Calle arriba, calle abajo.
Si no has estado antes, alguna vez en otro tiempo, el sitio que buscas aparece un poco antes o un poco después de la referencia indicada para encontrarlo. Dos o tres escaparates o dos o tres establecimientos en un sentido o el contrario, configuran la distancia de aproximación válida al lugar de encuentro.
—¿Diez y media?
—Buena hora.
El cuarteto de jazz tocaba a las once en El tranvía. Felio llegó a la sala cenado. El plan incluía cena a una cincuentena de pasos, el restaurante lo había elegido Susana y a Mario le pareció bien quedar a las nueve. Felio tenía asuntos pendientes en el inicio de la noche, le fue imposible sentarse a la mesa con ellos.
—¿Cuántos asuntos has atendido hoy? —preguntó Susana.
—Sólo uno.
—Dijiste varios por teléfono.
—Se dicen muchas cosas dispares por teléfono —apuntó Mario—. Son formas de hablar para comprometerse lo mínimo. Uno espera que al expresarse en ese sentido genérico, casi ecléctico, su interlocutor entienda que ha puesto límite a la confesión, porque carece de relevancia, porque es de incumbencia exclusiva, porque al enemigo ni agua, sin merma de la confianza.
El aforo estaba completo, fue un acierto reservar para tres.
—No me lo iba a perder —comentó Felio curioseando alrededor.
—En eso consiste el compromiso mínimo: aceptar la parte interesante del todo. —Mario ojeaba la disposición de los instrumentos—. Viento, cuerda, percusión. Estamos todos.
—¿Has cenado?
—He cenado pronto.
Susana quería contarle la historia de la casa. Felio quería escuchar la historia luego, sin música de fondo, sin un exceso de público, callejeando.
—Con tacones y con frío prefiero estar bajo techo.
—Imponderables —señaló Mario—. Acepta lo que propone y compartiremos el misterio. Yo también me he involucrado.
Felio asintió.
—¿Qué sabes?
—Poco más que tú —respondió Mario en idéntico murmullo.
Susana callaba, el oído lejano, y mandó callar. La actuación dio comienzo y con la música pasó a segundo plano la memoria inmediata. Al hechizo de la música emergieron improvisaciones e ideas, un tropel de sugerencias con final posible, acompasando los cuerpos las notas tentadoras.
Media hora más treinta minutos y un bis.
—¿Y ahora?
Calle arriba, dirección al aparcamiento.
Calle abajo, dirección a la avenida, al barrio frecuente, a un apostadero familiar.
—Un paseo —propuso Felio.
Susana negó suavemente con la cabeza. La noche languidecía en sus ojos presa de una emoción postergada.
—Salgamos de aquí —pidió.
Mario carraspeó intrigado.
—¿Vamos a despejarnos de sombras? —preguntó a nadie.
Calle arriba los tres, en paralelo, en silencio. Hasta que un chasquido, un sonoro latigazo al aire, aminoró el paso del trío.
Mario se disculpó. Tenía que retroceder, calle abajo, el solo, un momento, para comprobar una fecha y un nombre o viceversa; el orden es lo de menos.
—Os alcanzo en seguida.
Algo entretuvo a Mario, suele pasar cuando se tiene prisa, y le esperaron en la boca peatonal. Aquella figura rauda ascendiendo la calle volvió a disculpar el entreacto.
—Ya está. Estoy preparado para disipar mis dudas.
—¿De qué dudas hablas? —inquirió Susana.
Mario introdujo la tarjeta de pago en la ranura.
Felio sacó monedas del bolsillo.
Susana insistió sobre las dudas.
La máquina expendedora de autorización y cambio cumplió su cometido. Mario señaló el camino a seguir.
—Adelante.
Felio guardó las monedas, cerrando la comitiva. Susana en medio, olvidada su reclamación, pendiente del siguiente escenario. Mario, a la cabeza del grupo, jugueteaba habilidoso con las llaves del coche.
—Situaros como gustéis. Yo conduzco.
Susana ocupó el asiento delantero. Liberada de la responsabilidad del volante y en un entorno protector nada le impedía abordar su historia.