El tiempo, es decir, la cuenta del tiempo, nació hace una enormidad. Es tan lejano el origen del tiempo, es decir, el de la historia, que nadie vivo lo recuerda. Aunque esa persona todavía viva haya cumplido, por ejemplo, ciento diez años, no puede testificar el nacimiento del tiempo y, en consecuencia, de la historia; porque antes de que abriera los ojos al mundo éste y sus circunstancias ya existían. Lo que si es una persona con dos dedos de frente, leída a nivel de información cotidiana y curiosa por naturaleza, no le supone un trauma.
Cuando una persona acepta sus limitaciones, esos condicionantes que guste o no son y están de principio a fin en cada uno de los mortales, el carecer del don de la ubicuidad, pongo por caso, o el de la omnisciencia, no supone una merma en su inteligencia ni un lastre insufrible para su desarrollo a todos los niveles; al contrario, incluso tal reconocimiento de imposibilidad consigue un aumento en el ansia individual por conocer y aplicar lo descubierto para beneficio público.
Las lecciones de la historia, que es tan vieja como el tiempo y como él, por eso, sabia, cunden en los espíritus con afán de superación pero sin prejuicios ni aleccionadoras influencias de las que conducen a un pernicioso desvío de la ruta principal y única. Porque el tiempo, y su hermana la historia, nacidos ambos de la misma primera causa, escriben en línea recta, de atrás hacia delante, desde un punto de partida recóndito pero cierto hasta una meta incierta en el presente y el inmediato futuro; un final que algún día, seguramente caluroso y árido a extremo, alcanzará a los entonces herederos de las verdades y las mentiras de sus antepasados.
El tiempo pasa y no vuelve, es una constatación. La historia, sin embargo, aun a su pesar, es realidad y es ficción según sus autores a la moda y por encargo e intérpretes de ocasión favorables al mandato de la autoridad impostora. Por razones de ambición que nada bueno traen, hay en todas las épocas intentos para que el tiempo y la historia queden disociados, para que la historia y el tiempo no sientan igual ni se les valore como hijos de una misma sustancia eterna e invariable.
La historia, la verdadera historia, habla con la voz de los hechos y explica lo que fue desde la estricta objetividad de lo sucedido. Es, cuando se le permite, una perfecta aliada para vivir sin engaños.
Es, sí: la historia es.