Parece imposible si no se desea; mutuamente, sin palabras, se dicen.
Están en la edad de creer alcanzable el anhelo del duermevela; horas y días de predisposición en alternancia con la melancolía, por si aquello no llega, no viene, no cobra forma.
Si han de hacerlo, cosa que no sé, todavía no han sucumbido al paso de los años, ese gravamen que con su desplegado pragmatismo declara el fin de una época idealizada dando comienzo al declive que aboca a la tristeza y la consunción. Decadencia asumida, resignada. ¿Por qué ha de ser así?, me pregunto. El destiempo y el contratiempo, la fatalidad se llama, redactan con pulso habituado, también consentido, el epílogo de una novela, forzadamente breve, cuando de los protagonistas se esperaba un esfuerzo, un verdadero impulso, por superar las adversidades.
No hay vida sin desdicha, provocada o sobrevenida; ni debiera haberla sin alicientes, buscados y pretendidos que revoquen y aparten decididamente la duda y el inconveniente.
Caspar David Friedrich: Dos muchachas bajo un árbol (1801).
El consuelo de la imaginación, si ésta ya no puede trasladarse ni al presente ni al futuro, es un refugio agrietado; por el deterioro de las paredes, las ventanas, la puerta y el techo escapan las que fueron aspiraciones para hallar, en vuelo largo si es preciso, mejor compañía, un lugar de acogida nuevo y fértil que las merezca.
Es imposible si no se desea; dice en un hilo de voz la una a la otra.