Si la historia pudiera modificarse por desplazamiento, gran parte del siglo XX español convendría conducirlo a encierro bajo siete llaves y sendos candados, y a ser posible, que no lo es, bueno sería eliminarla y con esa parte excesiva, de sucesivos enfrentamientos, de traiciones importadas, porfías vanidosas de carácter autóctono, visceral, y envidias sempiternas más odios enquistados y recalcitrantes, la herencia, el legado, la secuela que sigue invadiendo de aquéllos males el terreno presente y los caminos futuros. Junto a esas paradojas que definen hacia lo negativo e inverosímil la realidad que fue y es.
Entonces —casi igual que después, al cabo de cuarenta y ocho años con sus bondades y sus diatribas— unas Cortes monárquicas trajeron la república, la marcada con el ordinal primero, por 258 votos contra 32; una república derribada por los propios republicanos, esmerados a ello, trascurrido un año de ejercicio.
La Primera República en España es la consecuencia de la revolución septembrina de 1868, llamada la Gloriosa, que surcó durante seis años la vida nacional en el denominado sexenio revolucionario.
Consta el periodo republicano en el siglo XIX de dos etapas, cada una de ellas inferior a un año: la primera, caótica, corresponde a la república propiamente dicha, entre el 11 de febrero de 1873 y el 3 de enero de 1874, terminada con irrupción del general Manuel Pavía y Rodríguez de Alburquerque; la segunda, desde ese día al 29 de diciembre de 1874, presidiendo el general Francisco Serrano y Domínguez, una trastabillada república, ya indefinida sin declaración expresa de república o monarquía, no obstante unitaria por la determinación de su presidente, concluido el gobierno que dejó paso al de Práxedes Mateo Sagasta que finalizó con el pronunciamiento en Sagunto del general Arsenio Martínez Campos y el encaminamiento a la restauración borbónica guiado por Antonio Cánovas del Castillo.
El historiador José Antonio Vaca de Osma recoge las apreciaciones del profesor José María Jover, en las que señala que “el tipo humano imperante en el advenimiento forzado de la república era el agitador, el político de café, mitad literato, generalmente provinciano, protagonista de la bohemia”; según el profesor Antoni Jutglar, “el engañado proletariado”, para lo que suele contribuir eficazmente cuando las aguas bajan revueltas, “confunde república con reparto de tierras”; y el historiador Jesús Pabón y Suárez de Urbina dice que “la libertad y la crítica se confunden con el insulto y la bullanga con el botín”. Un panorama delator de los trasfondos”
Escribe Benito Pérez Galdós:
“Las sesiones de las Constituyentes me atraían, y las más de las tardes las pasaba en la tribuna de la prensa, entretenido con el espectáculo de indescriptible confusión que daban los padres de la Patria. El individualismo sin freno, el flujo y reflujo de opiniones, desde las más sesudas a las más extravagantes, y la funesta espontaneidad de tantos oradores, enloquecían al espectador e imposibilitaban las funciones históricas. Días y noches transcurrieron sin que las Cortes dilucidaran en qué forma se había de nombrar Ministerio: si los ministros debían ser elegidos separadamente por el voto de cada diputado, o si era más conveniente autorizar a Figueras o a Pi para presentar la lista del nuevo Gobierno. Acordados y desechados fueron todos los sistemas. Era un juego pueril, que causaría risa si no nos moviese a grandísima pena.”
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Acto primero
En honor a la verdad, léase justicia histórica, rigor, certidumbre, la República no llegó a ser tal pues no hubo para ella Constitución, por lo que, velis nolis, quedó nominalmente adscrita a una fórmula precaria, provisional, de Gobierno ejecutivo. República proclamada por las Cortes a fecha de 11 de febrero de 1873, que sobrevivió a sus propios y exclusivos vaivenes hasta el 29 de diciembre de 1874.
El primer presidente del Gobierno ejecutivo de la abstracta república fue Estanislao Figueras y Moragas, catalán de matices grisáceos de cuyo recuerdo se conserva el adiós, su despedida del cargo, sobre otras cuestiones como, venga a colación, la convocatoria de elecciones a Cortes Constituyentes; que solía comentar: “Yo no mando ni en mi casa”. A los trece días de su toma de posesión, Figueras renovó su gobierno, finiquitado el primero por el desfonde de la disciplina cívica y militar que vivió el nacimiento de la III guerra carlista en la zona septentrional de España y la disgregación cantonal-separatista en Cataluña, proclamado el Estado Catalán desde la Diputación de Barcelona; a río revuelto ganancia de pescadores. Los comicios a Cortes Constituyentes tuvieron lugar del 10 al 13 de mayo, siendo vencedores de los mismos los republicanos federales con una mayoría aplastante, favorecida por la ausencia de representantes políticos de las otras formaciones del espectro político, de carlistas a monárquicos alfonsinos, de obreristas internacionalistas a republicanos unionistas. Con una participación resultante inferior al 40%, cuarenta diputados no pasaron de tener mil votos y el más votado fue un candidato de ficción por Cartagena, el señor Lapizburu, que no existía y que logró la friolera de 9.622 votos. A la exclamación de “¡Señores, ya no aguanto más! Voy a serles franco: ¡estoy hasta los cojones de todos nosotros!”, Figueras dijo adiós a la jefatura.
Acto segundo
A Estanislao Figueras le sustituye otro personaje también huidizo y catalán, Francisco Pi y Margall, federalista teórico, político de escasas dotes y persistente retraimiento, que duró un mes mondo y lirondo en el cargo. Se pregunta a la vista de los acontecimientos: “¿Qué república es esta?” Durante su exigua presidencia se redacta el proyecto de Constitución federal, que en eso quedó, y España casi se desintegra: estalla en casi todo el litoral mediterráneo y en numerosos puntos del interior la sublevación cantonal. Apunta el historiador Ricardo de la Cierva y Hoces: “Con la indisciplina militar rampante y paralizados por la inhibición suicida del gobierno (la presidencia de la República y la el gobierno se identificaban), los generales, desesperados, no saben cómo frenar todas las derivas perjudiciales para la nación”.
Escribe Francisco Pi y Margall:
“Han sido tantas mis amarguras en el poder, que no puedo codiciarlo. He perdido en el gobierno mi tranquilidad, mi reposo, mis ilusiones, mi confianza en los hombres, que constituía el fondo de mi carácter. Por cada hombre agradecido, cien ingratos; por cada hombre desinteresado y patriótico, cientos que no buscaban en la política sino la satisfacción de sus apetitos. He recibido mal por bien.”
Acto tercero
El siguiente por turno presidencial fue Nicolás Salmerón Alonso, profesor de filosofía que dimitió al mes y medio de ocupar el cargo presidencial por razones de conciencia. Inicio su mandato con energía, encomendando al Ejército la sofocación de la revuelta separatista en la zona mediterránea, la más virulenta y también esperpéntica. Y lo acabó el 6 de septiembre por su negativa a firmar unas sentencias de muerte, a pesar de su decidida autoridad y de haber eliminado el cantonalismo andaluz, por el general Pavía, y el levantino por el general Martínez Campos; dos asuntos menos que lidiar.
Acto cuarto
Emilio Castelar y Ripoll, historiador, periodista y orador grandilocuente, fue el último de la tétrada de presidentes civiles al frente del poder ejecutivo. Batió la marca de permanencia en el cargo, llegando a gobernar tres meses. Su intento gubernamental pretendió un equilibrio entre la actividad enérgica y la retórica difusa, aunque sonora y estimulante. Restableció la disciplina en el Ejército, ejecuta por firma las penas capitales que se le presentan y atiende las exigencias del general López Domínguez en aras a poner fin la insurrección del sarcásticamente afamado cantón de Cartagena; lo que se consigue con la jefatura del general Serrano unos días después del golpe de Pavía.
Escribe Emilio Castelar y Ripoll:
“Hubo días de aquel verano [1873] en que creíamos completamente disuelta nuestra España. La idea de la legalidad se había perdido en tales términos que un empleado cualquiera de Guerra asumía todos los poderes y lo notificaba a las Cortes; y los encargados de dar y cumplir las leyes desacatábanlas sublevándose o tañendo a rebato contra la legalidad. No se trataba allí, como en otras ocasiones, de sustituir un ministerio al ministerio existente, ni una forma de Gobierno a la forma admitida; tratábase de dividir en mil porciones nuestra patria, semejantes a las que siguieron a la caída del califato de Córdoba. De provincias llegaban las ideas más extrañas y los principios más descabellados. Unos decían que iban a resucitar la antigua coronilla de Aragón (sic), como si las fórmulas del derecho moderno fueran conjuros de la Edad Media. Otros decían que iban a constituir una Galicia independiente bajo el protectorado de Inglaterra. Jaén se apercibía a una guerra con Granada. Salamanca temblaba por la clausura de su gloriosa Universidad y el eclipse de su predominio científico.”
Acto quinto
El fracaso del proyecto constitucional de Castelar culminó con la entrada del general Pavía a caballo en el Congreso de los Diputados, en la madrugada del 3 de enero de 1874. A la alta Cámara llegaban noticias, más que rumores, de una inminente intervención del Ejército, que acogía en sí el hastío y la indignación de los españoles por la tragicomedia bufa del propósito republicano: caos, desorden, vanidades derrochadas, tropelías, ensoñaciones colectivas contra el vecino y desmanes de toda laya. Castelar, izado al puesto de mando, pero no a la cofia del vigía que primero ve lo que se echa encima, anuncia, a modo de proclama: “Yo, señores, no puedo hacer otra cosa más que morir aquí el primero con vosotros”. Curiosamente, paradojas de la política alucinada, en esa sesión de Cortes la mayoría de los diputados aprobaba el derribo de Castelar como presidente, a lo que se oponía el Ejército, precisamente el Ejército, porque era hombre de orden. Las tropas acceden a la carrera pero aún no asoman por la puerta, momento de renovar la invectiva heroica de Castelar a los ya enmudecidos y expectantes diputados: “Aquí con vosotros, los que esperáis, moriré y moriremos todos”. Entra la Guardia Civil precediendo a la tropa del general Pavía. Castelar les dice: “Yo declaro que me quedo aquí y aquí moriré”. Pero, un segundo después, cambia de criterio y ni se queda ni se muere. Los diputados que todavía no habían escapado del Congreso por pasillos o ventanas se someten a la conducción de la nueva autoridad.
Fue el fin de la Gloriosa, como ellos mismos llamaron a su ensayo republicano. Vuelve al poder el general Francisco Serrano, presidente de una república unionista, y en su agenda inmediata tres guerras civiles simultáneas: la cantonal, todavía coleando, la carlista y la auspiciada en Cuba. Capear temporales, eso hizo Serrano mientras crecía y se patentizaba el descontento hacia el régimen republicano, que a la sazón favorecía la causa de la restauración concebida y modelada por Cánovas. Que fue alumbrada por el pronunciamiento de Sagunto, encabezado por el general Arsenio Martínez Campos el 29 de diciembre de 1874. Un pronunciamiento acabó de facto con la I República y otro, un año después, de iure con la provisionalidad transitoria del apéndice republicano del duque de la Torre.
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Presidentes del Poder Ejecutivo durante la I República
Estanislao Figueras y Moragas, del 12 de febrero de 1873 al 11 de junio de 1873.
Francisco Pi y Margall, del 11 de junio de 1873 al 18 de julio de 1873.
Nicolás Salmerón Alonso, del 18 de julio de 1873 al 7 de septiembre de 1873.
Emilio Castelar y Ripoll, del 7 de septiembre de 1873 al 3 de enero de 1874.
Francisco Serrano y Domínguez, del 3 de enero de 1874 al 30 de diciembre de 1874.
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Apoteosis, despedida y cierre
La sociedad española no había apostado por el cambio de régimen; la república le era ajena e incomprensible, y detestable la actitud de gran número de dirigentes republicanos, prestos a la desintegración y ávidos en protagonizar en el enfrentamiento.
El cantonalismo, principalmente, pero no como único factor en liza partidista, socavó la intentona revolucionaria hacia el republicanismo. Los españoles sintieron una pulsión desestabilizadora, anárquica, y plena de controversias hueras. El campo de formaciones progresistas-republicanas es un patio de monipodio, con muchas voces, proclamadas de intelecto, y gallos, surgidos al calor de las fricciones, pero ninguna coherencia legislativa salvo para fraccionar y ahuecar dejando sitio muelle para el nuevo. En el campo titulado demócrata, los radicales se asocian a los federales de derecha para crear el partido republicano unitario, de vida efímera aunque mayor coherencia, que se destina a luchar contra las revueltas sociales y el cantonalismo, aceptando las reformas como vía de acción parlamentaria pero sin que éstas se hallen vinculadas, patrocinadas o dirigidas por el socialismo, que, según exponen, es la negación de la libertad y el progreso.
La insurrección cantonal, o de todos contra todos y a ver quién puede más, parte orquestada por activistas republicanos federales de cariz extremo, que, entre otras cosas de suma gravedad, desacreditaron al republicanismo. Cabe señalar que la marea cantonal no fue genéricamente internacionalista, de socialistas y anarquistas con apoyo republicano masón, pero sí hubo participación individual de los internacionalistas en algunos lugares de España.
Una atinada definición del cantonalismo rampante corresponde al diputado republicano Nicolás Estévanez Calderón al asegurar que se compone de: “Tiros, coplas, libertad sin orden y sin autoridad”.
Digno y útil de constatar es que los cantonalistas derrotados corrieron a reconocer a Alfonso XII, con el advenimiento de la restauración borbónica, o derivaron hacia la anarquía y el marxismo.
Síntesis de Marcelino Menéndez Pelayo
Hubo manifiesta discordia entre los vencedores en la batalla de Alcolea, que puso fin al reinado de Isabel II, y a la dinastía Borbón: unionistas, progresistas y demócratas, y aun entre estos mismos, inclinándose uso a la monarquía, otros a la república, y dividiéndose estos últimos en unitarios y federales, en socialistas e individualistas. Estas divisiones intestinas y otras infinitas miserias, cuyo recuerdo sería tan largo como lastimoso, aparecieron más de lleno durante el efímero reinado de don Amadeo de Saboya, duque de Aosta, e hijo de Víctor Manuel, a quien el voto de 191 diputados llevó al trono.
Las insurrecciones republicanas estallaron con violencia inusitada en varios puntos; al mismo tiempo, el peligro social, los excesos de la revolución desbocada y el carácter antirreligioso que desde el principio tomó dieron nueva fuerza y extraordinarios bríos al partido carlista, que se lanzó de nuevo a las armas, con grandes recursos y hasta con esperanzas de triunfo. Para colmo de calamidades, en la isla de Cuba ardía desde 1868 una tremenda insurrección contra la Madre Patria.
Tantos elementos juntos de división y ruina aceleraron la caída de Amadeo I, sustituyéndole una anarquía con nombre de República, a la cual sucesivamente presidieron Estanislao Figueras, Francisco Pi y Margall, Nicolás Salmerón y Emilio Castelar. Media España, entre cantonales y carlistas, les negaba la obediencia y hubo momentos en que pudo decirse que el poder del Gobierno central no se extendía más allá de las tapias de Madrid. El cantonalismo más feroz y desgreñado imperaba en Cartagena, en Málaga, en Cádiz y en otras ciudades, y la indisciplina avanzaba en el Ejército a pasos agigantados, a pesar de tener a los enemigos enfrente. El señor Castelar decretó una quinta general y extraordinaria y trató de reorganizar el Ejército, obteniendo algunas ventajas sobre los insurrectos de Andalucía; pero la República se había hecho insostenible y el país pedía a voz en grito su terminación. Por eso fue saludado con tanto júbilo el golpe de estado del 3 de enero, en que el general Pavía disolvió las Cortes republicanas. Siguió un Ministerio de transición, que sólo sirvió de puente para la monarquía de Alfonso XII, en nombre del cual se pronunció en Sagunto el general Martínez Campos [el 29 de dicimebre de 1874].
Apostilla
El Proyecto de Constitución federal del año 1873, redactado por Emilio Castelar, refleja su personal concepción de la República. Considera este régimen como la forma de gobierno más adecuada para dar cabida a todas las opciones liberales. Ese era su deseo. Pero para que fuera aceptable a ojos y arraigados sentimientos de los conservadores y lo que podría deducirse como la clase media era imprescindible eliminar lo que el propio Castelar llama demagogia roja, ese discurso político y social que confunde la república con el socialismo para anexionarla a tal ideología. Por lo que, y según su entender, la propuesta de Constitución federal era una continuación de las bases establecidas en la Constitución de 1869, aprobada bajo el Gobierno provisional surgido de la Revolución de 1868, vigente hasta 1871.