Al clásico divide y vencerás, se ha añadido el posmoderno intégrate y expande, mensajes generados a golpe de puño en la misma factoría de planes subversivos que en una sociedad compuesta por individuos con algo o mucho que perder cala, impone y somete.
El todo es la suma de sus partes, siempre y cuando ese todo no sea uno e indivisible. Si el todo puede dividirse, es decir, que un determinado poder, a su vez resultado de la adición de otros poderes de menor entidad, consideración o relevancia, fraccione su aparente homogénea unidad, los vástagos del tronco campan a sus anchas arrimados, no obstante, a su protectora y comprensiva sombra.
La dependencia otorgada a sus órganos por el cuerpo primigenio, punto de partida y razón de ser de aquéllos, los eleva a categoría, los dota de sustento económico, morada, estatuto, técnicos, gestores, directivos y representantes-portavoces; estos últimos suelen pesar en oro su habilidad dialéctica y el tendido de puentes con los imprescindibles medios de comunicación.
Los órganos vuelan en círculos concéntricos, sin alejarse en demasía de la fuente nutriente, no sea que una depuradora ráfaga de viento, un soplo de benéfica higiene, los lleve directos al purgatorio —léase Tribunal de Justicia, con las iniciales en mayúsculas— y tras un proceso limpio de polvo y paja al sanatorio donde curas las múltiples y encadenadas corrupciones.
Los órganos, ligados al capítulo de prebendas, sobrevuelan bajo las redes polifacéticas del poderdante, para no perder comba ni ripio, y para que el frío de la indeseable orfandad se cebe en otros voladores y en otros arribistas; que de tanto repartir munificencias se agota hasta la reserva material.
En definitiva, los hijos de padres disolutos acaban por adueñarse del pesebre; aunque bien aleccionados en la trama y el disimulo, y en el mezquino arte del ruido y la algarada —la dogmática agitación y propaganda de uso común y reiterado en las facciones siniestras del espectro sociopolítico—, cuyos efectos están sobradamente demostrados.
Al clásico divide y vencerás, se ha añadido el posmoderno intégrate y expande, mensajes generados a golpe de puño en la misma factoría de planes subversivos que en una sociedad compuesta por individuos con algo o mucho que perder cala, impone y somete. Y quien no se alía, por activa o por pasiva, con una o varias de estas sociedades, en su periferia siempre instrumentales, corre el riesgo de sufrir pena de exclusión, pena de abordaje, pena de diana callejera y pena radiodifundida.
Una sociedad desmenuzada en intereses de casta y secta —peores para la salud y el civismo las segundas—, transita hacia la fosa séptica a velocidad de crucero, sin que la mayoría de sus ignaros componentes atienda más aviso que el remojo en las barbas de su vecino, y aun entonces, con el cadáver del enemigo pendiente de doblar la esquina, exprese sus condolencias privadas con suspiros resignados y el eco de lamentos tardíos.
De la casta a la secta hay dos pasos, y ésta a la práctica mafiosa uno solo, que suele darse incluso por inercia. En la casta, pero todavía más en la secta, y ni que decir tiene en el clan mafioso, los cargos son de muy larga trayectoria, ejecutivos sin cortapisas y apoltronados, rellenos de ínfulas, parabienes y garantías; custodiados por séquito, cohorte, histriones a sueldo y guardia pretoriana.
El paraguas institucional, que resguarda de la inclemencia y la fundada denuncia, a un lado de las sociedades hijas y los organismos hijos, medios y calle, además refuerza las consignas, variadas en el aspecto aunque unísonas en la proclama, y predispone al contribuyente sin escapatorias legales a un refrendo activo en todos los ámbitos; válido para la contraprestación de una cacareada paz social que atufa a cobardía y espurio negocio, pues en el fondo y en la superficie lo que aparece es un negocio lucrativo para las partes en acuerdo, oneroso para los involuntarios financieros de la trama y muy dañino para la libertad de acción, expresión y creación. El triunfo del pensamiento único y la cesión continua.
La libertad es incompatible con el intervencionismo y con el abuso de poder, dicho sea de paso.
Aun lado estas consideraciones, que vienen bien como prólogo, el asunto que nos ocupa trata de la utilización del dinero público en beneficio más que privado propio. Conocemos, no hace falta mucho para obtener la información, que dirigentes de organismos y sociedades amparadas por el pacto constitucional bajo cuerda, han dilapidado fortunas en caprichos y otros menesteres que, incluso, exceden a la frivolidad. Los dispendios en compras y deleites llaman la atención, por ser escandalosos, y mueven a la denuncia, porque del primero al último deberían ser delito sin atenuantes.
Veleidades y vanidades bailan, cantan, escriben, recitan, pintan y esculpen, al son de la moneda de curso legal, para el bienaventurado disfrute de espléndidos hoteles; ágapes en magníficos entornos de señera arquitectura, viajes organizados desde y para el hedonismo de los privilegiados, prendas de ropa interna y externa con firma, sello y pedigrí, al alcance de los que se evalúan como artistas de fuste o se titulan como mecenas de creadores y sus guías en el camino de la fama.
Admitamos que esta gente sabe vivir, porque no cualquiera ventila a la chita callando millones de euros —miles de millones de pesetas— en la relación expuesta y justifica su responsabilidad alícuota alegando que sus gastos son por diversos conceptos y para uso personal, cuando, por fin, la justicia se ha hecho presente para recabar datos, facturas y otras explicaciones al caso menos peregrinas.
Cabe imaginar que el dinero ido corriente abajo no va a retornar a su manantial; lo que no es óbice para agradecer y exigir la investigación periodística y la posterior judicial, pues de alguna manera el consuelo de ver a ciertos nombres en la picota, después de años soportando su “despotismo ilustrado”, sus ínfulas, su apego a todo tipo de recaudación dineraria y su participación como fuerza de choque en los envites del populismo bolchevique, para imponer un control omnímodo, efectivo y duradero, satisface al espíritu y da confianza, aunque relativa, para seguir con la tarea regeneradora de órganos, tejidos y humores que tanto se precisa para respirar, sentir y emprender.