Buscando el sol matinal en los albores del estío. A la sombra, con frecuencia ventilada, hace un fresco que recuerda el frío de un día desapacible cuando las prendas de abrigo han acampado en sus lugares de espera temporal; y a la entelada claridad del astro rey, tamizado su brillo por una colcha nívea desflecada por el solsticio de las hogueras, el calor no llega a definirse.
Ha empezado a declinar la luz diurna en su fase vespertina, perceptible para la mirada astronómica, momento que aprovecha el verano para hacer acto de presencia, a veces discreto, parco y sutil como hoy. Pero cierto y puntual, inflexible en su rigor.
Seguro que es sólo una tregua.
Un alivio pasajero, a la fuerza breve, que encanta a los adversarios de la canícula y a quienes, promovido por el desgaste de la edad y el uso, ya prefieren para cuerpo y ánimo el clima templado con tendencia a la baja que el otrora suspirado abrazo de los cuarenta grados.
Todo llegará antes o después.
El verano remolonea en un lecho de primavera caprichosa —¿cuándo no lo ha sido?— esta mañana que escribe un apunte de jornada convencional. Nada fuera de lo común, digo y me repito.
Las ropas que visten, adornan o cubren a los humanos en tránsito sobre los que no hay que adivinar, avisadas ellas, alargan o acortan este preámbulo que no es original ni asombroso aunque en algo molesto e influyente.
Demasiada indulgencia la del ambiente hoy con los sofocados y un exceso de castigo a los deseosos que pisan el suelo que en esta época del año debe recibir y refractar el calor de la inefable fuente de vida. Porque quiérase o no estamos en verano y dentro de tres meses en otoño. Y así sucesivamente.