Un reflejo condicionado.
De entre los bultos en movimiento sobresalía uno que no lo estaba.
“Se más respetuoso con los aparecidos.”
Felio posó su mirada escrutadora en la figura estática —¿extática?— cuyos ojos no respondían como se supone a los seres vivos que aguardan a algo o a alguien en un lugar desértico, a una hora intempestiva, sin que signo delator de un incidente reflejara lo sucedido alrededor.
El hombre quieto en el arcén de la carretera secundaria —su fisonomía a distancia, tras las lunas del vehículo y sólo alumbrada por el barrido de los faros, era masculina en apreciación de Felio— enfocaba su cuerpo hacia ellos, a la espera de que la conductora lo sorteara con un ligero movimiento de volante o lo embistiera arrojándolo con golpe sordo fuera del perímetro visual de los ocupantes del vehículo.
Los otros deambuladores nocturnos, mientras, en deducción de Felio, recorrían un camino a la inversa, ignorantes del mundo entorno, entregados a una causa superior a la comprensión de los observadores. Ordenados y discretos, ocupando el sentido opuesto de la marcha. Felio estaba seguro de que viajaban de vuelta, a diferencia de ellos tres, y quizá venían de ese sitio poblado de interrogantes al que el coche y un propósito unánime les llevaba.
El hombre inanimado, en versión de Felio, expresaba un deseo cuyo destinatario lo sabría porque en ese instante, ni antes ni después, el mensajero le ofrecería un gesto inequívoco, una imagen de las que abarcan mil palabras y hasta puede que un significado material o espiritual suficiente para dar por concluida su misión.
“¿Cuánto habrá esperad0?”
Felio daba por sentado que eran ellos los destinatarios. Pero cuando quiso rescatar la atención de la conductora y su acompañante, ninguno de los dos le dio importancia alegando que de noche todos los gatos son pardos y que el juego de sombras, provocado por la luz nerviosa, variable y curva, dibujaba en la imaginación del espectador y en la cara posterior de los cristales un sosias.
“¿Soy yo el que ahora, en este preciso momento que paso junto a él, la figura humana que veo?”
El hombre a la espera de retomar un antiguo protagonismo usaba gabán. Su prenda distintiva era un gabán caído por su peso a un dedo de las rodillas, de un color claro, de un color crudo, de un color sustraído a la Luna en menguante —o creciente—, una característica en el vestido que Felio no apreciaba en el conjunto de los caminantes a la inversa.
Pasó el vehículo a su lado, todo lo silencioso que permite la velocidad moderada en una recta a la intemperie, y entonces el hombre desplazó sus pupilas unos milímetros, acompasada la interferencia con el testigo de la acción. Felio cara a cara con…
“Ha encontrado lo que buscaba.”
La ventana trasera mostraba la oscuridad apenas rota, y durante unos segundos fugaces, por la débil lumbre de las luces de posición. Tiempo escaso, muy breve, para averiguar si al giro de los ojos le seguía el de la cabeza y el del cuerpo.
“No lo sé.”
Podría despertar del duermevela y poner fin a la aventura.
“Si tuviera sueño, si quisiera dormir.”
Detrás quedaba una sospecha. Aquel hombre, se dijo Felio, había concluido su búsqueda. Ya sabía que su intuición era correcta.
La carretera secundaria desembocaba en una principal, transitada, con áreas de servicio ininterrumpido. A diez kilómetros la próxima. La conductora propuso a su acompañante detenerse a estirar las piernas. De acuerdo. No le dijeron nada a Felio, distraído con las disyuntivas de la ruta, atraído por el reverso de las piezas que sustentan el gigantesco mosaico; no le pidieron opinión, le dejaban a lo suyo.
“De acuerdo.”