Los fantasmas atemporales.
Desfilaban frente a la mirada que los buscaba, en sentido contrario a la marcha del vehículo y en sentido opuesto a la flecha del tiempo. Los había descubierto. Eran inconfundibles.
“¿Por qué son inconfundibles?”
Inconfundibles son sus ojos, inconfundibles son sus facciones. Todo el que se ha cruzado con ellos, viajeros solitarios o agrupados hacia un destino compartido, sabe que su inexpresión los distingue y que su igualdad mínima los sitúa en un plano de juicio inapelable.
“¿Qué los hace inconfundibles? ¿O distintos a ti, a mí, a nosotros? ¿O, simplemente, tan parecidos a ese retrato que ningún artista cobra aun habiendo estipulado el precio con su cliente?”
Son elementos indistintos en la tabla periódica de la materia desechable, en vía de extinción, pase a la reserva memorística. Él, ella o ellos miran sin ver, o sin querer ver. No emiten sonidos por la boca, no articulan oraciones ni murmuran o mascullan, y todo lo que de él, ella o ellos se escucha proviene de una causa exterior o de un deseo humano o de un proceso incontenible de traza mortal.
Ojos abiertos, no obstante inexpresivos, leyendo el relato de una vida expresada por conceptos absolutos, por definiciones concretas, por análisis inequívocos y diagnósticos certeros. Historia de principio a fin contada por el autor de los días que permiten a un cuerpo emanciparse de su naturaleza.
—¿Vamos bien? —preguntó Mario penetrando un ambiente confuso.
—Vamos bien —respondió Susana, lacónica, convencida, desvelada.
Felio cazaba al vuelo las últimas líneas de cada página que percutía en alguno de sus sentidos. Con disimulo, girando sin aspaviento la cabeza. No era suficiente. Le faltaba campo visual, también referencias que pusieran en valor el inusitado encuentro, del que parecía ser único testigo, y le sobraba prudencia.
“El mundo es de los audaces.”
A un tris estuvo Felio en dos, quizá más ocasiones, de asir el hombro de Susana y obligarle a seguir la pista de los aparecidos antes de llegar a la casa. En aras de la curiosidad. Incluso le hubiera podido preguntar si ellos, considerados como un todo, remontando el curso de las historias personales, venían de ese lugar al que ahora los tres se dirigían en coche, con la llave en la bandeja sombreada por el cambio de marchas.
Un ligera presión en el brazo, casi un pellizco cordial y luego, acto seguido, con un dedo de esa mano interferente señalar al frente y a los lados, al espejo retrovisor, al mundo entorno de un escritor inspirado por sucesivas revelaciones.
—Dime…
—Es un camino largo —dijo Felio.
—Es el camino. Un camino sin atajos —anunció Susana—. Un camino que acaba donde uno espera, aunque es fácil perderse. En caso de pérdida caerá sobre nosotros un aluvión de inconvenientes.
—Me gustan los caminos largos. Me gustan las historias que no comienzan de una manera convencional y me gusta transitar los finales abiertos; los finales que rehúyen el punto final. Mejor a pie, pero no desdeño una colaboración rodante.
—Queda un trecho. Entretente con los alicientes que ofrece la ruta. Tienes donde elegir a derecha e izquierda.
—Delante y detrás.
—Te pido que despiertes.
Mario estremeció su cuerpo.
—No duermo —protestó.
—Creía…
—Te equivocas. No me he dormido.
Felio le rozó el brazo.
—Qué…
Felio extendió el dedo señalador en la dirección de la peculiar concurrencia.
—Ya.
Tampoco podía explicarlo. Ni identificar la generosidad de los comparecientes. Fantasmas del pasado, del presente y del futuro arrostrando cada cual el producto de su conciencia.
“Fijémonos en sus caras.”
Quiso proponer una investigación aclaratoria. Si entre los fantasmas estaban ellos a los alicientes se sumaría una consecuencia.
“Prestemos atención a esos que nos contemplan con ojos sin párpados y los labios cerrados.”
Susana conducía ignorante del flujo parsimonioso. Mario a su lado, en silencio y abstraído, remontaba un curso turbulento de sucesos mundanos en el que flotaba una llave, un cerco de residuo sólido, el siseo de unas adherencias y el plano avejentado y rugoso de una vivienda significada al misterio.