Es un juego alocado, extenuante.
Piet Mondrian: Broadway Boogie Woogie (1942-43).
He notado como caía a la velocidad del sueño. Lenta e imparablemente iba descendiendo hacia un suelo de bandas y casillas. Un mosaico, parecía mientras me acercaba. O, más bien, un tablero de colores primarios y agujeros blancos para posarme.
Creo que lancé un grito cuando la gravedad hizo de las suyas. Pero el impacto fue suave, de pluma sobre grumos de algodón, y acabo enderezada pisando dos colores iguales.
“Ahora le toca a la reciente”, escucho y me doy prisa en ocupar la siguiente casilla del mismo color. A saltos y carreras recorro la línea de color hasta que el abismo blanco me engulle.
Me hundo en la Vía Láctea. ¿Qué cosas digo? Buceo más diestramente que cuando lo intento en el mar, echando ojeadas a los huecos por encima.
Lo encuentro. Asomo la cabeza, sacudo el cuerpo como un cuadrúpedo peludo y cedo el turno. Tengo que respirar.
“Su turno, nuevamente.”
Estoy sola. Me muevo por inercia, corro y salto. Cedo el turno, es mi turno. Sigue el juego.
Tarde o temprano ascenderé por el tiro de la chimenea.
¡Sorpresa! —gritaré sin resuello a mi público—. He vuelto porque he perdido.