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La cultura que libera


El querer aprender, voluntad que compete a la persona, dificulta la progresión del adoctrinamiento ideológico.


Para interpretar un texto es condición necesaria pero no suficiente saber leer. Asimismo, la decidida integración en un paisaje o el venturoso tránsito por los caminos de las emociones, requiere de una voluntad manifiesta que es consecuencia de aquella latente que impulsa el movimiento.
La ambición por alcanzar los peldaños, todavía no venales ni desvirtuados, que conducen a la sabiduría, debiera ser loada y premiada por particulares e instituciones, agradeciendo sincera y espontáneamente el ejemplo hacia una virtud ajena a los límites de la conveniencia. Esto es tanto como recomendar encarecidamente a todos y cada uno de los humanos con uso y disfrute de su raciocinio, que dejen vía libre al aprendizaje de quien lo merece, pues el permitir al esforzado buscador de la verdad encontrarla, favorece al conjunto desde sus partes, sin distinciones de clase o hábitos.
Entiéndase que por una puerta abierta pasa el que guste, mientras que a través de las puertas cerradas sólo penetran los espectros mal carados, los impenitentes moradores de las tinieblas inducidas y aquellos guardianes de arcanas revelaciones, transmitidas por ciencia infusa y el imprescindible concurso de poderosos medios de comunicación, destinadas a perpetuar un demoledor espíritu sectario.
La cultura es suma y no resta, y aún menos división. El fruto de la experiencia, la investigación y el afán por superarse, es patrimonio de la humanidad. Y aunque la humanidad por sí misma tienda a la acumulación y al seguimiento de ciertas cabezas rectoras, la mayoría de las veces arrogándose tal potestad, sí cabe pensar que, precisamente al dar rienda suelta al pensamiento y su hermano el criterio, la cosa ofrezca mejor tono que el oscuro de la supeditación a “lo que me cuenten, a lo que me digan, a lo que me enseñen”, sin coste alguno, por supuesto.
La ignorancia es osada, es cobarde, falsa y traidora; la ignorancia se asienta en la acomodaticia resignación de los figurantes, que con un mero pasar ya justifican su existencia, dando patente de corso a quienes por ellos, anuncian, harán lo que hay que hacer. La ignorancia es defecto y degrada; sin embargo, es menos perjudicial que el caer en la trampa de una pseudocultura —o cultura decretada por un infausto control político—, patrocinada por unos intereses excluyentes e insaciables que, paradójicamente, nacen de esa sociedad de corto alcance, teledirigida y hedonista por mandato.

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