Un ligero examen, no hace falta más, de los antecedentes de la guerra hispano americana y sus resultados, demuestra que la causa del desastre sufrido por España o ha sido otra que la ineptitud de su Gobierno.
Mientras estuvo al frente del gobierno español el malogrado e inolvidable Antonio Cánovas del Castillo, la previsión y el acierto guiaban los actos de aquel respetable cuerpo. Podíamos decir que entonces España no temía ni provocaba la guerra y sin embargo tomaba las precauciones que la prudencia aconseja; en otros términos, se disponía a la guerra conforme al antiguo apotegma: Si vis pacem para bellum; es decir, estar prevenido contra cualquier emergencia.
Ante los densos nubarrones que empezaban a oscurecer el cielo de nuestra Patria, el gabinete Cánovas gestionó la compra de buques de guerra poco antes de su trágica muerte, a manos anarquistas, en el establecimiento balneario de Santa Águeda.
¿Por qué el gabinete sucesor no dio cima a estas gestiones? No se sabe, y nadie podrá dar una respuesta que disminuya, siquiera en algo, los graves cargos hechos al gabinete de Sagasta por su falta de patriotismo.
Nadie se explica, sin que sobrevuele la sospecha de una traición, cómo aquellos arreglos para la compra de buques de guerra hayan sido abandonados en víspera del conflicto con los Estados Unidos.
Con la desaparición de Cánovas del Castillo principian los errores y las torpezas del Gobierno.
El gabinete presidido por Práxedes Mateo Sagasta abandona la política de su predecesor y sigue una línea de conducta opuesta a los intereses de la Nación. No así el gobierno americano, que mientras ensaya la puntería de los cañones de sus numerosos buques de guerra, aleccionaba al cónsul Wildam en Hong-Kong y al ministro Woodford en España para que, obrando de concierto con los planes ideados por el presidente William Mc Kinley, preparase el resultado que la diplomacia maduraba desde mucho tiempo atrás.
El cónsul Wildam, que estaba muy cerca de nuestro archipiélago filipino, conoció a la perfección la falta de defensas e estas colonias y la casi nulidad de nuestra escuadra en Manila, sostuvo constate comunicación con el Gabinete de Washington, desde su puesto de Hong-Kong, teniéndole al corriente de todo lo que se relacionara directa e indirectamente con la guerra. El infatigable cónsul no dio ni por un momento tregua a sus labores, logrando por medio de astucias, o por dinero, cerciorarse minuciosamente de la verdadera situación de Filipinas, ayudado por los numerosos agentes chinos e ingleses, pródigamente retribuidos. La atracción de los artilleros británicos para la escuadra del comodoro norteamericano George Dewey fue uno de sus golpes más audaces.
Parece cosa averiguada, que por desgracia aún no se extirpa por completo en nuestro país esa maldita raza de los Oppas. Los sucesos que hoy lamentamos todos los españoles han venido a revelarnos tan dolorosa, omnipresente, realidad. Es necesario abrir una exhaustiva averiguación para conocer los individuos, sean quienes fuesen, que han tomado algún partido en los acontecimientos que tanto ha consternado y aún consternarán a España. La salud nacional así lo exige y lo reclama.
¿Qué medidas tomó nuestro actual Gobierno para conjurar la horrorosa tormenta que amenazara a la Nación? Ninguna, absolutamente ninguna. Se nos objetará que fuimos estrechados y compelidos a la guerra; mas debemos hacer constar que nuestros políticos no agotaron todos los recursos de la diplomacia para evitarla, puesto que no nos encontrábamos en condiciones de poderla aceptar con alguna probabilidad de buen resultado. Tampoco admitimos la hipótesis de que el pueblo orilló al gabinete Sagasta a aceptarla. Lo único que hizo Sagasta fue llevar a la Nación a la contienda, no por satisfacer la voluntad del pueblo, en el caso problemático que éste realmente la hubiese deseado, sino más bien por salvar a la actual dinastía irremisible y grandemente comprometida al no atender a las justas exigencias del país, hondamente indignado con las humillantes pretensiones del Gabinete de Washington. Creemos que la Patria está sobre todas las conveniencias, y ella es la que debe tener en todos los casos y circunstancias el lugar preferente.
Y suponiendo, sin conceder, que el pueblo positivamente hubiese comprometido y obligado al Gobierno a recoger el guante arrojado por el coloso norteamericano, ¿se había puesto ese mismo Gobierno a la altura de su misión, dadas las circunstancias por las que atravesaba el país desde que se inició la revolución antillana? No. La América del Norte ya nos tenía declarada tácitamente la guerra desde hace mucho tiempo, demostrándonoslo con toda evidencia al impartir franca protección a la guerra de Cuba. Pero nuestro apático Gobierno no se preocupó ante el grave problema presentado a nuestra Nación. No sólo dejo de evitar el mal sino que ni siquiera lo hubo previsto, como era su obligación. La malhadada autonomía concedida sin previo y concienzudo a los descontentadizos cubanos fue el principio de nuestro calvario, por más que se proclamara en enfático discurso, dicho en Zaragoza por [el destacado masón] Segismundo Moret, que “la autonomía era la paz”.
¿Qué preparativos tenía hechos nuestro gobierno ante la inevitable perspectiva de la guerra? ¡Solamente burla! Ni Cuba ni Puerto Rico, ni mucho menos las lejanas Islas Filipinas poseían los más indispensables elementos de defensa, llegándose hasta ignorar o dejar de advertir la anticipada permanencia de la escuadra americana en las aguas asiáticas, que debía causar bien pronto nuestro primer desastre. L criminal abandono del Ministro de Marina, almirante Bermejo, fue tan grande que permitió zarpase del puerto de Cádiz la escuadra del almirante Cervera llevando tan sólo treinta cartuchos por pieza de artillería. No menos desdichada fue la táctica que observara su sucesor, el Ministro, capitán de Navío, Ramón Auñón.
Es cosa comprobada que la escuadra carecía de carbón y municiones, faltándoles a los cabos de cañón la instrucción necesaria y la práctica indispensable para el buen manejo de la artillería, y era tan notoria la carencia de esos conocimientos en dichos cabos que tan sólo habían hecho tres disparos, mucho tiempo antes, con los cañones de 14 centímetros, y absolutamente ninguno con los de 28. Esta aseveración ha sido ratificada por los mismos oficiales de nuestra Armada. ¿Querría decirnos el Sr. Ministro de Marina para que servirán esos barcos en semejantes condiciones? ¿Quién ordenó a Cervera salieses de las posesiones portuguesas de Cabo Verde, y quién, por último, dispuso entrara a la ratonera de Santiago la escuadra de su mando, para abandonar mucho tiempo después esa bahía y ser destrozada por la formidable flota de Sampson? Usted Señor Auñón y el general Correa, así como su predecesor de Ud. el almirante Bermejo, son reos convictos del feo crimen de lesa Patria.
Ineptitud e imbecilidad supinas se necesitan para proceder con la punible torpeza con que ustedes han procedido en todo lo relativo a la desastrosa guerra que ha llevado a nuestro infortunado país a la deshonra. ¿Y qué diremos de nuestros magnates políticos, que hemos de decir de esa turba infecta y dañina que a su debido tiempo desoyeron las incesantes indicaciones de nuestros cónsules, y de los marinos agregados a la legación española de la República Americana, cuando estos buenos servidores de la Patria anunciaron al Gobierno los preparativos y planes de lucha del Gabinete de Washington con tres años de anticipación? Tan indigno proceder no puede calificarse con los más duros y enérgicos epítetos. La maldición que arroje sobre ellos nuestra Patria sería débil y benigno castigo, dada la magnitud de sus delitos.
Hemos hablado de las pésimas condiciones y deficiencias de la escuadra de Cervera, que era, como si dijéramos, lo más florido de nuestra Armada. ¿Será necesario añadir alguna sílaba respecto a los apolillados tablones que manteníamos en las Filipinas? Indudablemente que es inútil hablar de ello.
Inconsecuente nuestro Gobierno no sólo con las leyes de la estrategia sino hasta con el sentido popular, que bien claro veía la inutilidad de nuestra pequeña escuadra en aguas cubanas, señalando, en medio de halagadora esperanza, la ruta del Cabo y el mar de las Indias, a fin de llegar todavía a tiempo para vengar la hazaña del comodoro Jorge [George] Dewey. Poco hubiera hecho en Manila el contralmirante D. Pascual Cervera si nos atenemos, como es natural, a la situación que guardaban sus navíos; pero menos, muchísimo menos, llevó a cabo en su encierro de Santiago. Nos causa profunda y verdadera indignación tener que recordar la tan cacareada escuadra de Cámara, pero el deber que nos hemos impuesto nos obliga recordarla, aunque sea contra nuestra voluntad.
Mucho tiempo antes de que nuestros indefensos barcos de las Filipinas fuesen destrozados por los grandes cruceros norteamericanos, el contralmirante Montejo había reclamado con toda oportunidad el envío de un crucero de combate para reforzar en lo que fuera posible su importante escuadra. Nuestro Gobierno no se ocupó absolutamente de la suerte de este bravo marino, abandonándolo a sus propias y escasas fuerzas con las que tuvo necesidad de hacer frente al poderoso enemigo. Nuestras murallas de la capital del Archipiélago habían sido desartilladas, no sabemos por qué, cambiándose las mejores piezas no para montarlas como era natural y preciso, atendiendo a la defensa de este puerto, sino para dejarlas tiradas y abandonadas entre la arena. Al país se le engañó miserablemente ofreciéndole con bombo inusitado que se enviaran con toda oportunidad refuerzos a Filipinas, de mar y tierra, alentándonos legítimamente los españoles con la iniciación de la partida de la escuadra de Cámara del puerto de Cádiz, con rumbo al Archipiélago filipino.
Pero nuestro regocijo pronto había de trocarse en profunda indignación, porque contra todo lo que nos esperábamos, y aunque efectivamente zarpó dicha escuadra hacia el Oriente, su gira expedicionaria se concretó a visitar las aguas egipcias no pasando de Port-Said, regresando inmediatamente a la Península después de haber realizado tan inútil viaje, costándole éste a la Nación mucho dinero, porque además de los gastos indispensables hubo necesidad de pagarse 80.000 duros por derechos de tránsito a la Compañía del Canal de Suez.
Si abandono punible hubo para las fuerzas marítimas no le fueron en zaga las terrestres, porque nuestros infelices soldados se vieron en la necesidad de luchar casi constantemente sin recibir su paga, haciendo frente, llenos de resignación, al hambre, a la más espantosa miseria y a todo género de enfermedades que cruelmente los diezmara. Al infortunado y heroico general Vara de Rey se le abandona en El Caney a la cabeza de un puñado de valientes, lo mismo que al general Linares.
Otro tanto acontece con el pundonoroso general D. Basilio Augustín en las Filipinas, que nunca llegó a recibir los refuerzos que el Gobierno le ofreciera, viéndose al fin obligado a abandonar el país después de sostener desigual y heroica lucha por espacio de tres meses consecutivos, no autorizando de este modo con su presencia la capitulación de Manila, y evitando al mismo tiempo más derramamiento de sangre con la prolongación de una resistencia inútil.
Sería imposible para nosotros señalar punto por punto, todos y cada uno de los desmanes y errores cometidos por nuestros gobernantes, pues necesitaríamos ocupar muchas páginas y se haría interminable este libro. Básteme decir, por última vez, que ellos exclusivamente son los responsables de todas nuestras desgracias y calamidades. Tenemos además la convicción de que no está lejano el día en que la luz de la verdad se abra paso, y entonces nuestra desventurada España conocerá a sus pérfidos servidores.
No nos hacíamos la ilusión de poder vencer al enemigo, porque este era superior en número y en elementos, pero tampoco hubimos de suponernos que nuestro Gobierno había de buscar una paz tan denigrante aceptada por el Gabinete de Washington. Cuando aún teníamos fundadas probabilidades de continuar luchando, si no para vencer, repetimos, sí al menos para conseguir mayores y más honrosas ventajas, al firmar el abominable Protocolo.
Es dolorosamente cierto que nuestro aniquilamiento en el mar había sido completo, pero todavía nos quedaban en Cuba más de cien mil hombres dispuestos a pelear hasta el último momento, cuyo ejército había originado no pocos descalabros a las huestes enemigas, máxime cuando éstas comenzaban a diezmarse a causa de las numerosas enfermedades producidas por la falta de aclimatación. Aunque no nos deslumbran los galones ni las charreteras, debemos hacer constar que el ejército ha estado a la altura de su elevada misión, habiendo cumplido, en lo general, con su deber luchando hasta morir cuando era preciso, y obedeciendo con toda disciplina las órdenes superiores aunque estas pugnaran con sus convicciones y principios.
Nuestros hombres de Estado, no teniendo armas posibles con que defenderse, pretenden ahora lanzar sobre el ejército el sambenito de la deshonra y del ultraje, descargando en él sin justicia ni razón el peso abrumador de todas las responsabilidades. Los que nos encontramos separados de las altas esferas del Poder, los que vivimos alejados del círculo impuro, corrompido de la política, no podríamos justificadamente hacerle cargo a la digna institución que nos ocupa, principalmente cuando sus hechos y honrosos antecedentes históricos la ponen al abrigo de toda sospecha: los mismos jefes y oficiales norteamericanos, y aun la prensa hispanófoba e iracunda de su país, han hecho merecidos elogios de la bizarría con que lucharon nuestros soldados y marinos a quienes el Emperador Guillermo II llamó: “¡Valientes, pero desgraciados!”
De la actual política del Gobierno ni aun siquiera podemos esperar ya las atrevidas empresas y los idealismos desorganizadores, pero grandes y generosos de tiempos no lejanos, porque en medio de su decrepitud carece de ánimo y de entereza, y sólo tiende a su propia conservación antes de consentir que sea noblemente vencida por los rudos pero honrosos embates de la lucha. El desenlace de los acontecimientos que hoy lamentamos puede sernos tal vez ventajoso. Con el pretexto colonial se imponía la necesidad de mantener constantemente sobre las armas un numeroso ejército, que originaba grandes mermas a nuestro exhausto Tesoro nacional. Por el mismo motivo nos hacíamos la ilusión de poseer una escuadra que no existía, y que sin embargo su presupuesto cuesta a la Nación muchos millones de pesetas. Hora no deben de pesar sobre el país esas gabelas. No es necesario ya sostener tantos soldados, ni conservar tampoco esos cascarones viejos que hoy yacen en su mayor parte en las profundidades del Océano.
No sufrirán más las desventuras madres que veían con horror el alistamiento de sus hijos para ir a servir al Rey en las apartadas y mortíferas regiones de sus dominios, donde tantos infelices perdieron su existencia sin que hubieran recibido los últimos consuelos que les impartiera una mano amante y cariñosa. Por el contrario, bendecirán a Dios una y mil veces por haberlas librado de tan cruel y tremendo azote. Los que lamentarán profundamente la pérdida de nuestras colonias son esa caterva de hambrientos individuos, que como aluvión desenfrenado, arrasaban constantemente los principales puestos en la administración pública debido al punible favoritismo del cacicazgo. Ya no habrá para ellos la facilidad que antes tenían de enriquecerse de la noche a la mañana ni de regresar con humos de grandes señores a la Metrópoli, para disfrutar en ella el farniente que les proporcionara el no despreciable producto de su insólita rapiña.
Nuestras provincias de Castilla y Extremadura, y otras muchas, poseen extensas y fértiles llanuras donde con el esfuerzo de la laboriosidad y la constancia, pueden alcanzar magníficos y honestos resultados. Ahí es a donde deben dirigir sus miradas todos aquellos sujetos que ayer esquilmaran sin escrúpulos las exuberantes fuentes de riqueza de nuestros tesoros ultramarinos.
El Gobierno que venga a levantar España de esa abrumadora postración que enerva su vigor y su grandeza, al optar por una política de sabia reconstitución económica, debe también transformar cuanto antes esas espadas y bayonetas, hoy cesantes, en arados y demás implementos propios para nuestra abandonada agricultura.
La humanidad, en general, ganaría no poco si se realizaba el actualmente debatido proyecto de desarme universal; todos esos brazos paralizados, todas esas energías sin acción, podrían tener brillante éxito si se emplearan en el desenvolvimiento y desarrollo de la industria, las artes y la agricultura. Nuestro país debe ahora acomodar su vida a la situación de ingente estrechez en que se encuentra, pero, por supuesto, sin renunciar ni un solo instante a sus elevados destinos, aviniéndose resignado a los infortunios y a la desgracia que hoy lo agobian sin clemencia. Ahora más que nunca debemos aplicar los grandes remedios a nuestros enormes males. Poniendo en armonía los medios con el fin, cosa en que jamás hubimos pensado antes.
Hemos vivido en un sueño profundo y constante, y hoy que nuestros delirios de grandeza se han convertido en terribles y espantosas realidades, nos asustamos con nuestras desgracias y miserias, y aún queremos desfallecer abrumados por el enorme peso de nuestros infortunios. Descalabros quizás más importantes y dolorosos hemos sufrido antes, sin haber dado muestras los reinados de los Felipes a los Países Bajos, a Portugal y Gibraltar; más tarde hubimos de renunciar a nuestra soberanía sobre Nápoles, Sicilia y Tánger, empezando después, durando el reinado de Carlos III, la desmembración del entonces nuestro vasto imperio americano, perdiéndose esto, casi en su totalidad, con el imbécil y pusilánime Fernando VII.
No son, pues, nuevas nuestras desdichas y por más que éstas nos sean profundamente sensibles, repetimos, no debemos renunciar al imperio de nuestra legendaria grandeza. Todas las principales naciones han sufrido su Waterloo, y tras de ese doloroso vía crucis que pone hoy a prueba nuestra entereza y abnegación, pueden ocultarse no lejanos días de bienestar para nuestra Patria.
Es menester que todos nos decidamos a emprender la ardua, pero grandiosa área, de nuestra reconstitución interna y de nuestra rehabilitación ante el mundo entero. Hay que salvar los restos de nuestro patrimonio nacional proscribiendo para siempre esa maldita política que nos ha perdido y aniquilado constantemente. No debe España, no puede resignarse nuestro país a las abyecciones de sus desastres actuales, cuando por fortuna aún no llega al completo agotamiento de sus grandes elementos de vida. Poseemos todavía las Baleares, las Canarias y las Plazas del Norte de África, que es hacia donde debemos dirigir nuestras aspiraciones predilectas, después de atender con esmero a todas nuestras necesidades internas.
Profunda indignación nos provoca el inicuo proceder de Norteamérica, cuyo país, atropellando a la razón y a la justicia, viene a arrebatarnos villanamente lo que hubimos de conservar por espacio de más de cuatro siglos, y a fuerza de nuestra propia sangre. Es una burla sangrienta el atreverse a tomar en serio los pueriles pretextos dados por aquella Nación para sancionar ante la faz del mundo su pérfida conducta. Es un sarcasmo inaudito el considerar que ese país proceda de buena fe, llevando su nobleza hasta el sacrificio, en aras sacrosantas de la humanidad. No, no es posible que el que conozca el espíritu de ese pueblo inmoral, que el que haya estudiado su índole y su historia, lo considere dotado de las grandes virtudes y lo juzgue capaz de practicar el bien a costa de sus intereses y conveniencias.
Antes que los Estados Unidos declarase injustamente la guerra a España, los hombres prominentes de aquel país llenaban de elogios a los principales jefes de la insurrección cubana; hacían notar las buenas cualidades que adornaban a los Maceo, Gómez, García y demás cabecillas, considerándolos dignos de que el Gobierno de Washington les concediese la beligerancia. Poco después, no satisfechos los yankees con esa prerrogativa hacia los cubanos, hicieron formal promesa de que la Grande Antilla se haría independiente de la Metrópoli, arrastrando a nuestro país a desigual y ventajosísima contienda, seguros ya del triunfo, dada la superioridad en número y en elementos.
Es, por último, invadido el suelo cubano y cuando apenas las huestes del general Shafter huellan con sus disformes plantas las vírgenes playas antillanas, y sin conocer a fondo a los que fuesen poco tiempo antes motivo de su admiración y simpatía, se desata dicho general americano en terribles improperios contra los jefes cubanos: los llama un hato de bandidos. A bombástica y exagerada prensa americana viene después a corroborar las opiniones del general Shafter, y aparecen furibundos artículos en los diarios más caracterizados, tales como el Sun, el Tribune y el Herald, diciendo que sólo se puede comparar a los cubanos con los pieles rojas e igorrotes y agotan contra ellos sus dicterios.
Ese cambio tan intempestivo de los norteamericanos no nos sorprende. Procuraron atraerse la simpatía de los guajiros endulzándoles a estos la boca con la miel de su decantada libertad, y una vez que ya no necesitaron de ellos los maltratan y desprecian. Dueños hoy de la situación como lo están en el Archipiélago Hawaiano harán de la infeliz antilla lo que más cuadre con sus planes de sórdida ambición.
Pocos, muy pocos pensaban en la Unión Norteamericana como el honrado escritor Mr. Collins, que decía al principio de la guerra: “Si no fuera por este hecho [el hecho de darle a Cuba la independencia] nuestra guerra con España sería el pillaje de un ladrón audaz y poderoso”. Esta elocuente frase del referido escritor americano es tan terminante que no da lugar a comentarios. Baste recordar el injusto despojo de que México fue víctima en 47 [1847] para que pueda comprenderse la verdad que en el fondo encierran las palabras de Mr. Collins, en este arranque de cínica franqueza. Alentado hoy ese país con su nueva victoria, y no habiendo tenido, durante la guerra con España, ni siquiera una protesta por parte de la Europa, que era la única que pudo haber puesto coto a su incalificable conducta, fácil es comprender el género de política que ha de observar en el porvenir. La integridad y soberanía de la América española están gravemente amenazadas.
Dueños los norteamericanos de la llave del Golfo mexicano y del océano Pacífico, teniendo en consideración sus proyectos sobre el Canal de Nicaragua, su preponderancia comercial y marítima en Centro América, y contando como cuentan con una formidable escuadra, próxima a aumentarse enormemente con nuevos y poderosos cruceros y acorazados, no creemos pecar de pesimistas al prever que en no lejanos días proseguirá el invasor Tío Samuel su marcha triunfal hacia el cabo de Hornos.
Creemos de rigurosa justicia, antes de terminar estos renglones, consagrar un merecido elogio a nuestros compatriotas dignamente diseminados por la hospitalaria tierra hispanoamericana, quienes con generoso y noble desprendimiento acudieron al llamado que les hiciera la Patria, contribuyendo todos, ricos y desheredados, con su óbolo para los cuantiosos gastos que originó la guerra, movidos por el más leal y ardiente patriotismo. La distinguida y numerosa colonia de la República Argentina se hizo notable por su esplendidez, porque además de haber enviado a nuestra corte gruesas sumas de dinero, acaba de regalar a la Nación el magnífico crucero Río de la Plata, construido a sus expensas. Acciones como esta no necesitan encomios: se recomiendan ampliamente por sí mismas.
Y sin embargo, el esfuerzo hecho por los españoles ausentes de la Patria no alcanzó todo el esplendor que nosotros mismos hubiésemos deseado. ¿Por qué? Porque a través de la inmensa distancia que nos limita de los patrios lares, traslucíamos la infame perfidia de nuestros gobernantes, y comprendíamos, llenos de indignación, que todos nuestros sacrificios resultarían estériles dada la actitud denigrante y desdichada asumida por Sagasta ante el sangriento ultraje inferido al país por el impío invasor norteamericano. El desenlace funesto de los sucesos vino a corroborar nuestros dolorosos presentimientos Nuestra consternación es hoy general, pues la herida fue tremenda y de difícil cicatrización. ¡Quiera Dios que pronto se disipen los densos nubarrones que opacan en estos momentos el cielo esplendoroso de nuestra adorada Patria!
Andrés Barral y Arteaga, miembro de la Colonia española en la Ciudad de México.
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Protestas de la Colonia española en México
Insertamos a continuación algunas de las numerosas protestas publicadas por la colonia española con motivo del desastroso fin que la guerra tuvo para España, y las condiciones onerosas del Protocolo.
La mayor pate están escritas en un tono demasiado vehemente; pero ellas dan idea del grado de excitación a que había llegado el sentimiento público, y por lo mismo las insertamos a pesar de al destemplanza que se advierte en el lenguaje de todas ellas.
Protesta de la Colonia española de la Laguna del Carmen
Si cada protesta hiriera de muerte a los culpables sentiríamos al menos el placer de la venganza; pero quienes escuchan con incomprensible estoicismo, ajeno a nuestra raza, los sollozos de la Patria avergonzada oirán con la misma impasibilidad y culpable indiferencia cuantas enérgicas protestas se hagan contra ellos.
Tiene un límite la conciencia humana, que cuando por el camino del vicio llega hasta él olvida, embotada por el crimen, toda noción de dignidad y no queda ni Patria, ni familia, ni nada; un paso más y allí están el cadalso y el oprobio.
Para los que envían tropas y barcos al matadero en nombre del honor nacional, sepultado de antemano por ellos, cualquier castigo es inmensamente insuficiente para vengar acción de tal magnitud.
Las madres españolas, a imitación de las lacedemonias [Laconia, Lacedemón o Lacedemonia, cualquiera de las tres, es la denominación original de Esparta; ergo las lacedemonias son las espartanas] ven caer a sus hijos sobre el campo de batalla y se resignan a tan grandioso sacrificio. ¿Por qué tanto heroísmo, por qué tanta grandeza? ¡Porque viva la Patria! Y, en cambio, ¡cuatro miserables llevan al mercado todo nuestro tesoro de dignidad! ¡Malditos sean!, ¡monstruos del siglo, maldición de nuestra historia!
Si tuviéramos en nuestra mano un manubrio mágico para atormentarlos no aflojaríamos jamás, y allí con inmenso placer escucharíamos los eternos y horripilantes alaridos de infernal desesperación. Todo, todo es pequeño e impotente para formular el castigo que merecen los que han vendido nuestra bandera y humillado el honor de nuestros soldados.
Y en tanto el pueblo, atrofiado al parecer, sumido en inconcebible marasmo, busca una frase para darle nombre en el círculo de las conveniencias nacionales a tan criminales atentados. ¿No habrá en nuestra querida España de legendarias grandezas un genio que, a imitación del Bruto de Roma, enseñe al pueblo el puñal sepultado en el corazón de nuestra Patria? ¡Ah!, si surgiera, ¡qué hermosas guillotinas se levantarían para los Tarquinos [tiranos, déspotas y violentos contra el más débil, leal u obediente] de Madrid!
Laguna del Carmen, a 3 de octubre de 1898.
M. Gutiérrez C., Tomás Molina, D. Carbajal, R. González, J. M. García L., Luis Rodríguez, José Rico, Mateo Ruiz C., R.L. Ansoleaga.
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Protesta de la Paz. San Luis Potosí
Los que suscribimos, habiendo leído la protesta que la Colonia española de Matehuala remitió a su digno periódico y que usted publicó con fecha 14 del actual, nos adherimos a ella por ser la fiel expresión de nuestros sentimientos.
Habiendo leído también su artículo de fondo, del número 14 dedicado a la Junta Patriótica, sentimos renacer la esperanza al ver que se ha oído una voz diciendo valientemente lo que todos los españoles sentimos y creemos.
Lo que les falta a esos valientes soldados en quienes hemos depositado nuestra honra, para vencer o morir heroicamente, son provisiones de boca y guerra, y los españoles de la repúblicas iberoamericanas con gusto se comprometerían a proporcionarlas; para lo cual, si estos e lleva a efecto, estamos dispuestos a contribuir en todo lo que esté al alcance de nuestros recursos.
Suyos affmos., attos. Y S. S. Q. B. S. M.
Telesforo Ulíbarri, Lorenzo Camaleño, Juan Vivanco, Generoso Martínez, Jorge Gasparó, Luciano González, José Somohano, José Alonso, Serafín González y Eduardo Díaz.
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Protesta de Guanaceví
Con entusiasmo he leído en su ilustrado periódico la carta de la Colonia española de Matehuala publicada en el núm. 12, fecha 14 del actual, en la cual se protesta contra los tratados de paz entre España y los Estados Unidos. Es verdaderamente doloroso, especialmente para los que hemos derramado nuestra sangre en los campos de batalla en defensa de nuestra adorada Patria, ver ahora que nos encontramos a miles de leguas de ella que España se halla gobernada por hombres sin fe, sin honor ni patriotismo, que la entregan en manos de rapaces invasores, rompiendo con nuestro tradicional heroísmo e hidalguía. Y crea usted que el título de rapaces que les doy a los yankees es pequeño en comparación de los calificativos a que se hacen ellos acreedores.
Desgraciadamente, presté mis servicios como tripulante en el histórico Alabama durante la guerra separatista de los Estados Unidos y sé hasta dónde llega la indignidad del yankee, lo mismo que la insaciable codicia del inglés.
Con todo mi corazón, pues, me adhiero a esa protesta y ruego a usted, en nombre de nuestra querida España, que excite por medio de su interesante y enérgico periódico a todos los compatriotas residentes en esta República para dar al Gobierno del Sr. Sagasta el voto de censura que merece por su indigno proceder e incalificable conducta desde que se inició la guerra con los Estados Unidos, y en la cual esperábamos ver puestos muy alto el honor y el orgullo españoles.
Hace unos diez días que escribí al señor General Weyler poco más o menos en los mismos términos que lo hago ahora a usted. En consecuencia, ya me había anticipado a protestar contra la famosa paz de Sagasta. Creo que todavía quedan españoles dignos, honrados y patriotas que harán lo mismo y no renunciarán al placer de llamar traidores al Sr. Sagasta y sus secuaces.
¡Viva España!
Soy de usted atto. y affmo. Paisano y S. S.
Santurtún.
Fuente
Historia de la Guerra Hispano-Americana, obra de documento y testimonio escrita por Enrique Mendoza y Vizcaíno (escritor, periodista e historiador), prologada por Francisco G. Cosmes (periodista e historiador político mejicano) y con la colaboración de Alberto Leduc (escritor, periodista e historiador mejicano).