Athanasius Kircher: Phonurgia (1673).
El marco indica a las claras que es una noticia importante; uno de esos acontecimientos que convoca gran expectación. Todas las voces a una para reunir y todos los oídos del público venido de aquende y allende agrupados y atentos para recibirla.
Se respira un ambiente festivo. Cunde el alegre propósito de la celebración.
El heraldo —qué magnífico personaje— va a proclamar la buena nueva —¿por qué suponer lo contrario?— encaramado al sitial de las audiencias principales. Flanquean su autoridad delegada los portadores de los comunicados, los vientos inquietos por significarse y los avezados mensajeros que han cumplido su misión.
Corre el rumor anunciando el hálito de la musa Terpsícore, la de la danza solemne; el de la musa Erato, la de la lírica; el de la alegre musa Euterpe, la de la poesía. Es un anhelo divulgado alrededor del feliz suceso, una sorpresa que todavía no desvela el heraldo —¿es Talcibio o es Euríbates?— ni su preceptor, solemnes las facciones, discretamente situado en la parcela de los cronistas.
¡Qué suene la música!
¡Qué siga el baile!