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Los asideros de la nulidad


La premiada devaluación del esfuerzo, del mérito y de la propia iniciativa para sentir, crear y conocer.


Ciertos conceptos, superada su primaria condición de palabras introducidas en el correspondiente diccionario, alcanzan una dimensión mayúscula debido a su uso y abuso, bien sea para esgrimirlos resaltando el demérito del adversario bien como recurso de toma y daca para los aspirantes a medrar en la política parda. El resultado salta a la vista y a los demás sentidos de la gente avisada: gracias al empleo reiterado de frases de diseño y al machacón de eslóganes con intención clara y predefinida, la demagogia y el sofisma son el culmen de la tarea profesional de quienes cobran del presupuesto público sin otro mérito que el de engrasar y proyectar unas determinadas siglas de carácter político o una ideología de acento inconfundible que pretende imponer y someter en nombre de la fraternidad y la igualdad universales.
Léase por fraternidad la sumisión a las decisiones de un grupo dirigente, mesiánico, omnipresente, eje y control de medios y voluntades; y por igualdad ese igualitarismo en la nada afincado para la inmensa mayoría en el paralelo cero, sin apelación posible.
El halago de los oídos, la verborrea sugestiva y las promesas de índole populista son los ingredientes del discurso político cuando no coincide de cara al público lo dicho con lo hecho, ni coincidirá la intención con la proclama.
El factor clave para convalidar la teoría en práctica, es decir, el engaño en negocio, es la aceptación expresa o tácita de quien puede y debe erradicar la demagogia del ejercicio político: el elector. Si él no la denuncia e ignora, como arma poderosa que es, la demagogia invade y crea escuela.
Lo mismo sucede con el sofisma, y diagnóstico o remedio no difieren.
Sofista es el que produce argumentos aparentes —e intrincados si la necesidad acucia— para defender una proposición falsa.
El sofisma ofrece al historiador de oficio u ocasión una larga trayectoria degenerativa, merecedora de estudio, desde la refinada sutileza hasta el encumbramiento de la necedad. Sin profundizar, a modo de exposición sucinta para mejor comprender el fenómeno, vayan los siguientes apuntes.
En la Grecia del siglo V a. C., emergió un movimiento cultural denominado sofística que, mediante el análisis del lenguaje y su utilización para influir en los ciudadanos, intentaba renovar los hábitos mentales tradicionales. Los sofistas eran los sabios los maestros del saber. El sofista caracterizaba la dualidad ejerciendo la controversia: era el maestro de sabiduría y también el elaborador de razonamientos falsos y capciosos.
Al sofista, ya entonces, se le acusaba de ser un mercenario por enseñar, aleccionar o adoctrinar a sueldo —a lo que hoy añadiríamos el altamente remunerado cargo, el anhelado privilegio o la conveniente protección—, y se le denunciaba como falso dialéctico, como un mistificador de la palabra. Fueron llamados sofistas los que mezclaron la doctrina de la habilidad política con el arte de la elocuencia y desplazaron su profesión del ejercicio al discurso. En definitiva, el sofista abusaba del procedimiento dialéctico hasta transformarlo en irrelevante disputa, cuyo fin es la propia disputa.
A partir de una evidente falta de argumentos, por razones varias, o una innegable carencia de facultades, la necesidad de convencer y, en mayor medida, de refutar, conduce al personaje a un envoltorio de retórica huera, que es la bandera de quienes callan el propósito que les mueve o les paga y, por regla general, lo que nunca han sabido. El sofista adquiere nombre y presencia continuada donde se emite la imagen no por la ciencia que expone sino por la desviación interesada que de ella hace, siendo muestra constante de artificio y ausencia de compromiso tangible; su razonamiento es incorrecto y, además, es formulado con plena conciencia de su falsedad. Aunque puede ocurrir que a fuerza de insistir en una mentira, el autor y su público acaben por considerarla verdad.
Pasando deprisa los capítulos de la historia, llegados a los antecedentes del tiempo en curso, muchos son los ejemplos desborda en ejemplos donde se evidencia la práctica de anteponer argumentos —seudoargumento filosófico, seudoargumento político— a las doctrinas sobre las cuales se argumenta. Un discurso atinado no encierra trampas dialécticas y de él se desprende la exigencia de hablar con significados concretos y palabras adecuadas a la causa que las motiva, y desde los hechos, despachando con cajas destempladas la nefanda terminología de la corrección política. Una moda alienante que persigue ocultar y silenciar lo que a los patrocinadores de un orden social -tan nuevo como viejo- incomoda, delata y confunde.
La historia todavía no eliminada, la que mantiene a disposición del solicitante documentos con sello, firma y fecha, es la eficaz proveedora del necesario conocimiento para no perderse en paisajes difuminados, andar en círculos o en penumbra por las vías marcadas. Para que las añagazas no sean producto de consumo habitual. Para que a las voces no se contrapongan los gritos, ni a las demandas de honestidad y buen gobierno una diatriba. También para que la nulidad no impere sobre el noble intelecto.

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