Es un susurro.
La sincera petición de un alma desolada; el consuelo de aferrarse a la última caricia, al penúltimo recuerdo, a la voz que aún preside los sentidos.
Anne-Louis Girodet de Roussy-Trioson: La muerte de Atala (1808).
No se enajena la voluntad a la resignación; todavía no. Todavía es el cuerpo el que envuelve al cuerpo, aún no es sayo o mortaja ni tierra húmeda o frío de ausencia el envoltorio que cubre la inefable muerte del cuerpo. Circula la sangre, remansada, y el corazón palpita, conmovido, en un cuerpo; los ojos entornados del que sufre, el abrazo celoso del que pierde, un grito inaudible que detiene el tiempo un instante. Uno; un solo instante sin tiempo después al que aferrarse.
La eternidad dura un instante apasionado.
Alumbra la belleza el momento de la despedida; la expresión de la despedida, una serenidad que lo será mientras la tierra espere a cubrir el cuerpo vencido. Mientras dure la luz parece imperturbable la prisa.
La muerte, que ha llegado y ha partido, acepta la demora; ahora otros son sus cometidos.
En un lugar recoleto, penetrado de fronda y tibia claridad, todo ha sido dispuesto para dar sepultura al cuerpo. Pero todavía no, suplica la vida.
Sólo será un momento, atestigua la experiencia.
Mientras un manto de compasiva luz acompañe la vela.
Un deseo.