Coincidencia.
Una intuición es siempre aleatoria, pero eso no significa que carezca por completo de fiabilidad. La intuición, piensa Felio perdida su mirada en el transcurso rutinario de la noche dentro de un vehículo en marcha que no conduce, es síntoma de curiosidad vital, también es síntoma de interés por la investigación y consecuencia de un proceso intelectual con propósito concluyente.
Aquel hombre aparecido en la carretera, seguramente esperando lo que iba a encontrar un momento antes o después, había finalizado su búsqueda.
“¿Cuándo, en realidad?”, se pregunta Felio.
Porque sabe, a partir de una sencilla deducción, que toda espera viene condicionada por un ansia reveladora, plagada de ficciones, matizada de superstición o inmersa en una profunda racionalidad que nunca pone ni quita elementos a lo que sucederá a continuación.
Una carretera solitaria, aunque con sorpresas animadas, y oscura, aunque teñida con una débil luz espectral, dejada atrás, como pasa con el origen de los recuerdos y con la causa de la memoria, orillada en el presente de pausa en el camino.
—Bueno… Hemos regresado a la civilización.
Mario se desperezó, echó un vistazo alrededor y propuso sorber algo caliente y edulcorado en la cafetería.
—Y un bocado nutritivo —acompañó Susana.
A él le apetecía lo mismo, pero el suelo que ahora pisaba no era de su agrado. Demasiado trazado de indicación y parcela, por otra parte lógico e incluso necesario. En esas disquisiciones volaba cuando lo intuyó.
“Es él.”
Frente al espejo hasta el más fantasioso de los humanos reconoce que es la propia esa imagen mimética, redundante, modelada a semejanza perfecta del original. La coincidencia es absoluta y en absoluto casual; no es fruto del azar, no hay casualidad que asome por parte alguna.
Lo que asoma, más bien se trasluce del imposible encuentro fortuito, es la obstinación del ansia reveladora, pertinaz ella, hacendosa en su tarea, artífice de la coincidencia.
“Es él.”
Sin atisbo de duda.
En cualquier lugar, a cualquier hora, siempre hay un motivo para enfocar la mirada hacia un punto ahora concreto que llama la atención. Y puede, aunque eso sí es aleatorio, que orbitando ese punto de vista haya un semejante con un número indeterminado de características oscilando entre la atracción y la repulsión.
—Cafeína chispeante—pidió Mario.
—Y una golosa compañía —señaló Susana a una de las ofertas adormiladas tras la acristalada convexidad protectora.
Mario buscó a Felio.
—¿Y tú?
—Un desayuno clásico.
Susana miró su reloj.
—Demasiada anticipación para mí —excusó—. ¿Qué será luego?
La pregunta pilló a Felio con un ojo en cada frente.
—Improvisaré.
—Tienes las ideas claras a estas horas —aprobó Susana—. Estás preparado para lo que viene.
“Me acojo al espíritu de la aventura.”
A cuatro o cinco metros de Felio, una distancia efímera en la inmensidad del universo, aquel hombre que había recorrido el camino de ida y el de vuelta a la velocidad del pensamiento aguardaba una invitación para cruzar la frontera. Un gesto bastaría, una insinuación privada de corte temerario sería suficiente.
“Ahora es mi turno.”
Felio destinó en exclusiva la visión de sus ojos al núcleo del supuesto congénere, a la altura de la equivalencia rectora, centro de poder versus centro de poder. De igual a igual, como en una negociación entre dos únicos postores cuyo resultado ha de beneficiar con idéntico rédito a los coincidentes licitadores.