El ser mal pensado es una actitud que exime de correr riesgos innecesarios. Porque si las apariencias engañan, bueno será guardar una prudente distancia y tantear el terreno entre el ideal y su consecuencia; y puesto que la primera impresión es la que vale, mejor deducir el resultado con objeciones añadidas que lamentar un exceso de confianza fruto de una seguridad perversa.
Aunque cuesta un esfuerzo ímprobo ignorar el reclamo. Es tan poderosa la tentación, tan dulce y seductora su llamada, que de no caer como manda el instinto la duda aflora, la picajosa inquietud sacude y el desconcierto reina. Un cúmulo de incertidumbre invade la otrora racionalidad.
Una cosa lleva a la otra, así como una mano va a la otra por un motivo básico. El movimiento es reflejo, poco sutil, apenas disimulado. La fuerza de la costumbre guía los dedos al dedo que porta el argumento definitivo, el jaque mate de la partida por el gran triunfo.
Hay que ser hábil y contar con dones admirables a favor para distraer la mirada ajena el instante previo.