La pequeña dama de cuento mira desapasionadamente el mundo desde su pedestal. Sin un suspiro, sin un mal gesto.
Hace mucho que ha aprendido a soportar las muestras de afecto y de desprecio que recibe, en su postración, por parte de curiosos, ociosos o sentimentales en tránsito más o menos inducido.
Ella es toda una señora, escucha.
Es todo un símbolo, proclaman algunas voces.
Es la recreación de un deseo, dicen otras en tono intimista.
Es testigo de su leyenda, expresan las que vienen y van asumiendo un compromiso.
La pequeña dama de cuento habla con su padre literario cuando se han despedido la admiración o el reproche; al cabo, con la misma generosidad filial, habla con su padre artístico. Las conversaciones son privadas y duran lo que permiten las interrupciones cotidianas o el ansia reflexiva de una y los otros.
Ya no embelesa con su canto la pequeña dama de cuento ni a ella seduce esta inmortalidad heredera de aquella a la que renunció por amor. Hace tanto tiempo de eso.