional o la de evasión, explora al ser humano en sus facetas pasionales. El lector, docto o profano, debe estrujarse las neuronas para averiguar el cómo y el por qué, el dónde y el para qué. El lector debe implicarse en la resolución del suceso tanto como el protagonista, pero actuando como crea conveniente para conseguir un resultado plausible. Prejuzgando o enfundado en asepsia. Con una salvedad intelectual: rara, extraña, punto menos que inconcebible es la motivación humana que no está inspirada en una pasión; una pasión violenta, mortal, mentirosa, enfermiza, psicótica, perversa e incluso contractual.
Pudiera ser que el relato de intriga policial pionero en las letras humanas esté conservado impreso en las arcillas de Sumer, cuya traslación a nuestro idioma es como sigue: “Cierto día, allá por el año 1850 a. C., tres hombres: un jardinero, un barbero y un esclavo asesinaron a un dignatario del Templo llamado Lu-Inanana. Los asesinos, por una razón que ignoramos, informaron del hecho a la viuda, llamada Nin-Dada. Ella guardó secreto y no dio cuenta a las autoridades. La justicia descubrió la muerte y los asesinos fueron llevados a la presencia del rey Ur-Ninurta, que mandó fuera llevado el caso ante la Asamblea ciudadana que hacía las veces de tribunal. En dicha Asamblea, nueve individuos pidieron la condena de los asesinos y de la mujer que calló el hecho delictivo. La tablilla conserva los curiosos nombres de estos fiscales, como también el de los dos abogados defensores que le salieron a Nin-Dada, insistiendo que como ella no había tomado parte en el crimen no podía ser castigada por algo que no había hecho. La justicia sumeria admitió como válidas las razones de la defensa y decretó que la mujer tenía sus motivos para permanecer callada, afirmando en conclusión que el castigo de aquellos que efectivamente habían matado debía ser suficiente”.
Obviamente, la criminoliteratura profesional no escrita para profesionales, pergeña en sus páginas una especie de anecdotario entresacado de la experiencia, vivida y sufrida, con la doble finalidad de entretener y aleccionar; y suele armonizar la delimitación establecida entre delitos contra las personas y delitos contra la propiedad (a sabiendas que en ocasiones unos y otros se cruzan indiferenciados para la consecución del propósito criminal). Viajan los delitos de lo trágico —truculentos, espectáculo sobrecogedor de la sangre, fría o airadamente vertida— a lo jocoso conducidos por la picaresca, un patio de Monipodio habitado por estafadores y timadores de toda laya que huyen sistemáticamente de cuanto signifique violencia física o efusión de sangre.
El tono de voz del viejo policía acentúa su gravedad al evocar, orgulloso e identificado con la tarea realizada, a sus compañeros, no pocos muertos en acto de servicio. Sumido en una nostalgia amable, harto disculpable, defiende y ensalza aquella Policía de suelas gastadas, de arriesgadas decisiones, de instinto aguzado y espinosos seguimientos, aquella Policía de medios precarios pero derrochando tesón y amor propio.
El Archivo, aquella base de datos manual ordenadamente caótica, conjugaba el contraste del sereno estudio con la nerviosa impaciencia, los armarios de hiriente sobriedad, los cajones de guías rechinantes conteniendo carpetas de color pardusco, el montón de legajos clasificados por delitos y las cartulinas con los cantos y las solapas rasgados. Cuántas horas acampados en el cono de luz amarillenta del flexo. Cualquier indicio, la menor sospecha, la apuesta del novato, el rumor aireado y el dizque, todo, absolutamente todo era sometido al juicio contradictorio. Por el hilo se saca el ovillo. Tabaco, reniegos, tabaco, anotaciones y esquemas en cuartillas desparramadas por doquier, teléfono, teletipo, tabaco, prisa, urgencia, bocadillo, rumoreo, coplillas, reniegos, chistes, apuestas, teléfono, teletipo, agua, cerveza, café y tabaco. Unas gotas de aliviador colirio, carajillo, tabaco, bocadillo y tabaco, humo por todas partes, teléfono, chirrido, golpe y puerta. Agua, aire, café y tabaco. Por el humo se sabe dónde está el fuego. Benditas casualidades. A la suerte se la tienta. Con el relevo agua a la cara, suspensión temporal del combate y yantar copioso en el bar del mercado correspondiente al distrito.
Las líneas de la investigación policial, resuelve el viejo policía, no admiten la misma renovación que los medios técnicos: es prioritario determinar quién y en qué grado se beneficia del acto delictivo para establecer una primera relación de individuos imputables; no conviene descartar ninguna hipótesis por inverosímil o paradójicamente obvia que parezca, sea cual sea la fase de la investigación ni dependiendo —por arriba y por debajo— de la complejidad del caso; la casualidad deja de serlo cuando de considerarla como un hecho fortuito se pasa a valorarla como un eslabón de la cadena de sucesos que configura y caracteriza la trama.
Un policía de estimable sedimento ha de asumir que “el derecho y la justicia serían simples abstracciones sin el brazo ejecutor que impone su cumplimiento. Los criminales no se amedrentan porque sean publicadas severas leyes; lo que les atemoriza es la posibilidad de que las mismas les sean aplicadas. Y es la Policía quien se ocupa de poner al alcance de la ley y en manos de los juzgadores a los criminales. Los culpables no comparecen voluntariamente por su pie a ser juzgados. La representación práctica de la justicia, la Policía, es la que ha de averiguar la existencia del delito, la que ha de descubrir a sus autores y partícipes, capturarlos, concretar su intervención y ponerlos a disposición de ser juzgados”.
Intuiciones, deducciones, perseverancia, afición, minuciosidad, carácter, agudeza, inteligencia, vocación de servicio público son elementos compositivos del policía de siempre; medios aparte, bienvenidos sean; instalaciones aparte, bienvenidas sean, dotaciones aparte, bienvenidas sean. Muchas horas pesquisando sobre el terreno, muchas horas averiguando conexiones; horas y horas investigando las ramas y las raíces, horas y más horas cotejando datos; atando cabos de día y de noche. Sin renuncia ni desmayo, obligado a descubrir la verdad. El crimen perfecto es una falacia, una excusa abominable. En la calle, con los cinco sentidos y el de reserva. Por el humo se sabe dónde está el fuego.
En las dependencias del Archivo ha pasado muchas horas el viejo policía, pero nunca se quedó dormido apoyado en los brazos sobre una mesa. Sólo había una ventana que daba a un callejón, lee en el libro de su vida mientras proyecta una película de colores desvaídos, insonorizada. lee despacio, diríase que a cámara lenta. La película se vuelve lenta, muy lenta, oscura. Una calle estrecha sin salida; una secuencia detenida en la madrugada, en la penumbra heladora de los primeros días del año; una ventana de dimensiones convencionales listada con finos barrotes, un cristal opacado, fino y unas hojas permanentemente cerradas. En las dependencias policiales, con los cinco sentidos y el de reserva, la expresión avisada.
La película tiene un color de polvillo blancuzco.